12 de septiembre de 2008     Número 12

Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER

Suplemento Informativo de La Jornada

Un nuevo modelo

Nos han dicho que el mercado es amo y señor (...) Y los campesinos tenemos que producir, pero con este sistema producir no sirve. Entonces hay que cambiar el modelo sobre la marcha, no esperar a que alguien invente uno nuevo (...)

Un problema es que cuando los países fuertes nos quitan barreras arancelarias, nos ponen no arancelarias. Por ejemplo: si competimos en carne nos dicen que no tratamos humanamente a los animales, cuando ellos tratan como animales a las personas (...)

Algunos países de Centroamérica entramos directamente a la Alba , otros motivados por la crisis energética y sus efectos en los costos agrícolas, entraron en el Pretrocaribe, un plan por el cual Venezuela se compromete a entregar petróleo a cambio de un pago efectivo no mayor de 100 dólares el barril, y si el precio se pasa, la diferencia se cubre a 25 años y con tasa uno, que a ese plazo será negativa. Pero lo más importante es que del precio de cada barril de crudo, 50 centavos de dólar se van para producir alimentos en nuestros países, en total serán algo así como 500 millones de dólares al año (...)

Ahora bien, ¿cómo hacer que estos ahorros, y los de la factura petrolera, no se los apropien los agronegocios oligárquicos de siempre por medio del gasto público, sino que lleguen realmente a los campesinos? Para eso, nosotros tenemos el Programa Hambre Cero, que le da prioridad a los pobres del campo. Y en cuanto al conjunto de los países de Agrocaribe, se creó el Consejo de Ministros de Agricultura.

Ariel Bucardo, ministro de Agricultura de Nicaragua

Nicaragua

Mujeres al Mando

  • Orígenes sociales del Programa Hambre Cero

“En la cooperativa somos 28 mujeres y ningún varón”, dice socarrona María de los Ángeles Mejía. Y remacha: “Algunas cooperativas no dejan entrar hombres, porque en cuando entran, rapidito quieren controlar el poder”.

Armando Bartra

Central de Cooperativas Manos Unidas. En las comunidades de Chacraseca y Lechecuagos, al pie del volcán Cerro Negro y vecinas de la ciudad de León, al occidente del país, operan 28 cooperativas de ahorro, crédito y comercialización, formadas por alrededor de 800 familias, que disponen de una planta agroindustrial y de servicios y están integradas en un centro regional que a su vez forma parte de la federación de cooperativas de carácter nacional; cuentan también con un centro comercial campesino en Managua, mediante el cual adquieren insumos y venden productos procesados. Seis de cada diez cooperativistas son mujeres.


FOTO: Enrique Pérez S. / ANEC

El esfuerzo organizativo empezó hace pocos años, cuando aún no sanaban las heridas causadas por el huracán Mitch. Y en tiempo de desafanados gobiernos neoliberales, es natural que el proyecto corriera por cuenta de los propios campesinos, asesorados por la asociación civil CIPRES y con apoyo de la cooperación internacional.

Apoyadas por una donación de bienes productivos consistente en animales, plántulas, materiales de construcción y un biodigestor –paquete que a partir de septiembre de 2003 fueron recibiendo las primeras familias participantes–, en cinco años se duplicó el número de cooperativas. Hoy cosechan y comercializan alimentos básicos (maíz, sorgo, trigo, frijol y yuca), además de cultivar huertos de frutas y verduras; pero también producen ajonjolí y cacahuate de exportación; manejan alrededor de 16 mil cabezas de ganado (bovinos, porcinos y aves); la planta agroindustrial fabrica alimentos balanceados, reproduce cerditos y pollos para cría, procesa leche para obtener crema y quesos, opera un rastro de aves y brinda servicios de asistencia técnica y capacitación.

Además del autoconsumo de los socios y sus comunidades, las cooperativas abastecen de alimentos a la ciudad de León, entre otros mecanismos mediante un sistema de agricultura por contrato con sindicatos y gremios. Actualmente aportan la mitad de la leche que se consume en la ciudad y una cantidad importante del resto de los básicos.

