Usted está aquí: martes 2 de septiembre de 2008 Opinión 2 dianas 2

José Blanco

2 dianas 2

No son muchas las ocasiones en que es posible reconocer, aplaudir y regocijarse de decisiones tomadas por las instituciones mexicanas, tan vulnerables, o inmaduras, o corruptas, o ignorantes (me refiero a sus miembros, naturalmente). En medio de la espeluznante cotidianidad de los decapitados y los crímenes de toda índole, dos certeros lances dan en el blanco y empujan unos cuantos pasos hacia adelante nuestra ofuscada vida social, y nos traen una agradabilísima ráfaga de aire fresco.

Uno, el relativo a la despenalización del aborto; el otro –que extrañamente casi pasa inadvertido en los medios–, la reforma al Código Civil del Distrito Federal en lo relativo a las condiciones del divorcio.

Desde una mirada de gran angular, la historia humana puede ser leída como una interminable –y afortunadamente incansable– lucha por la libertad. En ambas reformas hablamos de avances en la libertad de las personas nacidas en México.

Ocho de los once ministros de la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN) consideraron, con base en la Constitución política que nos rige, y con base en la razón, la racionalidad y el conocimiento, que deben prevalecer las modificaciones al Código Penal y la Ley General de Salud del Distrito Federal, sobre la despenalización del aborto.

En un acto de falta de respeto a los ciudadanos que no comulgamos con las creencias del cardenal Norberto Rivera Carrera, hizo éste repicar campanas como protesta a una decisión de una de las instituciones fundamentales del Estado. Quienes estamos de acuerdo con la decisión de la SCJN nos alegramos por ella, pero no podemos ni debemos verla como un triunfo sobre los antiabortistas. Sólo se han creado las condiciones coherentes que siempre debieron prevalecer en un Estado laico: que los creyentes procedieran como les dicta su conciencia, y que los no creyentes, así como aquellos creyentes que no comulgan con la “doctrina” de la Iglesia, procedan de la misma manera: conforme a su conciencia.

Estamos ahora en situación de igualdad. Nos hemos quitado de encima la bota de la decisión de los creyentes sobre los que no lo somos; hemos ganado en libertad. Cada uno, sobre todo, cada una, podrá obrar conforme a su conciencia: eso es igualdad de derechos. Estamos ciertos de que los derechos han sido creados para las personas, y que el cigoto no es una persona. Los creyentes tienen su propia libertad y pueden creer lo que deseen.

La decisión del 26 de agosto de la Asamblea Legislativa del Distrito Federal (ALDF), en relación con la reforma al Código Civil, es otro acto a favor de la libertad. Ese día, los largos, amargos, tortuosos, a veces crueles procesos de disolución del matrimonio pasaron a la historia; no más “causales” de divorcio; basta la voluntad declarada de una de las partes.

La ALDF aprobó modificaciones al Código Civil del Distrito Federal que permite al esposo o a la esposa divorciarse sin tener que expresar y demostrar al juez la causa por la que desea hacerlo.

El presidente de la Comisión de Justicia lo explicó con total sencillez: “el divorcio deberá concederse con la simple alegación de no querer seguir casado porque esto demuestra que ya no existe voluntad... deberá darse cuando se alegue no querer continuar con el matrimonio, debiéndose acreditar y adjuntar un convenio”.

Ahora cualquiera de los cónyuges podrá llegar ante un juez familiar y solicitarle la separación. Con la petición, deberá presentar un convenio para la custodia de los hijos, la pensión alimentaria y la repartición de bienes. Si ambos están de acuerdo en el convenio, la disolución del vínculo matrimonial se dictará de inmediato. De no existir acuerdo, el juez llamará a una sola audiencia antes de dictar la sentencia de divorcio, que será favorable a quien solicitó el divorcio y que será emitida en un plazo máximo de 10 días.

Si las diferencias entre los esposos continúan podrá darse un litigio, pero únicamente respecto a pensiones, custodia de los hijos menores y reparto de los bienes, no respecto del divorcio mismo.

Si no fuera por la brutalidad del contexto, se diría que éste es un país civilizado. Las miles de historias de escarnio, de agresiones, de maltratos, que podían llegar hasta el asesinato, tejidas alrededor de la separación de una pareja que ya no lo era más, constituyen una historia negra como la de la santa pederastia. Causaba conturbación, azoro, pena inmensa ver que dos personas normales fueran capaces de llenarse de inquina y de odio extremos, e intentar causar los peores daños posibles a su “enemigo(a)”, todo condicionado por un lazo jurídico férreo absurdo.

Matrimonio o disolución del mismo son dos actos de libertad individual y de libertad equivalente.

Vivir amarrados por una ley que ponía mil obstáculos para desatar ese nudo que una de las partes o ambas no quería más, era una condición cavernícola. Sólo servía, además de causar sufrimientos sin fin a las partes, para que a veces abogados inescrupulosos o jueces corruptos medraran a costa de la tragedia que una desdichada ley (grillete gratuito y descabellado) imponía a un adulto que no deseaba ya vivir jurídicamente amarrado a otra persona. Ojo, congresos locales, es hora de avanzar todos por la misma ruta.

 
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