Usted está aquí: jueves 4 de septiembre de 2008 Sociedad y Justicia Navegaciones

Navegaciones

Pedro Miguel
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■ Notas de viaje/ II

Las primeras de las célebres catacumbas de París fueron construidas en tiempos de la invasión romana a las Galias. Las estrechas y largas galerías eran resultado de la extracción de la piedra calcárea y el aljez utilizados en la construcción primigenia de Lutecia. En el XVI, además de mineros, merodeaban por los túneles bandidos de toda suerte, contrabandistas y cazadores plebeyos de conejos, perseguidos por violar la veda de la cacería, privilegio que el rey otorgaba a los aristócratas. A lo largo de 18 siglos el subsuelo de la ciudad fue regularmente agujerado hasta que, en el XVIII, el suelo empezó a ceder en algunos puntos. Se prohibió entonces sacar más piedra y se empezó a consolidar los túneles ya perforados, cuya humedad y oscuridad fueron aprovechadas, a mediados del XIX, para cultivar champiñones. Algunos pasajes fueron temporalmente acondicionados como bodegas o salas de descanso para los obreros que edificaron el Metro, y posteriormente, en el XX, como refugios antiaéreos, hoy sellados por gruesas puertas blindadas. El dédalo subterráneo, situado a una profundidad promedio de 20 metros, es tan intrincado que en tiempos de la revolución francesa el portero del hospital militar de Val-de-Grâce, un tal Philibert Aspairt, penetró en él con la intención de llegar hasta la cava del convento vecino para apoderarse de unas botellas de chartreuse. El infortunado se perdió en las galerías y no fue hallado sino hasta 11 años más tarde, ya bastante difunto. Lo enterraron en el mismo recodo en el que se encontró su cadáver.

Actualmente, la mayor parte de los 600 kilómetros de galerías permanecen cerrados al público y quien se adentre en ellos (a través de pozos, horadando las cavas de los edificios habitacionales, por conexiones ignoradas entre las catacumbas y los túneles del Metro o del drenaje, o bien violando rejas de clausura) se arriesga a pagar una multa y a recibir un citatorio de la policía. Pero hay innumerables datos (algunos serán meras leyendas urbanas) que apuntan a la existencia de visitantes o habitantes furtivos de las catacumbas: catafílicos puros y respetuosos del entorno, que disfrutan la mera estancia en los corredores subterráneos; fugitivos de la justicia; “góticos” urbanos o simples vándalos grafiteros. En los años ochenta del siglo pasado escuché algo sobre un grupo de necrófagos y/o necrófilos quienes, a través de las catacumbas, llegaban hasta el subsuelo de cementerios como Père Lachaise y horadaban el techo de los túneles para alcanzar, por abajo, las criptas, y en ellas, el objeto del deseo (o del apetito), un poco a la manera en que los topos se roban las zanahorias de una huerta. Lo cierto es que en esa época se desató una verdadera epidemia de saqueos y pillajes en los camposantos parisinos (era frecuente ver en ellos lápidas destripadas a martillazos) y que, poco antes del cierre de los recintos, guardias con metralleta y acompañados por perros asesinos recorrían meticulosamente los cementerios para cerciorarse de que nadie permaneciera allí durante la noche.

La visita a la parte prohibida de las catacumbas es una experiencia al mismo tiempo estresante, relajante e intrigante, en la que igual se encuentra un fósil de bicho cámbrico incrustado en una piedra calcárea que la talla basta de una gárgola realizada sabrá Dios cuándo, que un acueducto construido en tiempos de los Médicis, que un grafiti del periodo de Mitterrand, que la caricatura de un soldado alemán, dibujada a lápiz sobre la piedra por un combatiente anónimo de la resistencia contra los nazis, que un condón de la semana pasada. Algunos pasajes han sido bautizados con nombres como Bizancio, Sala del Castillo, Sala del Dragón, Escalera de Cristal, Sala de las Esculturas, Pasaje de los Druidas, Piano Bar...