Las comunas de León. Para los nicaragüenses, León y su entorno son emblemáticos, pues en 1979, después de un cerco a la Guardia Nacional que dura más de un mes, los guerrilleros y ciudadanos insurrectos del Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN) transforman la ciudad en capital de la Nicaragua liberada. Durante las semanas que transcurren entre la ocupación de León, la caída de Somoza, la llegada de los sandinistas al poder y el restablecimiento de un orden centralizado en Managua, los leoneses en rebeldía toman en sus manos las actividades vitales (panaderías, gasolineras, farmacias, hospitales, entre otros), ocupan tierras de las fincas circunvecinas abandonadas por los oligarcas y por un tiempo organizan la vida toda a través de unas 80 comunas autogestionarias. Después llegará el nuevo gobierno a refrenar “excesos” y reordenar las cosas, pero a los efímeros comuneros la experiencia nadie se las quita. No es casual, entonces, que tras la derrota electoral del FSLN en 1990, la reorganización desde debajo de la sociedad nicaragüense tenga en León un escenario privilegiado. Así, para Orlando Núñez, uno de los protagonistas de la batalla de León y fundador del CIPRES, el actual cooperativismo leonés es heredero y continuador del fugaz comunalismo de hace casi 30 años.

Programa Hambre Cero. En enero de 2007 el FSLN regresa al gobierno por vía electoral. Pero el presidente Daniel Ortega se encuentra con un país devastado, pues los gobiernos neoliberales depredaron los recursos naturales, privatizaron salud y educación, descobijaron a los campesinos, abrieron fronteras a la importación de alimentos y provocaron el éxodo de más de un millón de personas. En 2006 Nicaragua importó 350 millones de dólares en comida (arroz, maíz, carne, huevos, leche, verduras, frutas...), siendo que se trata de un país básicamente agropecuario, donde la mayor parte de la población es campesina y con un temporal que en condiciones normales permite obtener dos y hasta tres cosechas anuales.

El gobierno diseñó, entonces, el Programa Hambre Cero, destinado a reactivar la economía, reducir productivamente la pobreza, remontar la dependencia alimentaria y fortalecer el poder ciudadano mediante la organización. “Con este programa –se lee en un documento explicativo– estamos combatiendo la injusticia social (...) que se expresa en un conjunto de relaciones de desigualdad: división entre el hombre y la mujer, entre la ciudad y el campo, entre el trabajo intelectual y el trabajo manual, entre poseedores y desposeídos, entre diferentes etnias (...)”

Y más adelante propone un nuevo y revolucionario paradigma: “Conceder al campo la misma prioridad que hoy concedemos a la ciudad, conceder a la economía popular la misma importancia que hoy concedemos a la gran economía empresarial, conceder a las mujeres la misma importancia que hoy concedemos a los varones, conceder a la naturaleza la misma importancia que hoy concedemos al crecimiento, conceder a la productividad más importancia que al crecimiento de áreas, conceder a la educación técnica la misma importancia que hoy concedemos a profesiones liberales como la abogacía (...)”

La palanca de Hambre Cero es el campesinado, que constituye la gran mayoría de los 224 mil pequeños y medianos productores agropecuarios del país, un sector que controla 70 por ciento de las tierras, representa 85 por ciento de la población económicamente activa agropecuaria, produce 80 por ciento de los granos básicos y 65 por ciento de todos los alimentos, posee 65 por ciento de la ganadería vacuna y entre 80 y 90 por ciento de la porcina y aviar y cosecha la mayor parte de los productos de exportación como ajonjolí y café. Pero también, y paradójicamente, un sector con el que se ensaña la pobreza.

El instrumento es un Bono Productivo Alimentario, consistente en animales, semillas, plántulas de árboles frutales y maderables, alimentos balanceados, material de construcción, biodigestor para producir gas con el estiércol, entre otros bienes productivos; así como entrenamiento y capacitación. El paquete, considerando gastos de ejecución, tiene un costo de mil 500 dólares y se planea que en los próximos cinco años llegue a 75 mil familias pobres, lo que representaría un costo de 30 millones anuales, 150 millones en total. Nada comparado con los cien millones que se pagan todos los años a los banqueros por el servicio de la deuda interna o con los 300 millones que Nicaragua recibe anualmente como donaciones.

