Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 7 de septiembre de 2008 Num: 705

Portada

Presentación

Bazar de asombros
HUGO GUTIÉRREZ VEGA

León Ferrari, el iconoclasta
ALEJANDRO MICHELENA

urbes de papel
Voces de Nueva York

LEANDRO ARELLANO

La raza como problema
FRANCISCO BOSCO

Un siglo de Cesare Pavese
RODOLFO ALONSO

Cinco poemas
CESARE PAVESE

Explorador de mundos
ESTHER ANDRADI entrevista con ILIJA TROJANOW

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Columnas:
Señales en el camino
MARCO ANTONIO CAMPOS

Las Rayas de la Cebra
VERÓNICA MURGUíA

Bemol Sostenido
ALONSO ARREOLA

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LUIS TOVAR

Corporal
MANUEL STEPHENS

El Mono de Alambre
NOÉ MORALES MUÑOZ

Cabezalcubo
JORGE MOCH

Mentiras Transparentes
FELIPE GARRIDO

Al Vuelo
ROGELIO GUEDEA


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Tadeusz Kantor: la muerte exacerbada (I DE II)

Si aún hoy en día se tiene al teatro del director de escena polaco Tadeusz Kantor (1915-1990) como paradigma de un teatro de la muerte, es por su desentrañamiento de los detonantes de la furia humana antes que por las consecuencias de su puesta en práctica. La referencia modélica es su espectáculo La clase muerta, estrenado en 1975 en el Teatro Cricot 2 de Cracovia y lanzado a recorrer el mundo durante más de una década con una cosecha unánime de halagos por parte de la crítica y de los espectadores. Amén de sus incuestionables méritos en el equilibrio de sus contenidos temáticos y la fría belleza de su forma, vale la pena adentrarse en los mecanismos de construcción de su imaginería como cimiento axial de sus conceptos de otredad y agresión.

Valga también la referencia contextual a vuelo de pájaro: Kantor concibió el espectáculo en un momento particularmente delicado de la convulsionada historia polaca reciente. Entre la implacable rescisión económica vivida en los países del este europeo y la represión derivada de esta crisis, no había otro reducto para la confección de un objeto artístico que el techo protector de la metaforización; era la elección entre el tablado o el paredón. A esta circunstancia oprobiosa se aunaron otras un tanto cuanto más afortunadas, todas atribuibles a la búsqueda particular de un hombre imbuido con cierto espíritu renacentista: Kantor cultivó, aun antes de su incursión en la práctica escénica formal durante el período de la ocupación alemana, un interés genuino en las artes plásticas; pintor e ilustrador conspicuo, su ojo compositivo habría de convertirse en una impronta personal de sus puestas en escena. Sin embargo, la preponderancia de lo plástico en sus producciones teatrales no se limitaba a un enriquecimiento meramente visual, como un puñado de críticos no dudaron en indicar. Por el contrario, el entramado plástico de Kantor constituía en realidad uno de los fundamentos esenciales de su poética dramática y de su consideración del hecho teatral como una extensión degradada de la realidad.


Edgar Walpol

El concepto degradante derivado del pesimismo existencial de Kantor obedece, en primera instancia, a una serie de acercamientos personales con la muerte, sucedidos en una trayectoria biográfica plena de experiencias límite. Pero también se desprende de su convicción de que el teatro es el único rincón en el que el cuerpo aspira a transgredir esta degradación, la ultima oportunidad para desviar su carrera desenfrenada hacia el desfiladero. De allí sus postulados acerca de la figura del maniquí, influida por las teorías formuladas al respecto por su compatriota Bruno Schulz (1892-1942) en su Tratado sobre los maniquíes. En entrevista concedida a su colaborador Krzysztof Miklaszewski recogida en el libro Encuentros con Tadeusz Kantor (1992), Kantor ofrece sus aportaciones a los postulados de Schulz: “La existencia de estas criaturas hechas a imagen del hombre casi de manera sacrílega, ilegal, es el efecto de un proceder herético, es la manifestación del ángulo oscuro, tenebroso y rebelde de la actividad humana; del delito y de la huella mortal en tanto fuentes de conocimiento […] Es la causante de la transgresión, del rechazo y de la atracción a la vez. La incriminación y la atracción a la vez. Su aparición está acorde [sic] con mi convicción, cada vez más profunda, de que la vida puede ser expresada en el arte sólo mediante la ausencia de vida, a través de la referencia a la muerte […] El maniquí, en mi teatro, se convierte en un modelo traspasado por la profunda sensación de la muerte y de la condición de los muertos. Se convierte en un modelo para el actor vivo.”

El entrecruce semántico entre vida y muerte origina un imaginario que ahonda en las repercusiones privadas de la alienación totalitaria y en la certeza de un desenlace trágico para una nación desahuciada. Es la certidumbre del pathos la que certifica la pertinencia del ideario kantoriano respecto a la reducción liberadora del cuerpo en el maniquí. Con ánimo de seguir al Cioran de La tentación de existir, no hay quien pueda sobrevivir inmaculado a la revelación de las verdades mortales del mundo; el sujeto de tan lapidaria maldición ha de continuar su peregrinaje atormentado por la disyuntiva entre consagrarles apego (lo que llevaría a una muerte instantánea) o pergeñar el autoengaño perpetuo. Su destino ha de ser la anestesia del criterio, la amputación perenne del intelecto.

(Continuará)