Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 26 de octubre de 2008 Num: 712

Portada

Presentación

Bazar de asombros
HUGO GUTIÉRREZ VEGA

Espionaje
RICARDO GUZMÁN WOLFFER

Regalo profundísimo
NANA ISAÍA

Walter Benjamin: pasajes y paisajes
LUIS E. GÓMEZ

Canción y poesía
ANTONIO CICERO

Juan Octavio Prenz: elogio de la ausencia
CLAUDIO MAGRIS

El reloj de arena
MARÍA BATEL

Isidora Sekulic y el acto de escribir
JELENA RASTOVIC

Doscientos años de soledad
RICARDO VENEGAS entrevista con RAMÓN COTE BARAIBAR

Leer

Columnas:
Mujeres Insumisas
ANGÉLICA ABELLEYRA

Paso a Retirarme
ANA GARCÍA BERGUA

Bemol Sostenido
ALONSO ARREOLA

Cinexcusas
LUIS TOVAR

La Jornada Virtual
NAIEF YEHYA

A Lápiz
ENRIQUE LÓPEZ AGUILAR

Artes Visuales
GERMAINE GÓMEZ HARO

Cabezalcubo
JORGE MOCH


Directorio
Núm. anteriores
[email protected]

 

El reloj de arena

María Batel

Cuando el hombre comprendió el misterio del reloj de arena supo que podía trastocar el tiempo. Éste fluía mientras el chorro de sus fino granos resbalaba por la garganta de cristal, hasta colmar el vientre vacío que albergaba sin tregua los instantes por venir. Fue por ello que, con la parsimonia del rito, colocó el reloj de arena en posición horizontal.

El tiempo, azorado, dejó de correr. Aún fue capaz de escurrir los últimos segundos arenosos de una cavidad a la para no morir asfixiado. Sus horas quedaron quietas, en el equilibrio del gran vaso comunicante, con el cuerpo truncado entre el pasado y el futuro. Tan sólo quedó intacto, en el centro mismo del cuello, el único grano capaz de respirar por sí mismo: el del instante presente.

A salvo, aunque dividido, el tiempo se sumió en un profundo letargo. Libre de ataduras, el presente tomó conciencia de sí mismo . Sin granos de ayer ni de mañana que condicionaran su paso, podía evadir el destino. La única realidad posible era la derivada de su propia presencia. Sólo su entendimiento otorgaba vida a lo existente y lo hacía por tanto su único creador; dueño de una dimensión que le permitía trascender la leve materia de su continente para diluirse en el cuerpo eterno del Universo. Desde ahí pudo mirar al hombre que lo había liberado y que lo observaba desde el otro lado del cristal, satisfecho con el poder que creía haber adquirido al desafiar el tiempo.

El reloj había existido desde hace mucho antes que Cronos hiciera un hueco en la nada para depositar su nombre. Descansaba sobre la piedra central del templo, dándose vuelta a sí mismo sin cesar, atrapado en su inevitable transcurrir.

El hombre solía sentarse frente a él y diluía la mirada en el incesante manar de las ínfimas partículas que medían lo inconmensurable.

Al detener el tiempo, el hombre tuvo la certeza de ser su dueño. Mientras contemplaba al presente atrapado en el cuello del reloj, se creyó poseedor de la estrategia de Dios, capaz de recrear al Universo en ese único grano de tiempo que sólo a él pertenecía. Y al igual que el presente, también pensó que sólo él colmaba el vacío y que sólo su conciencia otorgaba realidad a lo creado.

El hombre contempla al presente que contemplaba al hombre que contemplaba al presente, en el momento perpetuo en que ambos lograron detener el curso infinito. La realidad quedó paralizada en una existencia perpetua, sin un antes ni un después que determinaran su trayectoria. Los demás seres detuvieron su paso, unos sumidos en irremediable supor y otros en una permanente vigilia sin conciencia. El agua de los ríos suspendió su flujo y los niños dejaron de crecer, con la sonrisa pasmada de los muñecos sin cuerda. Los viejos dejaron de morir, congelados en su despedida. La sangre no manó más de las heridas y los gritos de dolor quedaron ahogados en la mueca. Las caricias se confundieron a la piel, los anhelos se estancaron y la cópula de las bestias dejó de escucharse en los bosques.

El hombre miró entonces el minúsculos grano de arena prisionero en la frágil garganta, convencido de haberse apropiado para siempre de la verdad del instante.

Desde el lugar sin límites el presente miró al hombre, ensimismado en su quimera, incapaz de percatarse de que se había convertido en su esclavo.