Usted está aquí: jueves 30 de octubre de 2008 Opinión El carisma se disipa

Soledad Loaeza
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El carisma se disipa

La palabra “carisma” ha entrado en nuestro vocabulario cotidiano y la usamos para describir en forma relativamente taquigráfica a una persona muy simpática, a un cantante exitoso, a una amiga muy sociable o a un bebé risueño. Incluso hemos llegado a utilizarla en lugar de lo que antes llamábamos “don de gentes”.

Esta enigmática palabra de origen griego significa “gracia”, “don”, una cualidad extraordinaria, y le estamos dando buen uso –aunque un poco abusivo– si las personas que llamamos carismáticas poseen belleza, ingenio o voz excepcionales.

Max Weber, el sociólogo alemán, es lejanamente responsable de que la palabra haya llegado desde los clásicos hasta nuestros días. Su significado se ha transformado desde que lo rescató en 1922 para referirse a una forma de dominación política cuya fuerza reside en la fe que tienen los dominados, los adeptos, en las cualidades sobrenaturales o sobrehumanas de su jefe, de su líder.

Weber probablemente se iría de espaldas si le presentaran a Luis Miguel o a Rebeca de Alba como ejemplos de personalidad carismática. En cambio, si asistiera a uno de los mítines de Andrés Manuel López Obrador vería con interés cómo se comporta y cuáles son las características de un líder carismático a principios del siglo XXI, y buscaría descifrar el poder que ejerce sobre sus seguidores; pero concentraría su curiosidad en estos últimos, pues el carisma, como la belleza, está en los ojos de quien lo mira. Es decir, poco importa la capacidad oratoria del guía carismático, la coherencia de sus argumentos, la firmeza de sus posiciones, el ritmo de su dedo flamígero: mientras sus seguidores crean que posee una fuerza mágica, le serán devotos.

Así al parecer ocurre con los lopezobradoristas que le han entregado su confianza, porque no es otra cosa lo que han hecho muy respetables universitarios que, haciendo a un lado la duda cartesiana, han estado dispuestos a asumir la causa de López Obrador como un deber. Muchos entienden en estos términos la militancia política, pero no deja de sorprender, que hayan depuesto su capacidad crítica para defender más que valores o principios, a un político tan falible y cuestionable como cualquiera. Así, rudos y duros con sus opositores, como si su crítica o su rechazo al objeto de su pasión fuera perjurio, los lopezobradoristas dejan de hablar con quien no lo es, le levantan el saludo al vecino que adorna su coche con una calcomanía del PAN, o de plano le mientan la madre porque no reconoce el carisma de su líder. Tendrían que aceptar que su lealtad a “Andrés” es tan personal y subjetiva como puede ser el amor a su pareja o su gusto por los camarones a la diabla.

Es sorprendente que muchos de estos respetables universitarios parezcan dispuestos a creerle todo a López Obrador, o por lo menos a justificar la manipulación de cifras y de argumentos que ha hecho en materia electoral o petrolera, un recurso que ha sostenido su exaltación demagógica –que rima con autoridad carismática– en el Zócalo y en el Hemiciclo a Juárez.

El liderazgo carismático tiene un fundamento sicológico; la entrega de los adeptos es personal –nada tiene que ver con instituciones– y está movida por la fe que surge, como dice Weber, “del entusiasmo o de la indigencia y la esperanza”. Poco tiene que ver con la razón, como bien lo sabe López Obrador, cuyas acusaciones y denuncias están dirigidas a conmover el estómago, la indignación, el amor patrio, la nostalgia de un México que nunca existió, el sentimiento de orfandad que ha dejado en muchos la disminución de la presencia estatal, la culpa social de los privilegiados del mundo de las artes y de las letras, el exhibicionismo. Nunca se propone López Obrador mover a la reflexión. Se entiende que para su forma de liderazgo las ideas son letales; por esa razón le da la espalda incluso a quienes están en disposición de elaborar argumentos para apoyar sus posiciones. De ahí que sorprenda su influencia en el mundo universitario, que es el medio natural precisamente de las ideas y del conocimiento, donde “las verdades” –como las que emite el guía–, los paradigmas, son cuestionados de oficio.

El problema del carisma es su fragilidad, es una virtud efímera; su peor enemigo es la rutina, que normalmente mata lo extraordinario. Así, a estas alturas se ha vuelto una costumbre la condena moral en boca de López Obrador. Sus desplantes ante las instituciones, incluido su partido, son una conducta predecible; nada nuevo hay en su discurso. Asimismo, bloqueos, tomas de tribuna, conatos de violencia entre los fieles del lopezobradorismo y los demás, se han vuelto parte de la vida diaria en el Distrito Federal, como los embotellamientos o los baches. Hemos aprendido a vivir con esas estrategias, que ya son verdaderas instituciones.

La repetición disipa el carisma, y el de López Obrador parece exánime, de ahí su desesperación, sus saltos de un tema a otro. Pero además, si leemos a Weber, quién sabe si en verdad es un guía carismático, porque para serlo su jefatura no debe aportar ningún bien material a los adeptos, ni sueldos, ni prebendas, ni apariciones en la televisión, ni un auditorio multitudinario cautivo en el Zócalo, ni fotografías en el periódico, y en ese aspecto AMLO ha resultado muy generoso.

 
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