Pero lo más importante es que el programa no es fruto de escritorio, se basa en la experiencia cooperativista de León, un modelo hecho a mano en más de cinco años y a contracorriente de las políticas públicas, que hoy se busca replicar y escalar con el respaldo del nuevo gobierno sandinista.

Y, como el de León, es un proyecto basado en la mujer, que es quien recibe los bienes pues “es mayor administradora, más responsable, asume la manutención de la familia y tiene mayor cultura doméstica y alimentaria”, sostiene el documento antes citado. “Lo que pasa es que los hombres ya se fueron a Costa Rica”, comenta en corto una nicaragüense que, como yo, escucha la explicación. Tiene razón, la migración laboral al vecino país es creciente y despobladora, y éste es un desafío mayor que las mujeres y el programa tienen que asumir.

Hambre Cero no fuerza la organización de los productores. No la impone, pero sí la induce, pues si bien los beneficiarios son familias, la recuperación de parte del capital para la creación de un fondo revolvente, propicia la formación de cooperativas que concentren los recursos, faciliten la comercialización conjunta y más tarde permitan operar equipos agroindustriales mayores.

El programa puede darle seguridad y soberanía alimentarias no sólo a Nicaragua sino a otros países de Centroamérica severamente deficitarios en básicos. Pero además, debe ser una escuela de poder popular: “La mayor cruzada de concienciación, organización, participación, cooperativización, movilización, educación cívica y gestión ciudadana en nuestro país”, reza el documento. Una cruzada capitaneada por las mujeres.

Hambre Cero enfrenta, y enfrentará, enormes dificultades, que no escapan a sus animadores. Una de ellas, la tentación de convertirlo en un programa clientelar. “¿Cómo van a hacer con aquellos alcaldes, sandinistas o liberales, que sólo escogen a sus correligionarios?”, pregunta un desconfiado. ”Los alcaldes deben participar, pero en ultima instancia es el consejo comunitario el que selecciona a las familias”, es la respuesta.

El FSLN ha recibido muchas críticas, con frecuencia justas, y Ortega es un presidente polémico. Pero en Nicaragua por vez primera en casi dos décadas, la gente del común cree mirar la luz al final del túnel. Porque, como dijo el cooperativista Julio Zamora: “Para hacer lo que estamos haciendo necesitábamos haber agarrado de nuevo el gobierno después de 16 años”.

Pero no se trata sólo de “agarrar el gobierno”, pues, como el mismo Julio redondeó: “El cambio no es cambiar un presidente, el verdadero cambio es la producción en manos de los productores y en manos de las cooperativas”.


Guatemala

ORGANIZADAS PARA RESISTIR

  • Alianza de Mujeres Rurales por la Vida , Tierra y Dignidad

FOTO: Marisol Chapur

Lorena Paz Paredes

Que los jóvenes sepan del monstruo que viene

Fabiana Gómez

Delfina Tut, partera y líder en salud de la Asociación Madre Tierra, de la Costa Sur de Guatemala, vive sola con cinco hijos porque tuvo el valor de separarse de un marido golpeador. Cultiva una parcelita que todavía está pagando al Fondo de Tierra de la asociación, que también le dio un becerro. Además, trabaja en las empacadoras de plátano. Pero Delfina es muy pobre: “A veces me siento a llorar en mi trabajadero por no poder dar mejor vida a mis hijos”, se lamenta.

Ahora Delfina vive de nuevo en Guatemala, pero en los años 80s, ella, como cientos de miles de guatemaltecos, vivió el infierno de la persecución que el ejército emprendió contra la guerrilla y de paso contra la población civil, arrasando comunidades y obligándolas a refugiarse en México. Así, Delfina y la gente de su comunidad salieron una noche del pueblo para esconderse en la montaña. Más tarde cruzaron la frontera.

