Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 26 de octubre de 2008 Num: 712

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HUGO GUTIÉRREZ VEGA

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Regalo profundísimo
NANA ISAÍA

Walter Benjamin: pasajes y paisajes
LUIS E. GÓMEZ

Canción y poesía
ANTONIO CICERO

Juan Octavio Prenz: elogio de la ausencia
CLAUDIO MAGRIS

El reloj de arena
MARÍA BATEL

Isidora Sekulic y el acto de escribir
JELENA RASTOVIC

Doscientos años de soledad
RICARDO VENEGAS entrevista con RAMÓN COTE BARAIBAR

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Isidora Sekulic y el acto de escribir

Jelena Rastovic


Ilustraciones de Margarita Sada

Querido lector:

El acto de escribir es un acto de voluntad hacia otros. Las cartas, particularmente, expresan esta voluntad. Consciente de que perturbo su curiosidad, paz o soledad al imponerle la lectura de mis reflexiones, decidí no ocultarme en la pretensión de un escritor de ensayos: la verdad es que lo hago para usted, para comunicarme.

Verá, mi carta puede parecerle confesional o subjetiva. No se incomode: lo más gracioso de las Confesiones, de Rousseau, no es lo que confesó, sino su inocente intención de ser honesto. Además, lo que quiero decirle está basado en unos hechos reales que, creo, en determinadas circunstancias, misteriosamente coinciden con una revelación. No sabría explicarle exactamente cómo ocurrió: en estos días estuve trabajando en varias y muy diversas cosas a la vez: traduzco un libro polémico contra Kundera, de un polémico escritor serbio con el que sostengo correspondencia (amistosa, pero también polémica); doy clases acerca de una materia un poco controvertida, llamada Metodología de la lectura a través de textos literarios de la literatura mexicana del siglo XX, en los que un alumno propone leer a Rimbaud (¿qué decir de este estudiante de la carrera de Administración de empresas?), mientras que otros aún son unos jóvenes muy convencidos de su religión guadalupana (¿qué decir de ellos como lectores de Rimbaud?); la mayor parte del tiempo la paso junto con mi esposo, trabajando en todas las faenas cotidianas que exige la vida doméstica en una familia en la que una de las hijas apenas dejó de ser beba y, la otra, apenas se prepara para ser adulta (edades “algo difíciles”) y, desde luego, ¿cómo podría dejar de indagar entre las cosas de la literatura que tanto me gustan?

Lo más probable es que todos estos movimientos que realizo, haciendo cosas y pensando, traduciendo textos y describiendo sentimientos, me llevaron a un punto en que, realizada y cansada, contenta y enferma, feliz e indiferente, el 5 de abril abrí una Historia de la literatura serbia, me topé con Isidora y me detuve. La melodía de mi idioma materno –el serbio–, en sus textos, me sonó de manera muy agradable; sentí mucha ternura por esta escritora: son pocas las mujeres que saben escribir; escribir con inteligencia y sentimiento. Al día siguiente, en el diario serbio Politka (on-line, por supuesto), en el artículo de una autora feminista, leí que el pasado 5 de abril fue el mismo día en el que, hace cincuenta años, Isidora murió.

Quería escribirle, querido lector, que desde ese instante se desencadenó en mi imaginación una serie de ideas, pensamientos, experiencias y sentimientos que viví en diferentes momentos de mi vida: me acordé de Ana Karenina, personaje que me gustaba mucho cuando era joven; de una frase de Simone de Beauvoir que, con haberla leído una vez, me impactó tanto que nunca la he olvidado: “No se nace mujer: una llega a serlo.” Comencé a comparar las fechas. En 1878 se publicó la novela de León Tolstoi. Un año antes, en 1877, nació Isidora Sekulic. En 1908, cuando nació Simone de Beauvoir, Isidora Sekulic trabajaba de maestra, como Simone, a sus treinta y un años de edad. 1958 es el año de la muerte de Isidora; en su última entrevista, ella dijo que no había sido una mujer feliz. En 1968 apareció La mujer rota, de Simone de Beauvoir, en la que Monique, la protagonista de la novela, una mujer que después de vivir la mejor parte de su vida en un matrimonio feliz tuvo una revelación fulminante: el tiempo pasa y las cosas cambian imperceptiblemente para mal; ese mismo año yo tengo cuatro. En 2008 tengo cuarenta y cuatro años y desembarco en una soledad pertinaz.

