Usted está aquí: domingo 14 de septiembre de 2008 Sociedad y Justicia Mar de Historias

Mar de Historias

Cristina Pacheco

Mis héroes

Cada quien tiene sus héroes. Entre los míos se encuentran Claudio y Erubiel. Eran mis vecinos y compañeros de escuela. Septiembre me devuelve una historia que hasta la fecha me conmueve.

No sé por dónde empezarla. Quienes podrían ayudarme a recuperarla se mudaron de aquí y otros se fueron para siempre. Lleva muchos años cerrada la papelería Lápiz y Goma, adonde mis hermanos y yo íbamos a comprar cornetas de cartón, serpetinas y metros de papel tricolor con las imágenes de nuestros próceres.

La papelería ocupa una esquina y está a punto de desplomarse. Como pruebas de su abandono, en el techo del pequeño edificio crece la hierba y al rótulo encima de la puerta le quedan nada más cinco letras: piz, Go. Para los extraños carecen de todo significado; para mí son claves de una época.

II

De los propietarios de la papelería no hay rastro alguno. Supongo que ya habrá muerto doña Rita. A su esposo nunca lo conocimos y ella lo mencionaba sólo en las proximidades de las fiestas patrias, cuando se suponía que él iba a volver de Illinois para celebrarles a sus hijos gemelos su cumpleaños el l6 de septiembre. Ahora pienso que todo era un invento de doña Rita para ocultarles a Erubiel y a Claudio una realidad dolorosa y darles la impresión de que eran como el resto de los niños.

Me gustaría saber qué fue de Claudio y Erubiel. Recuerdo vagamente su aspecto. Si llegáramos a encontrarnos tal vez no nos reconoceríamos. Por fortuna conservo la foto que nos tomaron el último mes de septiembre en que los vi. Acuclillados, vestidos con los disfraces de Niños Héroes que se habían puesto para la celebración de la escuela, mis amigos aparecen en primera fila, mirando a lo lejos. Junto a ellos posa doña Rita y detrás un grupo de personas que se protegen del sol con la mano a la altura de la frente.

Esa sombra y los estragos del tiempo sobre el papel y la memoria me impiden identificar a esas personas en la foto. De seguro eran vecinos con los que cada año hacíamos el viaje al Zócalo para disfrutar de nuestra noche mexicana bajo la lluvia, entre empujones, gritos y puñados de confeti.

Siempre era divertida la experiencia de mezclarse con tanta gente llegada de todos los rumbos de la ciudad para compartir a gritos el fervor patrio, escuchar emocionados la campana de Dolores y el mensaje presidencial pasándoles lista a nuestros héroes. En medio de tanta euforia lamentábamos que Claudio y Erubiel no nos acompañaran.

Doña Rita les pedía a sus hijos que se quedaran con ella para recibir a su padre, que este año sí iba a regresar. No era el único recurso que desplegaba para mantener la esperanza del rencuentro, anhelado desde que los gemelos habían cumplido tres años.

A finales de agosto, con la ayuda de Claudio y Erubiel, doña Rita pintaba la fachada de su casa –vecina a la papelería–, reacomodaba los muebles para darles a los cuartos un aspecto novedoso y emprendía una feroz batalla contra las cucarachas para que su señor lo encontrara todo presentable.

Después venían los viajes a La Merced, en donde por única ocasión en el año compraba en abundancia todo lo necesario para la noche mexicana en familia y la celebración del doble cumpleaños.

En la foto que conservo, Claudio y Erubiel estaban a punto de cumplir 11 años. Me pregunto si ellos habrán tenido realmente esperanzas de que su padre volviera de Illinois para festejarlos el l6 de septiembre; pero en todo caso secundaban a doña Rita con un notable espíritu de obediencia.

III

De la noche mexicana en el Zócalo regresábamos con restos de golosinas en bolsitas, empapados, sucios, sacudiéndonos lunares de confeti del cabello y de la ropa. Nunca faltaban el hospitalario que ofreciera su casa para seguir con la fiesta, advertencia que ponía en tensión a madres y esposas –“estos hombres lo único que quieren es un pretexto para ponerse a tomar”–, y ni quien hiciera la pregunta que despertaba burlas y comentarios maliciosos: “¿creen que ahora sí haya vuelto de su viaje el esposo de Rita”.

Nos entristecía la posibilidad de que Claudio y Erubiel se hubieran quedado otra vez esperando a su padre. Algunos repudiaban la actitud de Rita: “no es justo lo que les hace a esos niños. Debería decirles la verdad en vez de ilusionarlos”. Eran aún más implacables quienes vislumbraban el futuro: “los gemelos están creciendo. Llegará el día en que sus hijos le pidan cuentas a Rita y ya no le será tan fácil engañarlos con falsas promesas. Entonces sí a ver qué les dice”.

IV

Aquel mes de septiembre, al regresar del Zócalo, encontramos a doña Rita sentada con sus hijos en el quicio de su casa. Su marido no había aparecido, pero aún era posible que lo hiciera al día siguiente para compartir con los gemelos la comida mexicana y el pastel.

Era el primer cumpleaños en que Rita podía ofrecerles a sus hijos ese regalo. El pastel significaba para ella un esfuerzo muy grande y, orgullosa, nos propuso que entráramos en su vivienda para admirarlo.

Recién desempacado, el pastel estaba en el centro de la mesa, era de dos pisos con un sarape de betún en el medio donde podían leerse los nombres de los festejados y la frase obligada: “¡Felicidades!” Rita nos propuso que al día siguiente, en cuanto llegara su esposo, los acompañáramos a partir el pastel. Todos aplaudimos. Y los gemelos sonrieron con los ojos llenos de lágrimas.

Sorprendida por la reacción, su madre los acarició: “¿qué les pasa? ¿No están contentos de que les haya comprado su pastel relleno de fresas? No crean que a todos los niños su mamá los festeja así. Deberían sentirse felices”.

Por fortuna Jesús, el anfitrión de aquella noche mexicana, nos recordó que su mujer nos estaba esperando en la casa para que siguiéramos con la fiesta y luego añadió: “Rita, véngase con sus hijos. Total, si llega su señor, desde allá podrá verlo”.

Rita se negó en nombre propio y en el de los gemelos; según ella sólo una vez al año era posible, casi seguro, que su esposo regresara. Después de tantos años de ausencia por lo menos se merecía la amabilidad de que lo esperaran.

El padre de los gemelos tampoco llegó el 16 de sepiembre. Apenados, los acompañamos a partir el pastel. Aún estaba fresco, era esponjoso y dulce, pero creo que para los gemelos tenía el más amargo de los sabores: el de la ausencia.

Cada vez que recuerdo a Claudio y Erubiel aquilato su valor y el inmenso esfuerzo que tuvieron que hacer para fingir ante Rita que creían en sus historias y en que algún l6 de septiembre el padre inexistente iba a volver para celebrarles su cumpleaños.

 
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