Usted está aquí: sábado 4 de octubre de 2008 Opinión Francisco Primo de Verdad y Ramos

Bernardo Bátiz V.
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Francisco Primo de Verdad y Ramos

Durante el virreinato, la Nueva España fue organizada a partir del municipio, institución heredada por España del antiguo imperio romano que respetó el gobierno local de las ciudades que fundaba o conquistaba; cabildo, alcalde, edil, síndico, son términos que nos vienen de lejos y que se han incorporado con derecho a nuestro lenguaje político.

Hernán Cortés, leguleyo, (fue aprendiz de abogado en su tierra natal), para sacudirse la tutela del gobernador de Cuba Diego Velázquez, apenas llegó a costas mexicanas sobre los cálidos médanos de la tierra que recién pisaba, fundó la Villa Rica de la Vera Cruz, convocó a elecciones, que por supuesto ganó, sus subordinados lo eligieron “justicia mayor”, después de que, cuenta Bernal Díaz del Castillo, él y sus amigos anduvieron por el real convenciendo de uno en uno a los conquistadores para que sufragaran en favor de Cortés. Enseguida, continúa el cronista soldado, “fundada la villa, hicieron alcaldes y regidores y fueron los primeros Alonso Hernández Puerto Carrero y Francisco de Montejo; a este Montejo, como no estaba muy bien con Cortés, para ponerlo en los primeros y principales”. También se erigieron los signos del poder, la picota en la plaza y una horca fuera de la villa.

Quedó así fundado y establecido, con mañas electorales incluidas, el primer municipio y las primeras autoridades no indígenas en nuestro territorio. La organización se extendió al paso de los conquistadores por el país y duró como forma de organización política hasta 1786, en que se implantaron las intendencias.

Sin embargo, los ayuntamientos conservaron en ambos lados del Atlántico autoridad y respeto; en España fueron los alcaldes los que organizaron la resistencia contra Napoleón, como lo recuerda don Pedro de Alarcón en su hermoso cuento de El carbonero alcalde y en América, lo mismo en Santa Fe de Bogotá, en Buenos Aires o en México, fueron los ayuntamientos, sus regidores y síndicos los que, ante la caída de la monarquía en manos extranjeras, reivindicaron para el pueblo la soberanía en entredicho.

En México recordamos a un abogado formado en el antiguo colegio de San Ildefonso, Francisco Primo de Verdad y Ramos, síndico del ayuntamiento de la capital, al enterarse de la prisión del rey en manos de las tropas napoleónicas en 1808, propuso al cabildo y logró presentar al rey una comunicación en la que se propuso que ante la forzada abdicación de los Borbones en favor de Napoleón, la nación, representada por sus corporaciones municipales, asumía la soberanía para “conservarla intacta” hasta la restitución de los reyes legítimos.

De hecho y de derecho, esa declaración significaba la independencia de la Nueva España, lo que los peninsulares asustados no pudieron admitir y redujeron a prisión a los regidores y al síndico y este último, el promotor de la idea y precursor de la independencia de México, murió en prisión en la cárcel del arzobispado el 4 de octubre de 1808.

Como se ve, la ciudad de México desde hace ya más de 200 años, ha sido centro político importante, es la avanzada hacia formas de libertad y soberanía popular y lo sigue siendo. Hay que, como lo hace el gobierno actual, recordar estos hechos de nuestra historia. Un jurista, discípulo de los jesuitas del Colegio de San Ildefonso, en representación de sus conciudadanos, rescató la vieja tradición de libertad de las villas y ciudades antiguas, que ya habían demostrado en sus luchas contra Carlos V y en su resistencia a la invasión francesa, que por encima de la forma monárquica de gobierno, se conservaba el sentimiento y la convicción de que las ciudades y sus habitantes son libres y aceptan o no voluntariamente a sus monarcas. Es el principio de la soberanía popular, expresado por un mexicano, criollo nacido en Aguascalientes, educado en la capital, con autoridad moral, que dejó un precedente que sería retomado poco después por los caudillos militares de la guerra de Independencia.

 
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