Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 31 de agosto de 2008 Num: 704

Portada

Presentación

Bazar de asombros
HUGO GUTIÉRREZ VEGA

Memoria de Tréveris
ESTHER ANDRADI

Dos poemas
MARKOS MESKOS

Hugo Gutiérrez Vega, poética del peregrino
LEÓN GUILLERMO GUTIÉRREZ

La estación de Catulo
RICARDO VENEGAS entrevista con JOSÉ ÁNGEL LEYVA

Despedida
ALEJANDRO AURA

Alejandría o la biblioteca improbable
GUSTAVO OGARRIO

El Vaticano en la red:
Urbi et interneti

RICARDO BADA

Columnas:
Mujeres Insumisas
ANGÉLICA ABELLEYRA

Paso a Retirarme
ANA GARCÍA BERGUA

Bemol Sostenido
ALONSO ARREOLA

Cinexcusas
LUIS TOVAR

La Jornada Virtual
NAIEF YEHYA

A Lápiz
ENRIQUE LÓPEZ AGUILAR

Artes Visuales
GERMAINE GÓMEZ HARO

Cabezalcubo
JORGE MOCH


Directorio
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Hugo Gutiérrez Vega,
poética del peregrino

León Guillermo Gutiérrez

El desierto tiene una relación intrínseca con la poesía, los dos son territorios que brillan bajo un sol deslumbrante. En el desierto y en la poesía la condición de soledad es el estado necesario y propicio para que en ambos se manifieste la grandiosidad de su geografía. El origen mítico de los huicholes es Wirikuta, el desierto donde nació el sol y que dio forma al mundo. Para ellos el desierto es un espacio sagrado, un gran templo que se debe bendecir y proteger. Para el poeta el lenguaje es el ámbito sacro que se debe preservar, del que nace y toma forma el poema, el templo es la poesía.

Sin lugar a dudas la palabra peregrino es una de las más emblemáticas del misticismo de todos los tiempos y de las diversas religiones. El peregrino simboliza el viaje terrenal del hombre que, despojado de todo bien material, vence los obstáculos del camino que lo llevarán al destino que por devoción eligió. Las tierras de este singular caminante nunca serán propias ni las mismas. El viajero que emprende la peregrinación sabe que está expuesto a grandes contratiempos y, en su andar solitario, la fe es el estandarte y el escudo que lo guía. La meta del peregrino es la purificación. El desierto como la poesía ha sido el espacio propicio donde los caminantes encuentran su casa natural que es el viaje, errar en las doradas dunas de arena, en el misterio y deslumbramiento del poema.

En el Génesis leemos: “La tierra no tenía forma ni contenía nada; negra oscuridad cubría la faz del abismo y el espíritu de Dios se cernía sobre las aguas. Y Dios dijo: ‘Que haya luz, y hubo luz.'” Así también, leer las Peregrinaciones. Poesía reunida (1965-1999), de Hugo Gutiérrez Vega, nos produce la sensación de estar leyendo la bitácora de un viaje que en un principio no tenía forma, y que por obra del lenguaje del escriba se convertirán en verdadera luz creadora.

Hugo Gutiérrez Vega ha titulado Peregrinaciones a la reunión de los catorce libros de poesía que ha publicado y que a su vez son el diario de su triple itinerario; el primero, su andar por las más diversas tierras de los cuatro puntos cardinales; el segundo, su paciente laboriosidad con que ha meditado y escrito su poesía, paso a paso, sin prisas; y el tercero y último, el del caminante que al final del viaje se ha purificado por obra de la poesía en palabras de nostalgia, testimonio, crónica, vaticinio, amor, luto, pruebas de su peregrinaje.

A un poco más de cuarenta años de su primer libro, quisiera volver a la estación de donde salió el joven poeta y recorrer junto con él el viaje iniciático. Me refiero a su primer libro, Buscado amor (1965), en el que dibuja con precisión los futuros paisajes de su largo y espléndido viaje poético, lo que nos lleva a intuir que el poeta-peregrino inició ambos viajes (poético y terrenal) con la seguridad de quien sabe que lleva el equipaje justo. El poeta no sólo nos invita, nos toma de la mano y nos conduce a un periplo que inicia con su primer poema de juventud, donde la luz se abre nombrando el amor y en las palabras se cierne el espíritu del poeta, quien sabiendo que todo está por ser creado comienza en la mañana. Joven sabio que intuye que en ese camino estará solo, dice a los montes, sus únicos testigos: “Este nombre,/ hoy viernes de otoño,/ dicho ante los montes,/ estas palabras/ lentamente/ deletreadas…”

El poeta también descubre la noche, pero no la de las tinieblas; la suya es la noche incendiada: “Ese grito en la entraña de la noche/ oyes amor,/ los pájaros del alba.”

La juventud florece, madura, y con ella la fortaleza y el ímpetu rotundo que nos hace invencibles, porque ciegos no miramos las heridas que llevamos dentro, que el tiempo convertirá en llagas. La soberbia y el orgullo de saberse joven, hacen que el poeta proclame: “La persistencia de la lluvia/ no impedirá que lleguemos a nuestras casas/ que el tiempo apenas ha tocado.”

