Usted está aquí: martes 21 de octubre de 2008 Opinión Penales sin control

Editorial

Penales sin control

La madrugada de ayer, en el Centro de Ejecución de Sanciones de Reynosa, Tamaulipas, se suscitó un motín de presos –originado, según versiones de la Secretaría de Seguridad Pública de la entidad, por un choque de dos grupos de internos– que arrojó un saldo, de acuerdo con la información disponible, de más de 20 muertos y una decena de heridos, aunque versiones extraoficiales afirman que esas cifras podrían ser mayores.

La proliferación de cruentas rebeliones carcelarias –la de ayer se suma a otras ocurridas en el mes en curso en Tijuana, Monterrey, Culiacán y Zacatecas– posiblemente está ligada con la descontrolada violencia delictiva que azota al país y que acaso ha comenzado a reflejarse en los penales. Resulta significativo a este respecto lo acontecido en los reclusorios de Cieneguillas, Zacatecas, y Topo Chico, Monterrey, donde los motines se suscitaron, aparentemente, en respuesta de los internos a la pretensión de grupos de presuntos Zetas de tomar el control de esas penitenciarías.

Pero el ineludible telón de fondo de las revueltas en diversas prisiones es la completa degradación de la administración carcelaria en el país, la cual ha perdido el sentido de rehabilitación y reinserción social establecido en las leyes. Las condiciones que prevalecen en la mayoría de esos centros –hacinamiento, corrupción de autoridades, condiciones infrahumanas de alimentación y salud, así como permisividad de la operación de mafias– han hecho de éstos espacios de negación rotunda de la legalidad y el estado de derecho, y plantean un entorno idóneo para la comisión de cualquier tipo de delito y para que las organizaciones criminales continúen operando en los reclusorios. Por añadidura, episodios como el ocurrido en el penal de La Mesa, Tijuana –donde más que un acto de restablecimiento del orden penitenciario se perpetró una masacre a mansalva de reos por elementos de las policías federal y estatal–, indican que en algunas autoridades predominan las intenciones de venganza y aniquilamiento sobre las de procuración e impartición de justicia. Cabe insistir, en esta circunstancia, en la necesidad de que la autoridad federal deje de lado un discurso equívoco, en el que se caracteriza a los infractores de la legalidad como “enemigos” y hasta como “traidores a la patria”. Asimismo, resulta imperativo que se garanticen en los centros de reclusión condiciones mínimas de dignidad y subsistencia, así como la plena observancia de los derechos humanos de los reos.

Por otra parte, la pérdida de control oficial en las cárceles es un dato por demás alarmante, pues el Estado, en tanto detentador del monopolio de la fuerza y la violencia legítimas, tiene la obligación de hacer prevalecer el orden y la seguridad pública en todos los ámbitos, y si hay un espacio en particular en que dicha facultad tendría que resultar inobjetable es precisamente el de las prisiones: dichos centros están diseñados con el fin de garantizar la vigilancia y el control sobre los internos, y resulta inaceptable que, en tales condiciones, los grupos de criminales puedan desencadenar episodios como los referidos. Esto último no sólo da cuenta de la debilidad y el desorden de las autoridades carcelarias y del enorme poder de infiltración de los grupos delictivos entre los servidores públicos, sino que incrementa el sentimiento generalizado de indefensión, desamparo y zozobra, porque un gobierno que no puede hacer cumplir la ley en los penales menos podrá hacerlo fuera de ellos.

 
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