Habiendo nacido niña, tuve muchos privilegios; entre ellos, paradójicamente, que mi madre me cuidara de los trabajos domésticos (a los reproches de mi padre, ella decía: “Lavar, limpiar y cocinar, de cualquier modo eso le espera cuando se case.”) Mi única obligación consistía en estudiar y ser buena alumna; pude pasar mucho tiempo leyendo cuentos de hadas en los que la mujer, si no es una diosa, es una reina o una princesa. O una mujer mala. Claro que, en la imaginación de una niña, era mejor ser reina o princesa que una mujer mala. Después, ser esposa y madre en una familia ocupó mucho de mi tiempo, pero diría que no del todo. Si hablamos del amor, lo he experimentado, a pesar de que nunca entendí por qué no lo he conocido como toda la vida me lo imaginé y esperaba conocerlo. La soledad y la literatura, donde encuentro y disfruto los lugares en los que me reconozco, siguen siendo mi ambiente más natural. Ahí nunca soy una mujer madura, cansada, enferma o rara. En cuanto a los hombres, si acaso algunos aún buscan y encuentran en mí a una mujer bonita, inteligente o atractiva, podría hacerles caso, pero con la certeza de que ninguno de ellos puede acompañarme en mi soledad.

Le diré a usted –sin el afán de que siempre comprenda las razones– que de joven, cuando ya no leía más los cuentos de hadas, me gustaba mucho Ana Karenina. No era reina ni princesa, tampoco una diosa (a pesar de que Tolstoi la concibió como diosa): noble, bella y espiritual, creada por un hombre como lo fue el gran escritor ruso, definida por las relaciones que tuvo con los hombres. Lo que ocurre en la parte de la novela que voy a citar –el primer encuentro entre Ana y Vronsky en la terminal de trenes– me gustaba mucho; yo esperaba experimentar algo así alguna vez en la vida, la cual aún se me mostraba como un incierto e infinito porvenir:

Se inclinó [Vronsky] e iba a entrar en el vagón, pero sintió la necesidad de mirarla [a Ana] otra vez, no por su belleza, su elegancia ni por la sencilla gracia que emanaban de toda su figura, sino porque la expresión de su rostro encantador, cuando pasó junto a él, era especialmente dulce y delicada. Al volverse Vronsky, también ella volvió la cabeza. Sus brillantes ojos grises, que parecían oscuros por las espesas pestañas, se detuvieron en él con una mirada amistosa y atenta, como si lo reconociera, e inmediatamente se desviaron sobre la muchedumbre, como buscando a alguien. En aquella rápida mirada Vronsky tuvo tiempo de observar una expresión de viveza contenida, sus ojos brillantes y la sonrisa apenas perceptible de sus labios rojos. Parecía que un exceso de algo llenaba todo su ser y, a pesar suyo, brotaba tan pronto de su mirada luminosa, tan pronto de su sonrisa. Veló intencionadamente la luz de sus ojos, pero ésta se traslucía, a pesar suyo, en aquella leve sonrisa.

Me gustaba que la expresión del rostro de Ana se le mostrara a Vronsky como “especialmente dulce y delicada” y que, además, observara una expresión de “viveza contenida”. ¿Qué podría decir ahora, cuando ya comienzo a ver la vida como un pasado que se aleja, cuando hace mucho que ya no leo ni me emociono con Ana Karenina, de Tolstoi? ¿A usted no le parece significativa la comparación de Tolstoi de esa expresión de “viveza contenida” con un “exceso de algo”? Ahora diría que en el fondo de esta observación se revela una carencia: Tolstoi, el hombre noble y culto, conocedor y amante de las mujeres, observó que lo propio de Ana es como un “exceso de algo”. Para contrastar, le mencionaré una observación más sobre la belleza de una mujer expresada por un hombre: la encuentro en el cuento “La sonrisa de Marko”, escrito por Marguerite Yourcenar. Ella hizo sonreír al hombre más fuerte y guerrero de toda la poesía épica del pueblo serbio (de aquellos serbios de los Balcanes, temidos como la gente más primitiva y cruel).

