Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 17 de agosto de 2008 Num: 702

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Presentación

Bazar de asombros
HUGO GUTIÉRREZ VEGA

El sueño de Quetzalcoatl
ROGER VILAR

Edad madura
NIKOS FOKÁS

Premios, gloria y fortuna
HAROLD ALVARADO TENORIO

El beso: Munch, Rodin y Klimt
HÉCTOR CEBALLOS GARIBAY

Maritain y el sentido olvidado de la historia
BERNARDO BÁTIZ VÁZQUEZ

Pensar escribiendo
MIGUEL ÁNGEL MUÑOZ entrevista con RAFAEL SÁNCHEZ FERLOSIO

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Columnas:
Jornada de Poesía
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REYES ENSAYISTA Y TEÓRICO DE LAS LETRAS

RAÚL OLVERA MIJARES


Teoría literaria,
Alfonso Reyes,
Fondo de Cultura Económica,
Ciudad de México, 2007.

Muchas cosas fue Reyes, quiso ser otras tantas, negándosele no pocas. Un título suyo resulta indisputable: el de poeta. Poeta lírico –desde sus mocedades–, dramático –si bien de teatro para ser leído– y épico –si ha de tomarse, extendiendo el vocablo, Visión de Anáhuac como tal. La narrativa fue su talón de Aquiles, considerada en forma canónica, pues no dejó novela larga aunque sí cuentos, relatos e innumerables crónicas –sin mencionar sápidos trozos de lo que ha dado en llamarse prosa de arte menor o brevedades.

El ensayo, esa forma de literatura híbrida, así tildada en su obra de discrimen mayor El deslinde (1944), fue su afición más socorrida. Tomando el orbe de las tierras por metáfora, el ensayo es a las letras lo que Australia a los otros continentes. América representa sin duda la novela moderna: ese territorio vasto, casi inconmensurable. El así bautizado continente euroasiático africano hallaría un paralelismo en los géneros lírico, épico y dramático . El último continente, sin embargo, es Oceanía. El ensayo nació a caballo entre el siglo XVI y el XVII en el seno de una tradición pietista, la de los hugonotes navarros, con Michel de Montaigne. A diferencia del viejo tratado, las cuestiones disputadas o los opúsculos filosófico teológicos, el ensayo no se propone la verdad objetiva sino la subjetiva, es decir, asume un punto de vista arbitrario, el personal del autor, que trata de explicarse la realidad y, desde ese bastión del yo, se convierte en el camino hacia la luz en la comprensión de un alma humana, singular e indivisa, sin jamás desentenderse de la fermosa cobertura, la retórica eficaz, la elegancia de estilo.

Teoría literaria, un esbelto volumen antológico, reúne un par de textos iluminadores. El volumen presenta una breve panorámica de los dos extremos a los que tiende la prosa discursiva de Reyes: el gracejo y las excelsitudes de estilo, por un lado, con textos tomados de la Experiencia literaria (1942), relativos a la traducción, la crítica y el sentido de la literatura, con la adición de otros textos propiamente teóricos que adolecen de un vicio fundamental: caen de lleno en una tierra de nadie, pues tampoco son historia, filosofía ni teoría literaria sin más. El deslinde, obra deudora de la fenomenología husserliana, no presenta desde el punto de vista noético –para servirnos de un término que cita el propio Reyes– el rigor necesario. Noesis se refiere a cómo se conoce algo, mientras noema es eso que se conoce. En efecto, noemáticamente, el fenómeno literario, como cualquier otro, puede ser objeto de análisis de la filosofía; sólo que ésta tiene sus propios métodos y no las consideraciones generales y en ocasiones coloridas de que se vale el autor, por muy informados que estén los términos de la propia filosofía u otras disciplinas.


ESCRITURA SIAMESA

ENRIQUE HÉCTOR GONZÁLEZ


El viento ligero en Parma,
Enrique Vila-Matas,
Sexto Piso,
Madrid, España, 2008.

En marzo pasado, el mismo día que solía hacerlo Octavio Paz, Enrique Vila-Matas celebró (o quizá no) su cumpleaños. Lo que sí festeja, cada que puede, es su cervantina conciencia de que vida y literatura son dos platos que saben mejor servidos juntos, sin que uno sea aderezo o guarnición del otro sino, solamente, el catalizador perfecto y compensatorio de lo que espiga el espíritu cuando el lector se sienta a la mesa y apetece una obra que hable de sí misma o de otras o simplemente de literatura o sencillamente de lo que significa vivir en, para y gracias a los libros o, por mejor decirlo, a la escritura.

Desde hace treinta y cinco años, Vila-Matas vive en vilo, a salto de mata entre un libro y otro de los que perseverantemente pergeña. Desde hace sesenta que nació estaba destinado a ser torero; y ha terminado, en efecto, capoteando elogios merecidos pero siempre fútiles: se trata de uno de los escritores más leídos, entrevistados y conocidos en nuestra lengua y evidentemente su principal talento consiste en seguir arriesgando en cada obra ese dudoso prestigio (que lo vincula con actrices y políticos) y luchando cuerpo a cuerpo con el lenguaje, lo cual hace de una manera tan apacible y apasionada –si se vale la antinomia– que, leyéndolo, parece fácil sentirse escritor.

El viento ligero en Parma es la reunión de una treintena de notas sobre libros, viajes, ciudades, amigos y otros artefactos afines al autor de Bartleby y compañía. La compilación permite reconocer una circunstancia excepcional en este tipo de obras: que muchos de los textos, leídos en revistas y diarios durante los últimos años, suenan y sueñan mejor en la ronroneante compañía de sus congéneres, como una exposición de conjunto en la que revive algún cuadro que uno había creído ver en una sala distante o en la casa de un amigo o sólo en la imaginación. Si además la reunión –como es el caso– parte de una calle o un estrago de la destreza literaria para terminar contando, en una prosa tan tersa que casi dan ganas de acariciarla, las fatalidades y enconos de la vida con el buen ánimo del tío Toby en Tristram Shandy, uno puede entender por qué Vila-Matas y el personaje de Sterne se parecen tanto: en ambos alienta esa sonrisa tibia que esconde el matiz de la sorna en la morosidad de la melancolía.

Un autor que, como Cervantes, puede escribir de sí mismo y de su obra sin resultar pedante, pedestre, falsamente modesto, ridículo o inasible, es evidente que ha incorporado a su ser y a su obra, asimismo, el legado de Laurence Sterne, de Machado de Assís, de Italo Calvino, de Augusto Monterroso y de todo ese cónclave de escritores librescos (en el mejor sentido del término, esto es, en el de su apego a la inevitable condición autorreferencial de la literatura) que saben, con Pound, que el único deber moral del escritor es el esmero y que reconocen, con Julián Ríos, que su sola obligación es la de escrivivir cada día mejor o peor que el anterior (da un poco lo mismo) siempre que el resultado sea un homenaje siamés y mesurado, discreto y estricto al texto de la vida, ese tejido donde el lenguaje es como un viento ligero en par: matrimoniado con la buena voz que da el oficio.