Usted está aquí: jueves 13 de noviembre de 2008 Opinión Dos presidentes

Soledad Loaeza

Dos presidentes

El segundo trienio de la presidencia de Felipe Calderón coincidirá con los primeros tres años del mandato de Barack Obama en la Casa Blanca. Sabemos cuáles serán los temas de la agenda bilateral: migración, combate al narcotráfico y comercio –tal vez Obama haga buena su promesa de revisión del TLCAN. Sin embargo, es una incógnita la química entre los dos personajes, un dato importante que puede llegar a imponer el tono de la relación entre México y Estados Unidos, aunque no lo es todo. Por ejemplo, después de un primer encuentro muy prometedor, la relación de W. Bush y de Vicente Fox quedó en el limbo. Contrariamente a lo que imaginó el entonces presidente mexicano, que creyó que tenían mucho en común porque los dos eran rancheros, muy religiosos y calzaban botas vaqueras, si es que entre ellos creció una sincera amistad, México no se benefició del mutuo afecto. En ese respecto ni siquiera valió la pena que Fox le pidiera a Fidel Castro que se fuera de Monterrey después de comer. El presidente de Estados Unidos espera eficacia de su contraparte mexicana y no abyecta servidumbre. Para Fox era mucho más fácil lo segundo que lo primero, digamos que se la daba con más naturalidad; pero fue muy poco lo que obtuvo, más allá de la indignación de los mexicanos por su incompetencia diplomática.

La clave de la poca sustancia de la relación entre los dos países durante el gobierno foxista está en su indolencia frente a la expansión del narcotráfico; este asunto tuvo mayor peso que su tartamudeante apoyo a Washington después de los ataques del 11 de septiembre, o su voto en el Consejo de Seguridad contra el ataque a Irak. La propuesta de la enchilada completa que aspiraba a modificar la política migratoria de Estados Unidos –una expectativa desmesurada– para lograr la regularización de cientos de miles de indocumentados mexicanos en ese país, y la liberalización de las fronteras al tránsito de personas, sólo sacó a relucir la inexperiencia de los funcionarios foxistas y de su jefe, y la idea muy pobre que tenían de lo que es el liderazgo presidencial.

Con esos antecedentes en el segundo semestre de 2006, al presidente electo Calderón le tocó entrevistarse con un Bush distraído para quien la relación con México había perdido interés; peor todavía, el tema había pasado a funcionarios subalternos. Si acaso la relación se ha “desmigratizado”, como se proponía al inicio de este gobierno, ahora, aparentemente se ha “narcotizado”. No sólo la cooperación en el combate al narcotráfico se ha impuesto como el tema dominante en la relación bilateral, peor todavía, a pesar de la violencia del combate contra el tráfico de drogas, la relación entre los dos países parece sumida en un letargo. Los compromisos de campaña de Obama pueden restablecer los temas comerciales entre las prioridades de la agenda, aunque la verdad es que la voluntad de ambos presidentes está en cierta forma sujeta a la presión del narco.

Podemos imaginar que el carácter afable y cortés de Barack Obama generará una atmósfera propicia para un buen entendimiento personal con el presidente Calderón, y esperamos que éste se sienta cómodo en los previsibles encuentros presidenciales, porque de otra manera habrá muchos mal entendidos y oportunidades perdidas. Pero si el presidente mexicano quiere entablar una relación productiva con su contraparte en Washington, tendrá que hacer algo más que reaccionar a las iniciativas de este último –si es que las hay–, por ejemplo, presentar sus propias propuestas de tratamiento de los problemas comunes y mostrar capacidad de acción. Nosotros no podemos simplemente sentarnos a esperar soluciones que quizá nunca lleguen, o proposiciones residuales de políticas generales, sino que tendríamos que adelantarnos y hacer valer nuestra posición geográfica para llamar la atención sobre la importancia estratégica para Estados Unidos de una buena relación con México.

Con todo el entusiasmo que ha despertado el triunfo de Obama entre nosotros, son muy pocas las probabilidades de que el orden de prioridades de su política exterior nos favorezca. Primero, el nuevo presidente de Estados Unidos tiene que concentrar buena parte de su atención en resolver problemas internos, por ejemplo, tiene que emprender la aplicación del programa contracíclico que ha anunciado para enfrentar la recesión económica; luego, debe lidiar con las implicaciones de su anunciada decisión de retirar a las tropas estadunidenses de Irak. Además, su victoria no sólo ha despertado expectativas en México, sino que los europeos, por ejemplo, están esperando sus propuestas de solución a la crisis financiera internacional, o los soviéticos, su postura en relación con el potencial nuclear de Irán, o el conflicto en Afganistán.

Poco sabemos de la opinión de Obama sobre México; sólo se ha referido al TLCAN y a la necesidad de revisarlo; es probable que la crisis económica actual endurezca sus posiciones frente a la migración ilegal, pero también que escuche a gobernadores del sur de Estados Unidos, como Janet Napolitano, de Arizona y temprana seguidora de Obama, que ha tenido que lidiar con lo que considera la “inacción” de las autoridades federales en ese respecto. En esas condiciones, tal vez el gobierno mexicano tiene la oportunidad de adelantarse y contribuir a la discusión del tema.

Es grande el contraste entre Obama y Calderón, como la asimetría entre los dos países, porque mientras uno llega con el apoyo de una amplia mayoría, el otro no ha logrado superar las secuelas de su propia elección y gobierna condicionado por la oposición de Andrés Manuel López Obrador y de sus simpatizantes. Esta diferencia también habrá de pesar sobre la relación bilateral.

 
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