Usted está aquí: martes 19 de agosto de 2008 Opinión Itacate

Itacate

Cristina Barros y Marco Buenrostro
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■ Confituras y conservas

En la época prehispánica se hacían en México diversos dulces con miel de abeja y con miel de maguey. Del aguamiel fermentado se obtenía vinagre; las mieles se concentraban hasta que una parte se cristalizaba en azúcar.

Algunos de estos dulces se vendían, por ejemplo, en el mercado de Tlatelolco; tal era el caso de la calabaza en miel y el de las que hoy llamamos alegrías, en las que se aliaba el amaranto reventado con miel.

Los españoles, por su parte, traían una rica herencia dulcera, pues los ocho siglos de dominación árabe dejaron honda huella en éste como en otros muchos aspectos culturales y científicos.

Entre los libros escritos en la época en que llegaron los peninsulares, Manuel Martínez Llopis destaca Los quatro libros del arte de la confitería, de Miguel de Baeza, escrito en 1592. El autor es originario de una población que guarda la tradición de la dulcería: Toledo.

El primer libro está dedicado al cultivo de la caña de azúcar en España y en las colonias. También se dedica al proceso de producción del azúcar en sus distintas modalidades.

Los siguientes tres libros tratan de los diferentes tipos de dulces que se elaboraban: confituras, grageas y canelones; conservas como el calabazate, la cidra (entonces llamado acitrón o deacitrón) y las jaleas. Finalmente se refiere al alfeñique, caramelos, mazapanes, turrones, alcorzas, alajués y bizcochos en su acepción de panes de dulce finos.

Un libro que tuvo gran influencia en México fue Arte de cocina, pastelería, vizcochería y conservería, de Francisco Martínez Montiño, cocinero de la corte de Felipe III. En este Itacate hemos dado cuenta de cómo los recetarios manuscritos del siglo toman recetas de este libro; es el caso del Manuscrito Ávila Blancas (1999), editado por el restaurante El Cardenal, y de los Quadernos de Cosina de Barios Guisados, publicados por Fundación Herdez (2007).

Fue timbre de honor de las amas de casa dedicar largas horas a elaborar los más delicados dulces de mano y de platón. La necesidad de preservar los alimentos, sobre todo durante el invierno, hacía indispensable conservar las frutas en almíbar, en mermeladas y en jaleas. Flores como las del romero, así como los claveles y las rosas, también se cristalizaban y conservaban.

No todo se hacía en casa; un personaje importante en la época colonial fue el confitero. Fue un oficio respetado; los confiteros se ubicaban en distintos puntos del centro de la ciudad, como puede verse en los planos elaborados por Jorge González Angulo en Artesanado y ciudad a fines del siglo XVIII. Compartían el espacio urbano los practicantes de un oficio afín: los pasteleros.

 
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