Isidora Sekulic (16/II/1877-5/IV/1958) es conocida como la serbia más culta e inteligente de su tiempo. Como escritora, traductora y crítica de obras literarias, se sumió en la esencia de la lengua serbia y su expresión artística; consideraba que el habla y la lengua representan las galas culturales de un pueblo. Para los más exigentes, hay que mencionar que fue la primera mujer que ingresó en la Academia Serbia. Muchos críticos literarios misóginos, al no poder reprocharle su talento literario, calificaban su obra desde posiciones extraliterarias; uno de ellos, Jovan Skerlic, su más ferviente crítico en la antigua Yugoslavia ( la Yugoslavia monárquica, la de antes de la segunda guerra mundial), le reprochaba falta de nacionalismo. Isidora se defendía explicando que Skerlic era un hombre brusco y duro; que –al ser nombrado ministro y obtener poder político– se volvió impaciente; que ella nunca le dio la mano ni lo saludó: “Yo era retraída y vivía entre los libros; él no entendía que no hay verdadero nacionalismo sin internacionalismo. Amo a otros pueblos de manera nacionalista.” En la Yugoslavia socialista, después de la segunda guerra mundial, los críticos literarios comunistas le reprochaban tener miradas metafísicas. La verdad es que Isidora –una escritora que se creó a sí misma en su obra– aceptó que nunca había sido feliz: “No fui feliz. Lo acepté. Existe una felicidad cósmica que determina a la gente. Si usted no es amado, en vano tratará de que lo amen.”

Mientras Isidora optó por aceptar que no era una mujer feliz, Simone fue una escritora –felizmente casada, pero sin hijos–, que se sintió obligada a luchar para explicar que sí había sido una mujer feliz. En una entrevista dijo: “No pienso que haya diferencia entre vivir la vida como escritor o como escritora. Pero se está lejos de admitir que una escritora sea ante todo una mujer que ha consagrado su vida a la escritura y que no ha tenido lugar para otras ocupaciones llamadas femeninas. Por ejemplo, se me ha reprochado mucho el no haber tenido hijos, mientras que nadie se lo ha reprochado a usted, aunque sea tan normal para un hombre como para una mujer tener hijos y quererlos, tanto siendo padre como madre. Pero el reproche ha caído sobre mí porque se piensa que una escritora es, ante todo, una mujer que se distrae escribiendo, lo que no es cierto, porque es el conjunto de una vida que está estructurada por y sobre la escritura y, por tanto, aquello implica montones de renuncias, montones de elecciones también, y este ha sido mi caso. He vivido verdaderamente en la medida en que quería escribir.”

Ciento treinta años entre Ana y yo. Cien años entre Simone y yo. Cincuenta años desde la muerte de Isidora y cuarenta desde la mujer (Monique) que se dio cuenta de que el tiempo pasa. Cuarenta y cuatro años de mi vida para llegar a entender que Ana se suicidó porque fue creada por un hombre; que Isidora murió solitaria porque los hombres no la querían; que Simone se volvió feminista porque se le reprochaba ser feliz y que yo busco estar sola para ser feliz.

