Usted está aquí: sábado 8 de noviembre de 2008 Opinión Shine a light

Carlos Bonfil
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Shine a light

“Will you still need me when I’m 64?” ¿Cómo no pensar en ese himno bucólico a la vejez satisfecha que hace décadas compusieron los Beatles, ante el contraste trepidante que hoy ofrecen los sexagenarios Rolling Stones en Shine a light, de Martin Scorsese?

Entre la banda que gozosa se presta a ser filmada, bajo una iluminación ardiente, por casi 20 cámaras que gravitan sobre un escenario reducido, y un realizador de 64 años que les profesa una admiración de adolescente, hay algo más que una complicidad generacional: existe una pasión compartida por el frenesí del espectáculo. La banda de los Stones ha sido inspiración constante para el realizador de Buenos muchachos; en esa película, en Casino y en Los infiltrados ha recurrido en su banda sonora a piezas clásicas de su repertorio.

Calles peligrosas posee un ritmo, según Scorsese, dictado por Jumping Jack Flash. No sorprende entonces que después de filmar a The Band en el memorable The last Waltz (1978), o participar años después en una serie televisiva con un tributo a Bob Dylan, sucumba a la misma tentación de otro cineasta, Jean Luc Godard, quien en 1968 captura, muy en su estilo, las grabaciones que hace el grupo de su emblemática Simpatía por el diablo.

Luego de un prólogo de 10 minutos, filmado en blanco y negro, Scorsese parece repetir la tradicional visita tras bambalinas, con bromas privadas, preparativos y discusiones técnicas, que alargan ociosamente cualquier documental de este tipo. Poco después Bill Clinton se acerca a saludar a Keith Richards, quien le propina malicioso un “Hey Clinton, I’m bushed” (en jerga popular, estoy exhausto), para dar paso, al cabo de este trámite ceremonial para función de beneficencia en el Beacon Theater de Nueva York (octubre 2006), a la más portentosa demostración de dominio escénico y maestría musical que quepa imaginar en un grupo de rock con 45 años de trayectoria ininterrumpida.

El concierto se filma aprovechando al máximo el reducido espacio teatral con capacidad para 2 mil 400 personas (algo exiguo en comparación con la muchedumbre acostumbrada), concentrando la atención en los desplantes acrobáticos de Mick Jagger, en el estudiado lenguaje corporal de Keith Richards; escudriñando las facciones ajadas, la profundidad de los surcos faciales, la energía en sus apoteosis, la dignidad en sus caídas, la entrega escénica a la vez crepuscular y festiva. Hay músicos invitados –la generación del relevo imposible –Jack White, Christina Aguilera–, hay también una leyenda del blues, Buddy Guy, totalmente a la altura con su Champagne and Reefer (champan y marihuana), y los clásicos esperados, desde As Tears go Bye y She Was Hot, hasta Loving Cup.

Un acierto: el material de archivo que captura momentos de la larga trayectoria del grupo, con un Dick Cavett preguntando en televisión al Mick Jagger veinteañero: “¿Te imaginas haciendo esto a los 60 años?”, y obteniendo como respuesta una imperturbable afirmativa.

 
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