Usted está aquí: martes 21 de octubre de 2008 Cultura El arte de la falsificación

Teresa del Conde/ II y última

El arte de la falsificación

En su ensayo Duplication, lúcido e impecable, como todo lo que escribió, el teórico y experto en sicología de la percepción Rudolph Arenheim (1904-2007), anota lo siguiente: “La falsificación es utilizada también como un reto demostrativo (demostrative challenge) […] En este mundo todas las cosas se parecen unas a otras de algún modo, así como difieren en otras. En el desarrollo de la cognición humana, el conocimiento empieza por generalidades”.

Está claro eso: antes de diferenciar un encino de un sauce, sabemos que un árbol no es lo mismo que un arbusto.

En mi nota anterior me refería a Van Meegeren, debido, entre otras razones, a lo siguiente: mis alumnos de posgrado desconocían este caso, aunque sí se encontraban familiarizados con Vermeer de Delft (1632-1675).

¿Por qué, si era dueño de tantas dotes, Van Meegeren necesitaba falsificar? La respuesta estaría tal vez en los terrenos de la antropología o de la sicología profunda. No basta considerar que quiso demostrar su poder sobre autoridades en este campo. Tal vez lo que también de-seaba era ser alabado como pintor del siglo XVII, época de oro de la pintura holandesa.

Quería ser compaginado con  Vermeer, o Pieter de Hooch,  no como un pintor del siglo XX que vivió la época de las vanguardias. Su situación difiere, por tanto, de aquella que guardan los falsificadores de Picasso o Tamayo.

Pero no hay que meterse en tantas honduras, porque lo que priva hoy día es el imperialismo monetario y esa suerte de idealismo falsificador está ausente de quienes imitan a José María Velasco o a Frida Kahlo, por citar conspicuos ejemplos nacionales.

Una copia que pretende ser exacta, una buena falsificación “al estilo de” José Clemente Orozco, pongamos por caso, podría verse mejor que el original. Sin embargo, el valor estético no es el mismo, porque el original es como un autógrafo y  la copia es derivativa.

Eso, además de que las copias a mano nunca son realmente exactas. Menos aún si el copista o falsificador prescinde en su trabajo del sometimiento a pruebas técnicas, como el secado de una pintura al óleo, que dejada a su estado natural toma un periodo de unos 50 años. Por eso los falsificadores suelen hornear los óleos.

Hace poco me fue mostrada  una obra que supuestamente es de Lucas Cranach, el Viejo. De primer embite, no corresponde al pintor y grabador en madera alemán.

Se trata de una copia de época, embellecida, de una de sus más famosas pinturas, de la que por cierto existen unas ocho versiones, aunque éstas difieren entre sí. Tal vez corresponda a su hijo, Cranach el Joven, quien siguió a pie juntillas la tradición de su padre, de éxito tan mayúsculo que su vástago no concibió la necesidad de alterarla, pero su ideal de belleza en los rostros femeninos lo conminó a modificar ligeramente las fisonomías, haciéndolas más gratas.

¿Y qué de los análisis tipo luz negra, identificación de pigmentos utilizados, edad de la tela, prueba de carbono 14 (no susceptible de utilizarse en pinturas), etcétera?

Según Otto Kurz, quien fue historiador, investigador, catalogador y connoisseur con entrenamiento científico a profundidad, la percepción a golpe de ojo es lo que inicialmente priva, pero hay que acompañarla después con pruebas técnicas.

Hoy día equipos calificados verifican la época en la que una tela fue originada o modificada, y determinar si los pigmentos corresponden a los que se utilizaban en ese tiempo.

Pero de todas formas no existe la posibilidad de determinar si una tela que representa, pongamos por caso, el emblema de la Santísima Trinidad, es o no de Miguel Cabrera (1695-1768), quien fundó la primera academia de pintura que existió en la Nueva España, junto a figuras como José de Alcíbar y Juan Morlete Ruiz.

Su obra está diseminada en iglesias, conventos, colecciones particulares y museos, no sólo en México.

Los especialistas, como Rogelio Ruiz de Gomar, aplicando el método deductivo, saben si la pieza es obra de taller (no muy distinto en cuanto a amplitud de producción, al taller de Rubens) o bien si pudiera ser totalmente de su mano, en cuyo caso la pieza no será de dimensiones enormes ni integrará serie, pues por prolífico que haya sido, Cabrera desde luego que se valió de ayudantes, aunque él fue el autor del “disegno interno” (que es lo que cuenta en estos casos).

La vieja nobleza novohispana, anota Jorge Alberto Manrique, “se prestigiaba ostentando Cabreras. Por tanto se falsificaron o se atribuyeron Cabreras”.

Los ejemplos de falsificaciones aumentan día con día, pero en México todavía no se ha dado la posibilidad de montar una exposición de falsos, como ha ocurrido en otros países.

Sólo Brígido Lara, quien fue experto en producir cerámica de Cempoala, es conocido a escala internacional. Hoy día sus piezas van firmadas y, además, es un famoso restaurador, aunque no el único que existe o ha existido respecto al arte antiguo de México.

 
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