Usted está aquí: viernes 7 de noviembre de 2008 Opinión La Muestra

La Muestra

Carlos Bonfil

■ Lake Tahoe

Ampliar la imagen Fotograma del filme de Fernando Eimbcke Lake Tahoe Fotograma del filme de Fernando Eimbcke Lake Tahoe

Un adolescente estrella el auto familiar en la carretera y debe recorrer un pueblo cercano en busca de una refacción para reparar el motor averiado. A partir de esta anécdota mínima, Fernando Eimbcke propone en Lake Tahoe, su segundo largometraje, la crónica de una maduración sentimental, la del protagonista Juan (Diego Cataño), enfrentado paralelamente a la experiencia de duelo por la muerte de su padre, y al difícil contacto con diversos personajes pintorescos que encuentra en su camino.

Hay un mecánico anciano (Héctor Herrera) sumido en el torpor de la siesta, apenas dispuesto a reparar personalmente el automóvil, y cuya única compañía es una perra llamada Sica; hay un mecánico joven (Juan Carlos Lara), fanático de las artes marciales, cuyo ídolo máximo es Bruce Lee, y que sincroniza todos sus movimientos y actitudes en la vida con lo que aprende del protagonista de Operación dragón; hay también una acelerada madre soltera (Daniela Valentine) que anhela ir a una tocada de rock, pero no sabe con quién dejar a su bebé. Cada uno de estos personajes adoptará al taciturno Juan para facilitarse un poco la existencia, complicándosela a él un rato. A partir de alusiones muy discretas, el espectador termina intuyendo los motivos del desasosiego del adolescente (apenas unas frases intercambiadas con su madre o con su hermano menor), pero la cinta en su casi totalidad se concentra en observar, con humorismo y sensibilidad, los cambios anímicos del personaje, su rito de pasaje de la adolescencia a una temprana edad madura, su manera de lidiar en silencio con el dolor y la incertidumbre.

La cámara permanece inmóvil, como una ventana frente a la cual transita de un extremo al otro un Juan infatigable, buscando la refacción para su auto, buscando a la perra extraviada que debía cuidar, procurando escapar de su malestar impreciso, para sólo regresar al mismo punto; una ventana a su intimidad afectiva, a esa emoción que lo lleva a romper en llanto en medio de su iniciación sexual, o al arranque de furia contra un auto, o a la catarsis liberadora que a su manera comparte con quienes lo rodean, intrigados.

El luminoso paisaje en su entorno parece abandonado, los transeúntes son escasos y el silencio lo domina todo. A la sucesión de planos fijos la interrumpen bruscos y prolongados cortes directos a negro, que son a su vez los equivalentes visuales de ese silencio. Fernando Eimbcke se dirige aquí, con mayor aplomo que en Temporada de patos, su estupenda ópera prima, hacia su proyecto de un cine puro. Lo hace sin solemnidad ni deleite en la zozobra moral, con maestría técnica y el refuerzo de un humorismo refrescante.

 
Compartir la nota:

Puede compartir la nota con otros lectores usando los servicios de del.icio.us, Fresqui y menéame, o puede conocer si existe algún blog que esté haciendo referencia a la misma a través de Technorati.