Usted está aquí: lunes 18 de agosto de 2008 Opinión Soy el viajero, y también el camino

Mahmud Darwish (1942-2008)

Hermann Bellinghausen

Soy el viajero, y también el camino

El duelo y el revuelo que despertó en el llamado “mundo árabe”, y también en el otro mundo, el no árabe, el fallecimiento de Mahmud Darwish, sólo confirman lo que ya era un hecho: él es, desde hace muchos años, el poeta nacional de Palestina, nación que no existe para nadie más que los propios palestinos, y sin embargo célebre en el boyante mercado de las malas noticias. Su muerte despertó un arrebato popular, lírico y político, como corresponde a un cantor que hasta los niños recitan y cantan, un héroe. Pocos casos hay de tal intensidad. Quizá sólo pueda compararse con lo que es José Martí para el pueblo cubano.

Ambos, exilados, polemistas, activistas libertarios, líderes, símbolos y, no obstante, extraordinarios poetas en su lengua. Llevan una fuerte dosis del “padres de la patria”, que nuestro siglo XIX puso al alcance de algunos héroes, y de “maestros de la nación” para escritores como Ignacio Manuel Altamirano o Guillermo Prieto. Pero los Martí y los Darwish brotan de un pueblo herido que resiste, decidido a existir. Poetas así nacen uno cada 100 o 200 años.

Moldeó una noción de “Palestina” ancha, generosa y profunda, que le permitió encarnar la vida y lo mejor de la lucha de ese pueblo heroico que hoy difaman y niegan los poderes occidentales. Hijo de una diáspora, la Nakba (desastre), Darwish pulsó en su poesía todas las cuerdas del corazón palestino: fue testimonial, épico, mítico, confesional, descriptivo, panfletario, místico, histórico, amoroso, periodístico, didáctico, humanista, fatalista, guerrero, pacifista. Y a la postre, una sola cosa hizo: cantar desde ahí.

Por cierto, qué mundo es éste, donde a la vuelta del tiempo resulta que una “diáspora” y un “holocausto” nuevos deben cargarse a la responsabilidad de Israel, el monopólico “pueblo de Dios”, que basa parte de su identidad moral en haber padecido ambas desgracias. Hace unos años escribió Darwish: “No hay nada como un verdugo sagrado”.

En un artículo, por los 53 años del cataclismo en Palestina, asentaba: “Los responsables de la Nakba no han conseguido romper la voluntad del pueblo palestino ni borrar su identidad nacional. Ni con el desalojo, ni con las masacres, ni con la transformación de las ilusiones en desengaños, ni con la falsificación de la historia. Tras cinco décadas no han conseguido forzarnos a la ausencia ni al olvido, ni borrar la realidad palestina de la conciencia del mundo mediante su falsa mitología y la fabricación de una inmunidad moral que confiere a la víctima del pasado el derecho a crear sus propias víctimas”. (Traducción de Luz Gómez García, quien es, tanto como María Luisa Prieto, intérprete principal de Darwish en castellano).

Nuestro poeta, que en 1988 redactó nada menos que la Declaración de Independencia Palestina que proclamó Yasser Arafat, sabía que “la historia no puede reducirse a una compensación de la geografía perdida”. Padeció la expulsión original siendo niño. Luego, la “ilegalidad” en su propia tierra. Como exilado en Líbano presenció la guerra civil, donde las milicias paramilitares masacraron a sus hermanos inermes con la venia de los generales de Israel.

Luego viajó. Pudo volver a enamorarse del mundo, algo que parecía imposible después de Líbano. Y terminó sus días como peregrino en su patria, a la manera de Lope de Vega, pero en medio de una guerra sin fin.

Munir Akash y Carolyn Forché, brillantes traductores suyos al inglés con ayuda del propio autor, bosquejan la vida de Darwish en un pasaje inmejorable de la introducción a su antología Desafortunadamente, era el paraíso (Unfortunately, It Was Paradise, Universidad de California, 2003).

