Usted está aquí: lunes 15 de septiembre de 2008 Opinión Aprender a morir

Aprender a morir

Hernán Gonzalez G.
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■ Mudas y mudables

Así como la policía oficial –gabinete de seguridad, procuradurías, acuerdos nacionales y demás– no puede ganar la batalla a la inseguridad propiciada por un sistema político y económico esencialmente mentiroso e insensible, las iglesias, convertidas hace siglos en policía moral de la sociedad, no ceden en su pretensión de controlar la vida y la muerte, como si de verdad les pertenecieran. Es en lo único que no han cambiado… aún.

La libertad y su operador, el cuerpo humano maduro y consciente, no en gestación o en estado de coma, siguen siendo el blanco preferido de todas las religiones, convertidas, para desgracia de la humanidad, en empresas religiosas que ofrecen inciertos servicios espirituales pero con evidentes resultados lucrativos.

Especialistas en confundir la gimnasia con la magnesia, en imponer unos valores y practicar otros, en cometer o solapar determinados crímenes y en considerar como tales los que no lo son, las iglesias siguen optando por el sometimiento de sus seguidores antes que por la reflexión y el respeto. Probada fórmula para mantener su influencia, no tienen por qué modificarla.

“Una Iglesia muda no sirve ni a Dios ni a los hombres”, expresó el arzobispo primado de México en su sermón del domingo 7 de septiembre pasado, no para denunciar a políticos, banqueros, monopolios y medios de comunicación, por ejemplo, sino para redoblar sus argumentos en contra de la legalización del aborto.

Citó incluso las demagógicas palabras que la madre Teresa de Calcuta soltó en Estados Unidos: “señor presidente, no mate a los niños en el seno materno, démelos, yo los cuido”, como si su vocación de ayuda pudiese rebasar las estadísticas y, peor aún, fuera capaz de sustituir la aturdida libertad humana. Satisfecho de seguir confundiendo ésta con la caridad y el asistencialismo, el cónclave pareció concluir: aborto no, adopción sí.

La realidad es que la Iglesia ha sabido quedarse libremente muda cuando ha querido, pero además ha sido estratégicamente mudable o cambiante en incontables ocasiones: “lo que Dios ha unido no lo separe el hombre” o la sacralización del matrimonio… hasta Enrique VIII; la condena de la usura… hasta que los bancos se volvieron “creyentes”; la infalibilidad del Papa… hasta que su obstinación fue inoperante; la condenación del suicidio… hasta que se hace necesario en la lucha contra el “enemigo”, y un largo etcétera.

 
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