Número 146 | Jueves 4 de septiembre de 2008
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Director: Alejandro Brito Lemus


Burdeles modernos y mujeres públicas
El trabajo sexual en México

En la segunda mitad del siglo XIX el trabajo sexual aparece por primera vez en los documentos oficiales mexicanos. En un afán “higiénico” y moralizante, el liberalismo legalizó el sexo comercial y sus secuelas de explotación.

Por Guadalupe Ríos de la Torre *

La tolerancia hacia la prostitución se dio en México hasta el siglo XIX, cuando Aquiles Bazaine, el mariscal francés al frente del ejército invasor, promulgó el 17 de febrero de 1865 un reglamento, so pretexto de proteger la salud de sus soldados durante la guerra de intervención. Así se creó una oficina de Inspección de Sanidad, encargada de llevar el registro de las prostitutas y del cobro de impuestos fijados por el Estado para autorizar el ejercicio del trabajo sexual. De acuerdo con estas disposiciones, las mujeres dedicadas a ese oficio quedaron obligadas a ser revisadas médicamente una vez a la semana y a pagar, con la misma frecuencia, una determinada cantidad al Estado por el permiso.

Con el tiempo se modificó este reglamento, con la intención de ampliar el control del Estado: en el año de 1871 se autorizó a la policía a encarcelar a las trabajadoras sexuales que no cumplieran con su cuota. En 1879 se emitió un nuevo reglamento, para sustituir al del Segundo Imperio, que en esencia retomaba las mismas obligaciones onerosas y vejatorias para las mujeres comerciantes de su cuerpo.

La normatividad urbana de la época consideró necesaria una vigilancia de las clases bajas —los “ceros sociales”, que formaban la capa más abundante e improductiva: los vagabundos, los mendigos, los carteristas, los niños expósitos y por supuesto las prostitutas— para hacerle frente al incremento de las infecciones de transmisión sexual, como la sífilis, que en la ciudad de México constituía ya una amenaza pública. De ahí que el discurso floreciente del higienismo se anclara en la reglamentación de la práctica prostibularia.

Registro de mujeres públicas
En 1898 se emitió un nuevo reglamento de sanidad, que obligaba a las mujeres trabajadoras sexuales a registrarse en la Inspección de Policía, que vigilaba los centros de prostitución y aprehendía a las mujeres no registradas. El registro era una libreta común utilizada en ese tiempo por notarios, jueces y párrocos, y estaba compuesta de 196 fojas, cada una con el historial de tres mujeres públicas con su respectiva fotografía. Los datos que acompañaban cada fotografía incluían el nombre de la mujer y el pueblo o ciudad de la que provenía y la edad. Además, se daban a conocer los domicilios en los que se localizaban las casas públicas o burdeles y las zonas de tolerancia. El uso de este registro se perpetuó hasta los años de revolución.

Zonas de tolerancia
La nueva traza urbana durante el Porfiriato fue un factor importante para la apropiación del centro de la ciudad de México por la élite en ascenso, lo que también transformó la ecología humana. Se abrieron avenidas, se limpiaron calzadas, lo que permitió un mejor tráfico de las mercancías y de los nuevos transportes de la clase triunfante, al mismo tiempo que favoreció la circulación del aire, volviendo más sano el ambiente. De esta transformación urbana nacería la “moralización” y la “higienización” de las calles céntricas. Los burdeles tradicionales son expulsados de un centro reservado a las actividades de los ciudadanos respetables: vender, comprar, convivir y desarrollar las representaciones del espectáculo de la decencia y del nuevo modo de vida.

Las autoridades fijaron las llamadas zonas de tolerancia. La intención era fijar un solo perímetro circunscrito, lo más lejano posible de las áreas habitadas por la gente de orden, el cual quedó como sigue: zona de primera, segunda y tercera clase.