Una sola lengua. Como andaban huidos y a salto de mata, en el éxodo se revolvieron las etnias. Además, la gente dejó atrás, o escondió, los trajes típicos y dejó de hablar su idioma porque, para proteger a sus hijos, durante el exilio los padres se comunicaban solamente en castilla. Por eso los niños crecieron sin la tradición y ahora, cuando algunos están de vuelta en Guatemala, resulta que casi todos olvidaron su lengua natal.

Fabiana Gómez Jiménez, de la región de Ixcan, vicepresidenta de la Junta directiva nacional de la organización Mama Maquín, cuenta que desde que llegó al refugio en México guardó su huipil y su amarre, y no se lo volvió a poner sino 15 años después, cuando regresó a Guatemala. “Teníamos miedo de que nos deportaran.”

“Entre 1980 y 1984 salimos la mayoría –se narra en el libro de la Alianza de Mujeres Rurales por la Vida , Tierra y Dignidad, Nuestro pasado, nuestro presente y nuestro futuro, Editorial Magna Terra, Guatemala 2007–; llegábamos de Huehuetenango, Quiché, Petén y Alta Verapaz (...) Éramos q'anjob'ales, mames, chujes, akatekas, q'eqchi's, entre otros y pocos hablaban la castilla. Dicen que llegamos a ser entre 150 mil y 200 mil personas las que cruzamos la frontera (...) En el camino, en los ríos, se murieron muchos niños (...) Para quienes vivíamos en la frontera, ya conocíamos más de alguna persona. Ir a México en cuadrilla para el corte de café era parte de la vida; por eso fuimos bastantes quienes encontramos mucha solidaridad (...) Al principio nos daban posada las familias mexicanas. Luego la diócesis de San Cristóbal nos ayudó a construir los campamentos”.

En 1982 se crea la Comisión Mexicana para Refugiados (Comar) y un año después llega a Chiapas el Alto Comisionado de Naciones Unidas para Refugiados (ACNUR). “Ellos nos auxiliaron, nos dieron ayuda humanitaria –se narra en el libro–. Fue la etapa más difícil, sólo en el campamento de Puerto Rico morían casi dos personas por día.”

Y es que la vida en el exilio no era vida, pues entre 1984 y 1985, el ejército masacró los campamentos de Chajul, Chupadero y Puerto Rico en territorio mexicano, y por esta amenaza la Comar sacó por la fuerza a Campeche y Quintana Roo, a 18 mil personas de Chiapas. A esto se le llamó ”el otro exilio”. Sin embargo, “la mayoría nos quedamos en Chiapas –asegura Fabiana– pues se rumoraba que en vez de llevarnos a Campeche, el gobierno mexicano iba a entregarnos al ejército guatemalteco”.

Organizadas para producir. Al principio vivir en los campamentos de refugio fue muy triste: los niños estaban desnutridos y los viejos no duraban, se iban muriendo. Pero “poco a poco –dice Delfina– fuimos descubriendo que el refugio era una oportunidad para organizarnos nosotras las mujeres (...) Empezamos haciendo yogur para los niños y personas mayores y bordando y tejiendo productos que el obispo Samuel Ruiz nos ayudó a vender en San Cristóbal”.

“En el refugio –agregan testimonios del libro– empezamos un espacio de libertad, con la alfabetización, los talleres de alimentación, los proyectos de hamacas, de artesanías.”

A cinco años de iniciado el exilio ya habían nacido en Chiapas tres organizaciones femeninas: la asociación de mujeres guatemaltecas Mama Maquin, formada, entre otras, por campesinas de Huehuetenango y Alta Verapaz; la Ixmucané, de la región Petén, y la Madre Tierra de la Costa Sur. Ya en Guatemala estas tres agrupaciones integraron la Alianza de Mujeres Rurales por la Vida, Tierra y Dignidad.

Salidas de su país entre 1980 y 1982, los primeros retornos de estas mujeres fueron en 1993 y los últimos en 1997. Y la experiencia de la repatriación fue excepcional, pues los refugiados participaron activamente en la definición de los términos del regreso. Así, en los Acuerdos del 8 de octubre de 1992, firmados por el gobierno de Guatemala y las Comisiones Permanentes de Refugiados Guatemaltecos (CPRG), se incluían condiciones para un retorno voluntario, que garantizaran “el derecho a la tierra, la vida e integridad personal y comunitaria”.