Y efectivamente, ese tiempo ilumina y asombra todos los sentidos, ávido el poeta todo lo siente y todo lo nombra: “El ruidito de polillas incansables, las manchas de la humedad, la pintura y los agujeros de la pared, la barriga caliente, los órganos sexuales encogidos, los pies caídos sobre la madera, las piernas delgadas y ágiles que corren sobre el viejo pavimento cubiertas por una faldita corta.”

Chesterton decía que un “hombre que no lleva en sí una especie de imagen soñada de sí mismo es tan monstruoso como un hombre sin nariz”. Seguro estoy que Hugo Gutiérrez Vega, desde su querido Lagos de Moreno, construyó su imagen soñada: poeta y trashumante. En el primer poema: “Madrigal pensativo”, encontramos veladamente una forma de arte poética: “Decir un nombre, lentamente/ sin prisa,/ dejarlo entre los labios/ y madurarlo/

para que perdure./ Ha habido otras mañanas/ como ésta,/ otros días ya arrumbados/ y otros nombres ya dichos,/ pero dichos de prisa,/ sin que puedan/ entregar su sabor,/ sin que la boca/ les arrebate el aire.”

La poesía de Hugo Gutiérrez Vega está hecha de “palabras lentamente deletreadas”. Poesía para decirla en voz alta, desde los labios, donde se madura la palabra que realmente permanece. El poeta, consciente de que es un eslabón más en la tradición poética, y que más de una, ya pretérita, ha sido arrumbada en los trebejos inservibles, invoca a la meditación y a un ejercicio sin prisas para que la poesía se convierta en una verdadera entrega. El poeta y la palabra se funden en el lenguaje que la boca arrebata al aire.

Varios son los elementos que circundan y sitian este primer libro, elementos que forman la estructura y pilares de una obra poética arquitectónica. Gutiérrez Vega, al igual que el brasileño Joao Cabral de Melo Neto, previamente formuló cada uno de los trazos, diseñó con cuidado los planos, y sobre todo, eligió el material de puertas, ventanas, techos y pisos de lo que con el tiempo sería su propia y única casa, su poesía. En este su primer libro, el basamento lo integra un grupo de hermosos poemas de amor, de amor intenso, genuino, en que cada palabra estrecha el abrazo puro de los amantes, sin importar la distancia o el inmenso océano que separa los cuerpos.

Como segundo elemento nos encontramos el inicio de su peregrinaje terrenal; el quinto poema ya está escrito en Roma, me imagino que transcurre el año 1965, el mismo en que entabla amistad con Rafael Alberti, quien en la primavera de ese año escribiría sobre Hugo Gutiérrez Vega: “Hermosa voz, a veces desolada/ y a tientas, aunque siempre/ capaz de volver clara, pura y joven/ del más hondo desierto.”


Fotos: archivo La Jornada

El exilio del poeta jalisciense es a la vez el puerto que lo ancla al mismo lugar, si bien es cierto que desde niño sus ojos se acostumbraron al cambio de paisajes, en su mente sólo dio cabida a uno solo, el de la casa de la infancia. Además de Roma, en este libro se encuentran París, Dover, el Río Sena, Grecia y sus islas. Pero el poeta no emprende un viaje solitario, se hace acompañar en el homenaje, las citas y dedicatorias de Apollinaire, Novalis, Berman, Pablo Picasso y sus amigos: Ignacio Arriola, Jorge Galván y Salvador Alcocer. Estos nombres con el tiempo se multiplicarán en una inmensa galería de afinidades, recuerdos, querencias, gratitudes e invocaciones. Creo que este es uno de los hallazgos en la poesía de Gutiérrez Vega, poeta que no grita y magnifica la condición de soledad del hombre, peregrino sereno, que decide dialogar, escuchar, recordar y hacer de su poesía una polifonía de voces. No se trata de una mesa redonda, ni de una fiesta donde las palabras a medio decir son arrebatadas por otras palabras también incompletas. Es un viaje en donde el poeta a veces camina meditabundo, otras se deja vencer en la contemplación de cielos y sombras nocturnales. Las voces que invita son aquellas que son producto de largas horas de lecturas, de diálogos con otros viajeros, voces de camaradería, de intensos afectos, y que juntos son el pan y el vino que toma en donde hace posada. De este peregrinaje dice Carmen Villoro:

Con el asombro como único boleto y el equipaje de los sentidos abiertos accedemos a la luz de Samarcanda, nos sentimos frágiles ante el vendaval y la tormenta sobre las piedras inmortales de Plascencia, nos quemamos de frío bajo el sol de Gredos. Ya vamos de Irán a Tlayacapan, a veces en alfombra mágica, a veces “desplegamos las velas más altas/ y zarpamos, esperando un naufragio más profundo.” La nostalgia nos alcanza en Castilla, algo de las cúpulas de la ciudad de Soria nos recuerda una torre “encendida en el aire de Jalisco” (Quizá sea la de San Julián). Córdoba y Tormelloso, Salvador de Bahía, el barrio de Georgetown en la ciudad de Washington o una pequeña iglesia en el campo de Bizancio son los paisajes que el poeta nos ofrece.