Lo siguiente es un fragmento del trabajo de Isidora sobre el aliento, el oído y la vista en la poesía de Njegos y Laza Kostic, dos hombres, dos poetas serbios. Se dice que a uno de ellos, a Njegos, lo adoraba (le dedicó su libro A Njegos, un libro de profunda devoción), y que experimentaba hacia él un sentimiento casi religioso. Le ofrezco un fragmento, querido lector, como muestra de mi deseo de pasar al español lo que tanto me gusta leer en serbio:

¿Aliento? ¿No habrá algún error de impresión en el título? En vez de aliento, ¿quizá debería estar la palabra espíritu? No hay error de impresión ni de escritura. Usted seguramente continúa con la pregunta; puesto que se trata de poesía, usted introduce en la palabra aliento un sentido figurado: potencia, vibración, ligereza, la continuación del movimiento de los versos… Usted tiene en mente la técnica; nosotros, la idea. La técnica es un hecho; la idea, una energía. En la palabra aliento hay que incluir las manifestaciones físicas y las metafísicas: la función de la respiración y la función de la inspiración. Aquí y ahora se trata del aliento que puede quedar, tal vez eternamente, encerrado en la obra artística; exactamente como el hombre puede detener la respiración por mucho tiempo. Aquí y ahora se trata del aliento exhalado desde el pecho, sacado, esparcido; del aliento de los pulmones que crea la densidad plástica de las vocales y las consonantes. Pero se trata, además, de una bella palabra: el ánimo; el ánimo como una energía sintetizadora, mediante la cual las palabras del poeta emergen como una serie de estallidos melódicos del corazón o de la mente del artista. Se trata de una especie de aliento mítico en el hombre con vocación; se trata de la energía del aliento y el habla en el hombre, cuando tal hombre aspira a alguna luminosa y salvadora creación. Es el aliento que en Njegos eslabonaba, y sigue eslabonando, los pensamientos poéticos fecundos en la cadena de un monólogo gigante. Hasta ahora, nadie ha sabido continuar este rapsódico monólogo de Njegos entre nosotros y ninguno de los diversos traductores –la gente de diferentes alientos y hablas– ha logrado reproducirlo. Solamente traducir, transmitir, pasar, recontar, pasar los versos libremente, reelaborar, referir: –¡ah!– no fueron más lejos los traductores. Las palabras y las sílabas de una traducción no tienen aliento; el ánimo en ellas se ahoga por la falta del mismo […] Laza Kostic creó en el poema “ Santa Maria della Salute” una síntesis del aliento y el oído cuya reproducción, hasta ahora, no fuimos capaces de experimentar siquiera nosotros, los serbios, ni mediante la declamación ni mediante la música. Fíjense bien, aprehendan fuertemente con el oído la cadena de las palabras de Njegos o de Laza, y cada palabra, como una antorchita, resplandecerá con su flama, y nuestra lengua, hermosa pero desatendida, nuestra lengua bastante desaliñada, (re)sonará como una vez las campanadas de Pascua. Las campanadas de nuestra campana que repican que sabíamos escribir y hablar, que teníamos una poesía de gran aliento, que teníamos un oído el cual, al parecer, ya no tenemos.

Tal vez Isidora creyó que no fue amada, pero si no fue feliz fue por amar como escritora a los hombres que no pudieron amarla: no estaban entre los vivos, estaban lejos, amaban a otras mujeres o, simplemente, se bastaban a sí mismos y no se ocupaban de ellas. Ana ya no llama mi atención como antes; sí, la rebeldía y la lucha de Simone –lo comprendo muy bien–, aunque no me atrae su manera de participar la visión del mundo. Yo me quedo con la obra que encierra sus alientos y su habla; con lo que Tolstoi observó en la expresión de “viveza contenida” en el rostro de Ana (un “exceso de algo”) y la danza de Haisché, la muchacha del pueblo que venció la fuerza de Marko Kralievic y logró despertar su sonrisa.

He llegado al final de esta carta. Con él, también, se desvanecieron la intrepidez y el entusiasmo iniciales: el acto de escribir es un acto de voluntad hacia otros, pero también es el imposible acto de compartir la soledad. Independientemente de mi intención de involucrarlo y el más o menos logrado intento de comunicarme, está la plena y autosuficiente soledad. Es la hora de despedirme.

Saludos cordiales.