Usted está aquí: domingo 21 de septiembre de 2008 Sociedad y Justicia Mar de Historias

Mar de Historias

Cristina Pacheco

Réquiem por la felicidad

En la explanada del estadio se lleva a cabo la vigésima Feria Anual del Empleo. La interminable fila de aspirantes avanza despacio por un corredor improvisado con láminas. Para aligerar la espera revisan los documentos que acreditan su nivel de estudios y de experiencia profesional, o leen periódicos y revistas.

Una edecán con gafete –Sissi Olvera– recorre la fila verificando que los solicitantes tengan en la mano la contraseña roja que les acredita haber ingresado por la puerta principal y que lleven sus documentos originales con 12 copias.

–Oiga, a mí no me dijeron lo de las copias–, afirma una mujer que se aparta de la fila.

–Pues tendrá que sacarlas, porque sin ese requisito no podrá pasar a los módulos de orientación–, repite Sissi con tono ejecutivo.

–Señorita: me vine nada más con lo del pasaje. ¿De dónde voy a sacar para tantas copias?

–Compréndala y échele una mano–, interviene el hombre de traje negro que va delante. –Por ahí ustedes han de tener una copiadora.

–Ya no. Cuando vino el recorte de presupuesto nos la quitaron– Sissi intenta ser amable: –Señora, ¿por qué no va a su casa por dinero?

–Llevo horas haciendo cola. ¿Perderé mi lugar?

–Pues sí. Tendría que formarse otra vez. La recepción de documentos termina a las cinco–. Sissi consulta su reloj: –Son las 12, a lo mejor alcanza a regresar.

–Tengo la ficha 787. Se la dejo encargada y le apunto mi nombre, Raquel Tiberio Hernández. Si me llaman y todavía no llego les dice que fui por dinero para las fotocopias.

–La cosa no es así–, argumenta la mujer de cabello crespo que tiene la ficha 786. –El número importa desde que se forma uno; el nombre, hasta que le reciben sus documentos y la entrevista alguien de recursos humanos. A él le dice lo que sabe hacer, si ha tenido otros trabajos y en qué área le gustaría desempeñarse. Me sé todo el numerito, porque es el cuarto año que me presento en la feria. No hay quinto malo, así que antes de venirme para acá dije: “Consuelo, prepárate: hoy vas a encontrar una vacante.” Lo mío es lo secretarial, en todos los niveles, pero mi edad es un obstáculo.

El desenfado de Consuelo provoca risas y disminuye la tensión en los rostros de los desempleados, excepto de Raquel:

–Oiga señora, ¿y si le encargo a usted mi ficha? Por lo menos para que me guarde mi lugar.

–Está bien, déjemela–. Consuelo toma la ficha y la suma a su documentación, mientras Raquel se aleja.

II

–Ni se la hubiera recibido, porque eso no va a servir de nada–, le advierte el hombre de traje.

–Ya lo sé, pero lo hice para que se tranquilizara un poco. Estaba a punto de llorar cuando le dijeron lo de las copias. Pobre—. Consuelo sonríe: —Usted, ¿de qué está buscando?

–De chofer–. Mete la mano al bolsillo y saca la licencia con su nombre: Alfonso Galván. –Desde el 99 estuve manejándole al señor Murillo. Era buena persona y me tenía mucha confianza, pero me despidió.

–¿Ya no pudo pagarle? Porque eso también está sucediendo mucho. La dueña del salón de fiestas en donde yo trabajaba cerró su negocio y cuatro empleados nos quedamos en la calle. Ahora sí que como dicen: los ricos también lloran y de paso hacen chillar a los pobres.

–No fue mi caso. A mi patrón le iba muy bien con su pastelería y por eso mismo se fue de México–. Alfonso se acerca a Consuelo y le habla al oído: –el señor Murillo tuvo miedo de que le secuestraran a alguno de sus nietos para pedirle rescate.

–¿Y qué se ganó con haberse ido? Ya no hay seguridad en ninguna parte, ni siquiera en mi tierra.

–¿De dónde es usted?

–De Morelia. Me vine porque allá el trabajo estaba muy mal pagado y había poco. Le estoy hablando del 94, 95. Ya puede imaginarse cómo está la situación ahora, y para mí que se va a poner peor después de lo que sucedió el l5 de septiembre. Así que no me queda ni siquiera la esperanza de regresarme para allá.

–Como quien dice, señora, le quitaron su tablita de salvación.

–Eso es duro. Antes, cuando me iba mal o me quitaban el trabajo, decía: “no me preocupo. En Morelia tengo familia y no faltará un lugar en donde me contraten, aunque sea con poquito sueldo.” Ahora hasta mi hermana Delfi me aconseja que no me regrese para allá, que hay mucho peligro. Tiene muy presente lo que sucedió la noche del Grito.