Y más adelante agrega: “No hay como tocar el milagro, como caminar apisonando la tierra de la lejanía; nada como respirar el aullido de la lluvia. Es un viaje que se hace con el cuerpo y con el alma.”

El tono de la poesía de Gutiérrez Vega no es altisonante, de irreverencia, ni tampoco de pálidos matices; equilibra la tesitura en una voz acompasada, no solemne, aunque unas veces es tan grave que las palabras saltan del papel. En un tono narrativo nos da muestra de su habilidad descriptiva, elabora extraordinarios retratos de ciudades, rostros, paisajes, climas. Entre líneas nos comparte su gusto cinematográfico, sus meditaciones sobre el hombre y el tiempo, su ira en contra de la guerra, la búsqueda de su propia voz, la intensidad y arrebato de su amor joven, la nostalgia de la infancia, su lectura del gran Villaurrutia, de su entrañable Francisco González León, y su poeta de cabecera, don Ramón López Velarde. No obstante, la palabra “ciudad” parece inundar todo el libro. Esta palabra es la llama que da calor, que incendia e ilumina el libro. Ciudad siempre distinta y siempre la misma ¿Será la condición del poeta y su voz?: “No es la misma ciudad/ pero son las mismas calles,/ las mismas sombras jadeantes y pesadas,/ la misma música que lucha con las luces,/ la misma sucesión de imágenes rotas/ en los charcos,/ y el mismo paso de la juventud sorprendida…”

El poeta toma el estandarte de una nueva generación cuya niñez y adolescencia estuvo impregnada por la segunda guerra mundial, y la juventud por los nuevos vientos de libertad donde el poeta se coloca en el centro del poema. Irredento, como todo poeta joven, cierra el libro con la proclama: “Somos la nueva voz,/ el polvo nuevo/ de la palabra antigua.”

La “nueva voz” con el tiempo se consolidaría como una generación prominente, integrada además de Gutiérrez Vega, por José Carlos Becerra (1937), Isabel Fraire (1934), Juan Bañuelos (1932), Gabriel Zaid (1934), Francisco Cervantes (1938), Oscar Oliva (1938), Jaime Labastida (1939), José Emilio Pacheco (1939), Guillermo Fernández (1934), Jaime Augusto Schelley (1937), Marco Antonio Montes de Oca (1932), y Thelma Nava, entre otros.

Esta generación trae consigo una zaga extraordinaria. Les antecede el gran movimiento hispanoamericano de las vanguardias, que daría una de las más grandes poesías en español, la generación española del '27, y en México, el grupo de Contemporáneos. Más cerca aún están Octavio Paz (1914-1998), Efraín Huerta (1914), Alí Chumacero (1918), Rubén Bonifaz Nuño (1923), Rosario Castellanos (1925) y Jaime Sabines (1925). Sin embargo, en este su primer libro, Gutiérrez Vega abrevó también en otras fuentes, sus paisanos Francisco González León (1862) y Alfredo r . Placencia (1875), Ramón López Velarde (1888-1921), a quien bautizara como el “padre soltero de la poesía mexicana”, además de su atenta lectura de los poetas ingleses, griegos y brasileños. Monsiváis ha dicho de su poesía: “La ironía, que se entrevera con la timidez romántica, es una forma de piedad, y el autoescarnio una manera de suspender los juicios para dejarle libre juego a la añoranza, a la serenidad de la desesperación.”

El Apocalipsis , último libro del Nuevo Testamento, dice: “Luego contemplé un cielo nuevo y una tierra nueva porque el cielo anterior y la tierra de antes habían desaparecido, y ya no había mar.” Si en el primer poema, el poeta está de frente a los montes, en el último se encuentra solo y a resguardo dentro de la casa, porque sabe que el cielo anterior y la tierra de antes han desaparecido: “Desde la ventana veía/ una pequeña asamblea/ de pájaros azules/ anunciando el fin del otoño./ Estaba solo en la casa del bosque/ y sentía, podía sentir,/ cómo el corazón se agitaba en el pecho,/ mientras los pájaros despedían la estación/ y ya caminaba el invierno.”

En el primer libro de poesía de Gutiérrez Vega, asistimos a un viaje por aire, donde se fincan los sueños y los deseos; por barco, porque “En el mar, uno y todos, está el hombre”, y en el ferrocarril que nos afianza a la tierra, para sembrar las semillas de nuestros árboles y a donde desnudos volveremos.

En el Nuevo Testamento leemos que Jesús, conducido por el Espíritu Santo, permaneció cuarenta días en el desierto y venció las tentaciones del diablo diciendo: “Está escrito: Adorarás al Señor tu Dios y sólo a él darás culto. ” Hugo Gutiérrez Vega, guiado por su voz de poeta-peregrino, durante más de cuarenta años ha rendido veneración al lenguaje como espacio sagrado donde nace el poema y el polvo nuevo de su poesía. Polvo deslumbrante como el sol del desierto.