Poco antes de la muerte de Aspairt, el Consejo de Estado aún monárquico ordenó la evacuación del Cementerio de los Inocentes, que llevaba 10 siglos de uso ininterrumpido y padecía una sobrepoblación mucho más insalubre que los hacinamientos de los vivos, con el agravante de que, en general, los difuntos permanecen en este mundo más tiempo: una persona viva difícilmente habitará un sitio más de siete décadas, pero no es extraño que, muerta, permanezca tres siglos, o 10, sin moverse de la tumba. Se decidió entonces evacuar a los finados y reubicarlos en un pequeño tramo de las catacumbas previamente bendecido y consagrado que pasó a llamarse, con toda propiedad, Osario Municipal. La mudanza se prolongó dos años (1786-1788) en los que fueron habituales unas curiosas procesiones nocturnas: al ritmo del Oficio de Difuntos cantado por sacerdotes solemnes, los despojos eran transportados, ahora sí a su última morada (y eso, ya veremos), en carretillas cubiertas con velos negros. El gran desmadre de los años siguientes no impidió que el desalojo se extendiera al resto de los camposantos y templos parisinos y que unos seis millones de esqueletos terminaran apilados en el osario.

Para la magnitud de la tarea, el orden es razonable: las grandes pilas de huesos están formadas por capas de tibias, fémures y húmeros, con hileras de cráneos intercaladas, y se deja la parte superior del amontonadero para omóplatos, quijadas inferiores y costillas. Los despojos están acomodados en nichos gigantescos, marcados por inscripciones en piedra que indican su procedencia. En alguna parte de esta Estigia abierta al turismo se encuentra lo que queda de Molière, de La Fontaine, de Rabelais, de Perrault, de Danton, de Robespierre, de Colbert y de muchos otros personajes luminosos o terribles.

Es deprimente y, al mismo tiempo, tranquilizador. Los despojos han sido fijados a su sitio con cemento, debido a la inclinación de los visitantes a llevarse pequeños recuerdos en la mochila. Los misterios del más allá se desfondan ante la aplastante monotonía de kilómetros de calaveras apiladas, todas iguales, por más que los anatomistas, los forenses y los antropólogos físicos sean capaces de descubrir muchas diferencias sutiles y mayores entre dos cráneos humanos. Si algo más que carroña persistiera después del último suspiro, ese algo tendría que contaminar de algún modo estos célebres corredores que albergan los restos de 6 millones de nombres, rostros y personalidades; en el Osario Municipal de París se manifiestan, en cambio, con toda su crudeza, las absolutas banalidad e irrelevancia de la muerte. Una moraleja posible para salir de aquí, mientras se pueda, y volver al bullicio de allá arriba, es: no dejen nada pendiente; lo que tengan que hacer, háganlo ahora.

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De la entrega pasada, Ilvaita López Rodríguez dice: “Me da mucha pena (propia y ajena) encontrarme esta frase: ‘ ... Nos toca (un policía) cuyos rasgos, para nada galos, me hacen pensar: Esto faltaba en mi currículum: ser discriminado por un beréber’. Espero sinceramente que haya sido un lapsus brutus, de ésos que a todos nos pasan, porque realmente me sentiría muy decepcionada de usted si eso reflejara sus sentimientos hacia la comunidad béreber (o cualquier otra no europea, o aria, o lo que usted considere)”. Bienvenida, Ilvaita, a mi propia polémica interna por esa frase –lo pensé varias veces antes de escribirla– que no pretendí despectiva hacia los beréberes, sino indicativa de la paradoja de aquellos que, procedentes de pueblos tradicionalmente discriminados, devienen discriminadores. Vamos a ver: la discriminación es intrínsecamente abominable, y si además la practica alguien que es o ha podido ser víctima de ella, resulta, además, sorprendente, por decir algo. Si esta explicación no es suficiente, me retracto de lo escrito y ofrezco sin más reparos una amplia disculpa a Ilvaita y a todos los lectores, beréberes o no.

 
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