–¡Espantoso! Cuando vi la tele y las fotos en el periódico pensé que las habían tomado en Irak o en Afganistán o en otros países donde hay guerra. Al enterarme de que eran de aquí no podía creerlo–. Alfonso sacude la cabeza. –No es justo que tanta gente, sin deberla ni temerla, haya salido tan perjudicada.

–Gracias a Dios en mi familia no hubo heridos, pero mientras logré comunicarme para allá por teléfono viví angustiadísima pensando que de seguro mis gentes habían estado en el zócalo cuando estallaron las granadas. Y es que desde tiempos de mis abuelos tenemos la costumbre de ir al Grito, pero dice mi cuñado que el año que entra se quedarán a verlo en su casa.

–No hay que ser tan pesimistas. Esperemos que no haya más terrorismo–, dice Alfonso poco enfático.

–Se lo repito a mi hermana, pero ella sigue con muchos nervios por todo lo que vio. Bueno, con decirle que está tratando de convencer a mi cuñado de que se vengan para acá. Por mí, encantada de tenerlos cerca, pero les advierto que los asaltos, los secuestros y las matazones están a la orden del día.

–Como usted dijo: ya no hay seguridad en ninguna parte–. La expresión de Alfonso se dulcifica: –Fíjese, cuando yo era chico y se llegaba a saber de algún crimen terrible mi papá nos decía: “si esto empeora, nos vamos a Mérida. Allí la gente vive muy tranquila.” Pero ya ve lo que sucedió con los decapitados.

III

–Es triste lo que está pasando– Consuelo suspira. –Me duele todo México, pero más mi tierra. No dejo de pensar en quienes, por seguir la tradición de oír el Grito, perdieron familiares o quedaron mutilados. Me conmovió mucho lo de la señora que protegió con su cuerpo a su bebé. Gracias a Dios, el niño se salvó, pero el resto de su vida, sobre todo en las fiestas patrias, no faltará quien le recuerde la forma en que unos desalmados mataron a su madre.

–Esto tiene que mejorar–, afirma Alfonso. –No es posible que vayamos retrocediendo en todo.

–Me conformaría con que la situación no empeorara.

–Tal vez, pero no se haga ilusiones: las cosas nunca volverán a ser como antes.

–No pido tanto, sólo que recuperemos algo de tranquilidad. Vivimos a salto de mata, teniéndole miedo a todo mundo: desde los vecinos, los policías, los grueros hasta a los narcotraficantes y los secuestradores. Cada vez que salgo de su pobre casa le digo a mi Marlene: “si llaman por teléfono y no reconoces al que habla, cuelga rápido y no digas nada.” A Danilo, mi marido, también le aconsejo que se cuide y si le solicita el servicio un sospechoso, que pase de largo aunque no ajuste la cuenta del taxi. Tengo razón. A Nilo van cinco veces que me lo asaltan con pistola y en pleno día.

–Hacerla de chofer particular es más seguro, pero tiene sus bemoles. Los hijos de mi patrón me exigían que por 7 mil pesos de sueldo le diera a su papá servicios de guarura. Bien peligroso y aparte tenía que presentarme a diario de traje–. Alfonso acaricia la solapa de su saco: –Perdí el trabajo, pero se me quedó la costumbrita del tacuche, porque sé que en todas partes lo primero que piden es “buena presentación”.

–A lo mejor por eso ya no consigo trabajo–. Consuelo se mira los zapatos de piso. –Sabía que iba a estar muchas horas parada y por eso me vine así, pero yo desde muy jovencita he usado zapatillas altas. El día en que me compraron el primerito par de sandalias que tuve me sentí como si fuera millonaria.

–Así me pasó cuando mis padrinos me regalaron un trajecito y una corbata para mi primera comunión. Por ahí tengo mi foto–. Alfonso hace un guiño: –Pero tampoco hay que creer en que “todo tiempo pasado fue mejor”. En la vida se sufre y nunca faltarán los malos momentos.

–No lo estoy negando, sólo digo que antes para sentirnos contentos no necesitábamos mucho. Se ponía uno feliz oyendo las campanas al amanecer, comiéndose unos churros en El Moro, yendo al Blanquita o de excursión a La Marquesa.

–Uh, me va a hacer llorar– Alfonso mira a la distancia: –Los domingos que no tenía que darle servicio al señor Murillo jalaba con mis hijos a La Marquesa para que montaran a caballo y nos comiéramos unas quesadillas de requesón o de chorizo verde. Después de que encontraron 25 muertos allí, no pienso volver a llevarlos, al menos por un buen rato.

–¿Ve por qué le dije que ahora es más difícil ser feliz?

–Lo peor es que hay días en parece imposible.

 
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