El caos. Pero al regreso, las comunidades originarias habían desaparecido y las tierras que dejaron ya no eran suyas. “Llegamos todos revueltos y nos establecimos como pudimos”, recuerdan.

En un encuentro convocado por Madre Tierra de desarraigadas, retornadas y desplazadas internas de Quiché, Huehuetenango, San Marcos, Quetzaltenango y la Costa Sur , se integró una comisión negociadora de tierras para las mujeres y para la equidad de los géneros, con el propósito de luchar por la igualdad, la valoración del trabajo doméstico, el acceso de las mujeres a la copropiedad de la tierra y el derecho a ser socias de las cooperativas, con la posibilidad de elegir y ser de electas a cargos de dirección.

En el curso de la lucha, las tres asociaciones se fueron dando cuenta de que, en realidad, tampoco tenían libertad de organización ni derechos civiles, que no eran tomadas en cuenta por las instituciones de gobierno y que no se les reconocía el valor de su trabajo como mujeres. Entonces, en 2003 nació la Alianza , que además de impulsar reivindicaciones agrarias tiene una escuela regional de formación política integral para mujeres rurales, donde se les enseña a defender sus derechos. Además se imparten talleres de género, participación social, organización, salud reproductiva, salud mental e interculturalidad.

Madre Tierra, con 390 socias, tiene también proyectos productivos; cada mujer trabaja una manzana de terreno prestada por su hombre para criar novillos y comercializan colectivamente carne de pollo y huevo. En Mama Maquín, que agrupa a mil 500 socias, las mujeres pueden ser copropietarias de la tierra con su pareja o propietarias plenas si son separadas o solteras con hijos; en sus parcelas cultivan maíz, frijol, yuca, plátano, plantas, frutas y frijol. Pero aun estando organizadas, para las mujeres es difícil trabajar porque hay mucha discriminación y machismo. Por eso llama la atención que en Madre Tierra participan 120 socios y se ayudan entre mujeres y hombres.

El maíz, prioritario. Todas están preocupadas por la alimentación y comparten la idea de que es muy importante educar en la siembra de maíz, “que es lo más principal”. Pero cada región tiene sus problemas específicos. Por ejemplo en Xalala, en la Costa Sur , donde empresarios y gobierno proyectan una hidroeléctrica y amenazan con inundar las tierras, ya se organiza la resistencia. En Ixmucané hay diez comunidades del Petén con 566 mujeres trabajando en pequeños proyectos ganaderos, de piscicultura, panaderías, para hacer mantequilla de maní, y cardamomo.

Aunque cada agrupación es autónoma y con identidad propia, la Alianza tiene una estructura unitaria: juntas locales o por comunidad, juntas regionales y la junta nacional, con sede. Esta junta tiene una oficina en la ciudad de Guatemala y ahí laboran las delegadas cuando les toca cargo, y durante los dos años que dura tienen que abandonar casa y parcela.

Pero “se hace el esfuerzo, porque de otro modo no hay organización, y sin organización la gente no puede defenderse y los ricos se aprovechan –dice Fabiana–. Así pasó con la compañía minera que con engaños hizo firmar a la gente y luego les quitó sus tierras (…) Por eso estamos organizadas, para darle a las compañeras una preparación sobre lo que dice el convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo (OIT), para defender la tierra, para recuperar la costumbre, para rescatar las semillas nativas”.

Aunque a veces se cansan de tanto trabajo, piensan en las nuevas generaciones y no dejan la organización. Porque de otro modo “los jóvenes no van a poder jalar la carreta ellos solos y los terratenientes, los empresarios, terminarán adueñándose de la tierra”. Y es que “los muchachos no tienen oportunidad de estudio, de preparación –dice María Raquel Vásquez, de Madre Tierra–. Entonces, queremos que se preparen, aquí, en nuestro centro de formación profesional e integral, donde se capacita la juventud en técnicas agrícolas, computación y donde hay seminarios sobre el problema de la migración”.

“Nuestro sueño –insiste Fabiana– es educarlos bien; que los jóvenes sepan del monstruo que viene.”