Los burdeles, al igual que la zona de tolerancia, podían ser de primera —aquellos en donde se pagaba aproximadamente tres pesos o un poco más por una visita ordinaria—, de segunda —las casas donde se cobraba dos pesos por una visita—, o de tercera, en donde se desembolsaba menos de dos pesos por visita.

Los burdeles debían ocupar una casa entera o bien una habitación que estuviera completamente separada y aislada del resto de la casa. Debían de mantener las puertas y ventanas cerradas tanto de día como de noche, para que desde el exterior no se averiguara lo que sucedía en el interior.

La autorización para el establecimiento de los burdeles o casas de citas fue autorizada por el Inspector de Reglamentos del Consejo de Sanidad y para su aprobación debía de cumplir con lo siguiente:

Que la accesoria o casas en cuestión se encuentre en buen estado de higiene, con sus correspondientes llaves de agua y excusados. No tener en el perímetro que marque el reglamento ni escuelas, ni cuarteles, ni templo o cantinas. (Reglamento de Prostitución 1878)

Pero no sólo los burdeles o casas de tolerancia se encontraron estratificados por la regulación, otra de las sistematizaciones que recuperó el registro fue que a cada mujer se le otorgara una categoría (clase primera, segunda y tercera) en relación con sus posibilidades económicas. Las mujeres podían ser de tal o cual clase siempre y cuando pagaran sus contribuciones a la Comisaría; es decir, si la mujer quería ser de primera clase estaba obligada a pagar mensualmente 10 pesos, y por derecho de inscripción 20 pesos; la de segunda clase cuatro y diez pesos; y las de tercera clase 1 y 4 pesos respectivamente.

Las prostitutas no solo quedaron sujetas a la observancia de estrictas normas reglamentarias, sino también a las obligaciones que el propio oficio imponía. Estaban regenteadas por una mujer, madrota, que tenía como colaboradores en su misión a los conocidos padrotes, individuos que participaron con frecuencia como patrones de hecho, que no de derecho; en muchas ocasiones eran maridos o amantes, y con frecuencia traficantes o delincuentes.

Los usuarios
Los estudios sobre la prostitución generalmente parten del análisis de las prostitutas y no de los clientes. Éstos, a cambio del pago, satisfacen su deseo erótico sin poner en peligro el modelo conyugal o el de la institución matrimonial.

¿Quiénes iban a estos lugares? En realidad eso dependía de la posibilidad económica del cliente. Los clientes que frecuentaban los burdeles de primera y segunda clase eran por lo regular militares, la burguesía capitalina y el sector letrado de la capital. Los visitantes de los burdeles de tercera solían ser los obreros, la tropa o en algunos casos los residentes de las zonas, o migrantes recién llegados a la capital. Los clientes, al contrario de las trabajadoras sexuales, jamás fueron perseguidos, registrados o encarcelados, a pesar de que transgredieran la norma establecida por la sociedad mexicana.

La trabajadora sexual siguió siendo el prototipo de la mujer delincuente y enferma, engendradora del relajamiento moral y de las “enfermedades venéreas”. El discurso describía a estas mujeres como “seres que se entregan a las caricias lujuriosas, a besos lascivos, a gustar los placeres del cuerpo, organizan orgías donde la moral y la higiene huyen avergonzadas” (Sucesos, 1887).

Evidentemente, las medidas oficiales no pudieron aliviar los problemas derivados del trabajo sexual en aquella sociedad y de ningún modo significaron la desaparición de esta práctica. A pesar de tanto empeño, los reglamentos así como los intentos de control de las infecciones sexuales fueron un rotundo fracaso.


* La autora es doctora en Historia, investigadora del Departamento de Humanidades de la Universidad Autónoma Metropolitana-Azcapotzalco. Versión editada del artículo “Mujeres Públicas y Burdeles en la Segunda Mitad del Siglo XIX”, publicado en la revista electrónica Tiempo y escritura, de la UAM-A. http://www.azc.uam.mx/publicaciones/tye/tye12/art_hist_04.html