Usted está aquí: miércoles 20 de agosto de 2008 Política México como secuestro

Arnoldo Kraus

México como secuestro

México, dice la organización no gubernamental IKV Pax Christi, ocupa el primer lugar en el número de secuestros a escala mundial. Terrible noticia, doloroso deshonor. La veracidad de la información es cruda y real. Ha conseguido que voces tan dispares como la de Felipe Calderón y la de Marcelo Ebrard consideren que los secuestros, la violencia y la inseguridad se conviertan en materia urgente dentro de sus obligaciones y prioridades. A ellos se han unido y se unirán muchas figuras públicas de nuestra nación. No es para menos. Mañana nuestros políticos van a Palacio Nacional. Hablarán. Nosotros esperaremos. Seremos, como siempre, los Godot mexicanos.

Se repite, con razón, que la educación, la vivienda y la salud son bienes indispensables y obligaciones del Estado hacia sus ciudadanos. Ahora debe agregarse a ese listado la seguridad como compromiso. A diferencia de las otras cualidades, cuya presencia o ausencia es obvia, la seguridad no era, hasta hace algunos años, tema de discusión cotidiana. Los políticos mentían diciendo que combatirían las muertes por inanición, pero no enlistaban dentro de sus discursos efectistas el combate contra la violencia. Ahora todos van a Palacio Nacional. Hablarán de los secuestros. Nosotros esperaremos. Seremos, no me aburro de repetir, el Godot, de Becket: nunca llega quien debe llegar.

El miedo, la desconfianza hacia los políticos y la policía, la violencia callejera y la presencia de la industria del secuestro han hecho que la seguridad, incluso de los más desprotegidos, ocupe lugar preminente en la conciencia de la vida cotidiana. Secuestro y violencia, no como enfermedad, sino como epidemia, se han adueñado de las primeras páginas de muchos rotativos nacionales e internacionales; se han apoderado de la conciencia del vivir de la ciudadanía mexicana. Conciencia dolorosa que se paga con angustia y con dinero. Conciencia que debería ser inconsciencia. Caminar por las calles con temor es anormal. Caminar con miedo es legado de nuestra clase política.

La angustia se comparte. Los ciudadanos la vivimos por la certeza de la inseguridad y los políticos porque su prestigio se cuestiona. Los gastos también corren por caminos paralelos. Las familias sufren lo indecible hasta lograr acuerdos con los secuestradores mientras que los políticos-policías invierten cifras millonarias, seguramente del erario nacional, para contratar guardaespaldas y comprar armamentos. (Imposible no abrir este paréntesis: he preguntado en muchas ocasiones en qué rubro hacendario quedan inscritos los guardaespaldas que cuidan a los políticos y a los empresarios y nunca he obtenido respuesta. La cifra ahí invertida debe ser elevada. Podría utilizarse, pienso, para cuidar a la ciudadanía.)

El secuestro se ha convertido en epidemia. Las epidemias son contagiosas. La del miedo por ser secuestrado y/o asesinado en la calle, no por atropello o por terremoto, sino por deambular en las calles calderonistas o ebrardistas es nefanda y vigente. Ni siquiera la tradicional inmunidad de nuestra clase política los ha protegido. Sendas declaraciones y vistosos desplegados en los periódicos dan cuenta del contagio.

Calderón, Ebrard y casi todos nuestros políticos están preocupados. Deben haber leído lo que se dice de su nación y de su ciudad en el mundo; les deben haber informado de las esquelas en los periódicos. Esas noticias, lo saben, son sólo la punta del iceberg. Nadie confía en la justicia mexicana. Como signo de inteligencia, es probable que ellos desconfíen tanto de nuestra justicia como el uno desconfía del otro, y como nosotros desconfíamos de ellos. Partiendo de esa premisa podrían sanear un poco las calles y paliar el miedo que nos habita. Partiendo de las descalificaciones que se prodigan deberían criticar lo que hacen y lo que no hacen.

No recuerdo en cuál película –palabras más, palabras menos– dice el hijo del actor principal: “entre los ladrones y la policía confío más en los primeros por su sinceridad”. A ese guión, que transcurre todos los días, en todas las calles, y en todos los tiempos del PRI, del PAN y del PRD agrego que aunado al malestar contra el cuerpo policial camina, imparable, una perturbadora desconfianza hacia la clase política. Como en tantas otras circunstancias, en México la realidad copia y supera la ficción. Gracias a la corrupción, a la impunidad y a los yerros de nuestros presidentes las películas detectivescas de Hollywood son, en México, palmaria realidad.

Hace muchos años escribí un artículo intitulado: “Adiós a la calle”. Repasaba la cruda verdad en la que se había convertido la ciudad de México y lamentaba que muchos niños ya no tenían la oportunidad de hacer de las calles su casa. Esa premonición crece sin coto. Hoy, aunque duele, preocupa distinto la escasa oportunidad de jugar en las calles. Esa preocupación ha sido remplazada por los secuestros y por la violencia.

Mi desconfianza hacia los políticos es nauseabunda, incurable e infinita. Me encantaría equivocarme. Mi esperanza es que las náuseas y la desconfianza que se profesan Calderón, Ebrard y anexas devenga acciones positivas.

 
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