Instituto de Estudios para el Desarrollo Rural “Maya” A.C.

Honduras

Cafetaleras

Lorena Paz Paredes

María Edith Villanueva, líder de la Coordinadora de Mujeres Campesinas de La Paz (Comucap), es una hondureña de la etnia lenca, de armas tomar, que bordea los 45 años y lleva más de 15 defendiendo los derechos de las mujeres.

En 1993 siete mujeres empezaron a organizarse en Marcala, La Paz ; hoy son 256 socias en 16 grupos de cuatro municipios: Cabañas, Santa Elena, Marcala y Chinacla, que producen café orgánico, lo exportan a Alemania, y operan ocho microempresas donde procesan sábila y soya, que también ellas cultivan. La sábila se vende como materia prima a la industria nacional de alimentos, cosméticos y medicinas, y una pequeña porción la procesan ellas y hacen jabones, champú, gel y almíbar. Una de sus pequeñas empresas, Alfa y Omega, produce vino de naranja y de mora que exporta a España, México y Alemania.

Todo empezó por el Siemprevivas, un programa de capacitación radiofónica dedicado a cambiar la mentalidad de las mujeres. “Y es que éramos sumisas, tímidas –cuenta Maria Edith–, pero la radio nos hizo despertar y nos levantó la autoestima”. El programa “lleva sonando una hora cada lunes desde hace 15 años formando a las mujeres en sus derechos. Aquí denunciábamos la violencia familiar, hacíamos llamados de auxilio y de protesta, la falta de derechos, de todo (...) hoy el programa se ha vuelto el corazón del enlace y la comunicación entre nosotras en toda la frontera de El Salvador y Honduras”.

En 1998, 15 mujeres animosas hicieron su primera asamblea en Marcala y decidieron comprar una manzana de terreno, que fue la escuela para experimentos agrícolas, intercambio de saberes y siembras de diversos cultivos, porque todas querían tener un ingreso y una actividad propios y no depender tanto del marido. Finalmente la tierra resultó buena para el café. Y consultando aquí y allá lograron que desde el año 2000 la fundación británica Oxfam las apoyara con sus proyectos del grano aromático. Poco a poco fueron comprando pequeñas parcelas para sus cafetales hasta completar 57 manzanas que hoy atienden en colectivo. Aparte, y ya con la buena experiencia de producción grupal, 40 se animaron a comprarse una manzana de terreno cada quien, para establecer sus fincas individuales. Hoy comercializan y exportan juntas a Alemania café orgánico certificado tanto de la parte individual como la colectiva. Quisieron que su café, además de aroma, tuviera nombre de mujer así que la etiqueta dice Café Santa Elizabeth.

Ganaron un premio de Fair Trade Labelling Organisations (FLO) en 2008 y otro de la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO) que obtuvo María Edith por colaborar en proyectos productivos por la seguridad alimentaria. Aparte de café orgánico producido con abono “bocachi” que hacen con ceniza, hojarasca y materia natural, tienen una pequeña empresa de este abono que venden en la región para educar a los campesinos a “cultivar de otro modo, sin contaminar y en armonía con la naturaleza. Así nos beneficiamos todos”, dicen ellas.

Hombres ventajosos. Pero nada fue sencillo; se esforzaron mucho y a veces se equivocaron: durante cuatro años le encargaron la exportación del aromático y el trato con la compradora alemana a un grupo de intermediarios, por cierto uno de ellos esposo de la coordinadora del Comucap. Y resulta que estos “hombres ventajosos, se quedaban con el premio social, cinco dólares por quintal, confiadas nosotras, ignorantes de ese premio, y sinvergüenzas ellos (...) Nos dimos cuenta hasta que una socia viajó a Alemania y lo miró con sus propios ojos (...) El enlace de allá nos ayudó a separarnos de los engañadores. Cierto que ya no recuperamos nada y no quisimos demandar a los hombres, pero aprendimos bien la lección: informarnos, hacer por nosotras mismas”.

Hoy están buscando entrar al mercado justo del café, haciendo ellas mismas todas las gestiones que hagan falta.