“Nació en la aldea de Birwe, en el distrito de Acre, en la alta Galilea, Palestina, el 13 de marzo de 1942. Cuando tenía seis años, el ejército isreaelí ocupó y posteriormente destruyó Birwe, junto con otras 416 aldeas palestinas. Para salvarse de las masacres subsecuentes, la familia emigró a Líbano. Un año después retornaron al país ‘ilegalmente’ y se establecieron cerca de Dayar al-Asad, demasiado tarde para ser considerados entre los palestinos sobrevivientes que habían permanecido dentro de las fonteras del nuevo Estado.

“Los palestinos quedaron bajo dominio militar y fueron sometidos a un complicado amasijo de reglas de emergencia. No podían viajar en su propia tierra sin permiso, ni por lo visto el niño Darwish, de ocho años, podía recitar un poema de lamentación en la fiesta escolar por el segundo aniversario de Israel sin desepertar la ira del gobernador militar israelí. En adelante, el niño debió ocultarse cada que aparecía algún oficial israelí. Durante sus años escolares, y hasta que abandonó el país, en 1970, Darwish sería encarcelado varias veces y frecuentemente vejado, siempre por los mismos delitos de recitar sus versos en público e ir sin permiso de aldea en aldea.”

Se opuso al terrorismo, al odio, al sacrificio inútil de los jóvenes, pero siempre estuvo con su pueblo. Pasó la última década de su vida en Ramalá, la doliente capital palestina. Crítico de la corrupción y la violencia innecesarias de las fuerzas políticas dominantes, de las cuales acabó deslindándose, fue amado por la gente y viajó mucho por los países árabes para dar recitales masivos, como en su momento lo hicieron Maiakovski, Pasternak o Neruda.

Dos poemas de Palestina

ABRAZA A SU ENEMIGO

Él abraza a su enemigo. Ojalá le
gane el corazón: ¿Te enojaría
más que yo sobreviviera?

Hermano, mi hermano. ¿Qué te
hice para que me destruyas?

Dos pájaros vuelan arriba. ¿Por
qué no les disparas a ellos?
¿Qué dices?

Te cansaste de mi abrazo y de mi
olor. ¿No será que estás
cansado del miedo que
hay en mí?

De ser así, tira tu rifle al río. ¿Qué
dices?

En los bancos de la ribera el
enemigo apunta su ametralladora contra un abrazo. ¡Disparen
al enemigo!

Mejor esquivamos las balas del
enemigo y nos guardamos de
caer en pecado.

¿Qué dices? ¿Me matarás para
que el enemigo pueda ir a su casa
en nuestras casas

y descienda otra vez a la ley de la
selva?

¿Qué hice con el café de mi
mamá, qué hice con el café de la
tuya?

¿Qué crimen cometí para hacerte
destruirme?

Nunca dejaré de abrazarte.

Y nunca te voy a soltar.

POÉTICA
(Primera estancia)

Las estrellas tenían una sola tarea:
enseñarme a leer.

Me enseñaron que yo tenía un
lenguaje en el cielo
y otro en la Tierra.

¿Quién soy? ¿Quién soy?

No quiero la respuesta todavía.

Qué tal si una estrella cae en sí
misma
o un bosque de castaños se levanta
conmigo en la noche
hacia la Vía Láctea, y qué tal si me
dice:
Aquí te quedas.

El poema está “arriba” y puede
enseñarme cualquier cosa.

Puede enseñarme a abrir una
ventana
y atravesar mi hogar entre leyendas.
Puede casarse un rato consigo
mismo.

Mi padre está “abajo”, cargando un
olivo de mil años
que no pertenece al Este ni al Oeste.
Dejen que descanse un rato de los
conquistadores,
que me dé ternura y recoja para mí
lirios y azucenas.
De ¿Por qué dejaste solos los caballos? (1995).

Estas “aproximaciones” a sus poemas (en el sentido que propone José Emilio Pacheco) están hechas a partir de las versiones inglesas de Munir Akash, Carolyn Forché, Sinan Antoon y Amira El-Zein.

Traducción: Hermann Bellinghausen

 
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