Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 31 de agosto de 2008 Num: 704

Portada

Presentación

Bazar de asombros
HUGO GUTIÉRREZ VEGA

Memoria de Tréveris
ESTHER ANDRADI

Dos poemas
MARKOS MESKOS

Hugo Gutiérrez Vega, poética del peregrino
LEÓN GUILLERMO GUTIÉRREZ

La estación de Catulo
RICARDO VENEGAS entrevista con JOSÉ ÁNGEL LEYVA

Despedida
ALEJANDRO AURA

Alejandría o la biblioteca improbable
GUSTAVO OGARRIO

El Vaticano en la red:
Urbi et interneti

RICARDO BADA

Columnas:
Mujeres Insumisas
ANGÉLICA ABELLEYRA

Paso a Retirarme
ANA GARCÍA BERGUA

Bemol Sostenido
ALONSO ARREOLA

Cinexcusas
LUIS TOVAR

La Jornada Virtual
NAIEF YEHYA

A Lápiz
ENRIQUE LÓPEZ AGUILAR

Artes Visuales
GERMAINE GÓMEZ HARO

Cabezalcubo
JORGE MOCH


Directorio
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Ana García Bergua

La muerte y los impuestos

Siempre he sido partidaria de pagar los impuestos. Me parece que, junto con el voto, corresponde a las acciones de que dispone un ciudadano para participar en su sociedad y exigir a los gobernantes que rindan cuentas de las medidas que –dicen– toman en aras del bien común. Este año, nuestro rozagante secretario de Hacienda nos asestó un impuesto más, que eleva prácticamente al cuarenta por ciento de nuestros ingresos lo que los sufridos aspirantes a ciudadanos (y no sólo los empresarios) debemos entregar al tesoro patrio, cosa que, francamente, ya duele. Además del codo –es muy desalentador laborar pensando que casi la mitad del esfuerzo irá a parar a ese lejano reino llamado Secretaría de Hacienda–, duele cuando nos ponemos a pensar en los servicios públicos que recibimos tras entregar impuestos como de primer mundo. ¿Pues qué recibimos a cambio de pagar tantos impuestos los valientes aspirantes a ciudadanos que, por otro lado –admitámoslo–, ya no nos podemos escapar de ellos? Para empezar, basura y baches en todas partes, cosa que sería lo de menos. Uno paga impuestos y lo hace de corazón, porque, entre otras cosas, los impuestos sirven para que tengan servicios públicos de salud quienes no pueden pagar un médico particular o un hospital privado (bueno, eso casi nadie), para que haya educación gratuita y, por ejemplo, cuerpos policíacos que nos protejan de tanto narco y secuestrador que pulula por ahí –ya sé que es una manera bastante liviana de hablar de algo que, por lo que leemos en los diarios, se parece en la cantidad de muertos a la guerra de Irak, pero bueno. Estas tres últimas cosas, no hace falta decirlo, últimamente dejan mucho que desear: los maestros reprueban los exámenes, las colas en los hospitales públicos son infinitas y los policías cuyo salario –exiguo en muchos casos– pagamos, nos asaltan o cosas peores. También pagamos otro impuesto, que es el pequeño óbolo consuetudinario a los miles de desempleados que en los altos frotan los cristales de los autos, o colocan cubetitas en las aceras o venden cosas de procedencia taiwanesa. Los sueldos de los altos funcionarios, huelga decirlo, son una divinidad. ¿Y si nos dieran a todos chamba de funcionario? Ya la hicimos. Las campañas dirían: México, un país de funcionarios.

¿Y esto, Tarabana, no hay también algo parecido al robo en el simple hecho de que acepte yo ese dinero que tú me traes?

Depende, hombre, depende… Axkaná, por ejemplo, diría que sí, pero Axkaná es hombre de libros. Yo, que vivo sobre la tierra, aseguro que no. La calificación de los actos humanos no es sólo punto de moral, sino también de geografía física y de geografía política. Y siendo así, hay que considerar que México disfruta por ahora de una ética distinta de las que rigen en otras latitudes. ¿Se premia entre nosotros, o se respeta siquiera, al funcionario honrado y recto, quiero decir al funcionario a quien se tendría por honrado y recto en otros países? No; se le ataca, se le desprecia, se le fusila. ¿Y qué pasa aquí, en cambio, con el funcionario falso, prevaricador y ladrón, me refiero a aquel a quien se calificaría de tal en las naciones donde imperan los valores éticos comunes y corrientes? Que recibe entre nosotros honra y poder, y, si a mano viene, aun puede proclamársele, al otro día de muerto, benemérito de la patria. Creen muchos que en México los jueces no hacen justicia por falta de honradez. Tonterías. Lo que ocurre es que la protección a la vida y a los bienes la mayoría la imparten aquí los más violentos, los más inmorales, y eso convierte en una especie de instinto de conservación la inclinación de casi todos a aliarse con la inmoralidad y la violencia. Observa a la policía mexicana: en los grandes momentos siempre está de parte del malhechor o es ella misma el malhechor. Fíjate en nuestros procuradores de justicia: es mayor la consideración pública de que gozan mientras más son los asesinatos que dejan impunes. Fíjate en los abogados que defienden a nuestros reos: si alguna vez se atreven a cumplir con su deber, los poderes republicanos desenfundan la pistola y los acallan con amenazas de muerte, sin que haya entonces virtud capaz de protegerlos. Total: que hacer justicia, eso que en otras partes no supone sino virtudes modestas y consuetudinarias, exigen en México vocación de héroe o de mártir.

Esto último no lo escribí yo, brincos diera. Es La sombra del caudillo, de Martín Luis Guzmán, de 1929. ¿Qué tanto habremos cambiado?