En 2008, las mujeres formaron cajas de crédito rural con ocho mil lempiras del premio social del café, y un fondo para el mantenimiento de las fincas con algún aporte del gobierno. Así, hoy financian a muy bajo interés, cuatro por ciento mensual, sus propias empresas y se prestan para urgencias familiares y hasta para darse gustos.

Las socias creen que se ha vencido un poco el machismo; mediante el programa de radio educan también a los varones, para animarlos a trabajar con ellas en sus fincas, y si lo hacen, les echan flores, a ver “si las van dejando salir a talleres, reuniones, o bochinches, que ellas se desarrollen –dice María Edith– y que ellos se encarguen un rato del hogar, de los niños (...) Hoy en dos grupos de mujeres todos los hombres dan días de trabajo al colectivo en vez de sus señoras, y para agradecer y enamorarlos yo les mando chilate fresco (atole), tamalitos, pisques, cocada, mantequilla (...) Y es que ahora las mujeres viven mejor, tienen sus propias huertas familiares, llevan un ingreso y sienten que valen como ellos (...) Mi pensamiento es que si la mujer en casa, la democracia se atrasa. Hoy ya falta ella una semana a su casa por irse al taller y el marido ya atiende a los hijos, ya los lleva a la escuela y hace comida, nomás lavar ropa no, esa la encarga, y así los niños dicen: ‘mi papá en la casa y mi mamá fuera, en su taller, aprendiendo cosas'”.

Instituto de Estudios para el Desarrollo Rural “Maya” A.C.

Guatemala

Cambiamos las Armas por la Tierra

Juan C. Pirir, Martín Jiménez y Quimy de León

La Cooperativa Integral Agrícola Nuevo Horizonte, ubicada en el departamento de Petén, en el kilómetro 443 del municipio de Santa Ana, es una experiencia que vale la pena rescatar. Es esfuerzo y lucha de hombres, mujeres, niños y niñas por construir un modelo alternativo.

La nuestra es una comunidad de ex combatientes de la guerrilla, que nos reincorporamos a la legalidad luego de la firma de los acuerdos de paz en 1996, que dieron fin a 36 años de guerra. El proceso estuvo plagado de dificultades: tuvimos que pasar un período prolongado en un albergue, mientras otras instancias negociaban por nosotros una finca, la cual no satisfizo nuestras necesidades, pero eso sí, nos dejó una deuda millonaria imposible de pagar.

El 28 de febrero de 1998 llegó el último grupo a la finca, en la cual hoy estamos construyendo un Nuevo Horizonte. Fue cuando nos propusimos crear una cooperativa, una estructura legal que nos permitiera hacer gestión y garantizar la sobrevivencia de nuestras familias.

Conseguimos apoyo para la reincorporación, techo mínimo, semillas y algunas cabezas de ganado. Así, sin capital, iniciamos un proceso de producción. Los primeros créditos los obtuvimos con bancos privados y organizaciones de apoyo cooperativo, pero pronto renunciamos a ellos pues sólo incrementaban el capital de los prestamistas. Desde entonces buscamos establecer relaciones de solidaridad y cooperación y no de explotación.

Con visión de largo plazo y con un pequeño capital resultado de la producción y del trabajo comunitario, apoyamos iniciativas tanto productivas, como de salud, educación y recreación, al tiempo que fortalecemos la solidaridad y la organización. Nuestro principio es que “somos copropietarios, no dividiremos la tierra”, de modo que hombres y mujeres podemos impulsar proyectos forestales, ganaderos, piscícolas, apícolas, de gallinas ponedoras, tiendas comunales, turismo solidario y diversificación en pequeña escala, con especies tales como piña, papaya y sandía. Todo esto mediante un sistema de riego y el empleo de abono orgánico.

Las iniciativas se apoyan en producción colectiva y se organizan por medio de grupos de interés semi individual (de dos a siete personas por afinidad o por capacidades) y con producción individual para el autoconsumo.

Otra actividad de la cooperativa es la comercialización de fruta, miel, ganado y huevos hacia mercados locales. Contamos con dos centros de acopio y un camión, aunque hace falta capital. También impulsamos la investigación comunitaria para el mejoramiento genético del hato ganadero y contamos con un banco de semillas criollas.

Los retos son lograr suficientes ingresos para generar fuentes de empleo y poder vivir con dignidad sobre nuestras tierras, así como contar con certeza jurídica. Nuestra pretensión es avanzar hacia un nuevo modelo autónomo y sostenible desde lo organizativo, la gestión, la comercialización, los servicios básicos y la recuperación de las economías locales.

El compromiso con la organización es el motor que nos impulsa para que prevalezcan los intereses colectivos sobre los individuales, que es lo que nos da el sentido de comunidad.

Vocal de la junta directiva, gerente y colaboradora de la Cooperativa Integral Agrícola Nuevo Horizonte

Jalisco

Comer en Chamela

Adriana Gómez Bonilla

Entre Manzanillo y Puerto Vallarta se encuentra la Bahía de Chamela, una zona costera cuya belleza despertó la idea de generar un polo turístico. El proyecto falló. Hoy la bahía sufre un gran deterioro ambiental. Y la población vive en condiciones precarias.

El deterioro ambiental amenaza la alimentación de los chamelinos: recuerdan que hace una década sacaban peces, camarones y jaibas del estero. ¡Se comía rico! Era fácil cazar animales como venado, jabalí, iguanas o algunas aves silvestres y colectar plantas silvestres comestibles. Hoy el estero está contaminado, los animales y las plantas han disminuido drásticamente y las cosechas son menores.

Día a día mujeres y hombres luchan por la subsistencia. Los hombres se encargan de la milpa, la recolección y la caza en los cerros cercanos, al tiempo que obtienen algunos ingresos monetarios de su empleo en el turismo local, opción que disminuye a medida que crece el problema ambiental. Las mujeres se encargan del solar, crían aves de corral y cultivan árboles frutales, hortalizas y hierbas aromáticas y medicinales. Los escasos recursos monetarios y los productos del solar, de la milpa y de la recolección se destinan principalmente a la alimentación. Hacer milagros para que la familia coma es tarea de las mujeres.

Aunque ellas apoyan en la milpa, este trabajo se considera cosa de hombres; sólo en su ausencia –porque muchos migran– o cuando enviudan, las mujeres se hacen cargo de la parcela. “Yo qué iba a saber de cómo trabajar la milpa. Pero cuando se murió mi marido y mis hijos se fueron al norte, no hubo de otra”, dice una señora.

Pérdida de productividad. Un grupo de mujeres que desde hace 19 años maneja un restaurante y un hotel comunitario empezó a inquietarse por los escasos ingresos que les reporta su negocio, por la ola migratoria que arrastra cada vez más a los varones de sus familias y por los problemas cotidianos para que alcance la comida. Las cosas se agravaron hace ocho años, cuando cayó la productividad de las tierras, y a causa de la contaminación del manglar murieron peces, jaibas y camarones.

Entonces, gracias a que estaban organizadas, pudieron exigir que algunos programas de las secretarías de Desarrollo Social y Salud se enfocaran a mejorar su vida. Y empezaron a capacitarse en la producción de hortalizas y en la conservación de alimentos.

Malas costumbres. Los migrantes que retornan, el turismo y la televisión, han traído a Chamela nuevos hábitos de consumo. Ahora los alimentos chatarra y la comida rápida son tan comunes como los problemas de nutrición. Los habitantes de la bahía comen menos tortilla y ya no saborean la jaiba, el camarón y el pescado.

“Los niños y la gente que vuelve del norte ya no quieren comer nada de maicito ni de lo que aquí acostumbramos (…) Bueno, ya ni el venado les gusta (…) Sólo quieren de las esas papas, cereal, hamburguesas. Pero a nosotras vinieron a darnos unos cursos y aprendimos que eso no es comida, sólo engorda, que hay que comer verduras y frutas también. Nosotras les decimos en la escuela y luego hasta hemos ido a la asambleas a decir que no tiene por qué darnos vergüenza lo que comemos”, explica una mujer.

Estudiante del Doctorado en Desarrollo Rural de la UAM-Xochimilco [email protected]