Usted está aquí: jueves 13 de noviembre de 2008 Opinión La Muestra

La Muestra

Carlos Bonfil
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■ El arte de llorar en coro

Ampliar la imagen Fotograma de El arte de llorar en coro, que aborda el tema de una familia disfuncional Fotograma de El arte de llorar en coro, que aborda el tema de una familia disfuncional

Jutlandia, Dinamarca, 1971. Allan (Jannik Lorenzen), niño precoz de 11 años, no soporta ver llorar a su padre, el granjero Henry (Jesper Asholt). Sin embargo, la especialidad de este último es hacer llorar a todo mundo durante los entierros con sus discursos de oratoria encendida. Poco a poco el niño entiende que su padre es profundamente desdichado, sufre depresión nerviosa, y continuamente amenaza con quitarse la vida. Allan es el menor de tres hermanos, adora a su progenitor y busca por todos los medios ayudarle a ser dichoso. A su corta edad mantiene viva una convicción: “Cuando papá está feliz, se le olvida suicidarse”.

El arte de llorar en coro es el primer largometraje de Peter Schonau Fog, realizador danés que de inmediato ha sido el centro de una viva polémica, más fuera de su país que dentro de él.

Su película, un estupendo retrato de familia disfuncional, con tintes de parodia y humor negro, ofrece también cierta incorrección política. Su protagonista infantil posee una dosis mayor de astucia que la comúnmente atribuible a seres de tan corta edad. Para proteger a su padre del colapso emocional, desea con todas sus fuerzas que la gente muera (a fin de multiplicar los entierros y brindar así nuevas ocasiones de lucimiento verbal a su padre), y a menudo lo logra; también asiste a la manera en que Sanne (Julie Kolbeck), su hermana mayor, gratifica al hombre deprimido con sus favores sexuales, una tarea tan incestuosa como benévola, que a falta de Sanne él mismo se ofrece a cumplir de manera resignada.

Budde (Bjarne Henriksen), el hermano mayor, alguna vez tuvo que abandonar el hogar y estudiar en otra ciudad, por razones no muy claras, aunque posiblemente relacionadas con el desequilibrio emocional del padre. En todo esto, la madre de familia (Hanne Hedelund) ha contado muy poco, tal vez anonadada por los largos años de soportar la veleidosa depresión de su esposo.

A diferencia de cintas de ficción y documentales en los que el incesto y el abuso infantil son motivos de provocación o alarma (Felicidad, de Todd Solondz; Retratando a la familia Friedman, de Andrew Jarecki), la comedia negra de Schonau Fog, adaptación de una novela de Erling Jepsen, tiene su arranque y sostén dramático en el punto de vista del personaje infantil.

Es a través de Allan, y el cariño inmenso por su padre y la manera lúdica que tiene de lidiar con las adversidades, como el espectador transita de una situación dramática a otra que es su inmediato reverso humorístico. Allan haría cualquier cosa por su padre, y efectivamente acaba demostrándolo. En torno a él una familia se desintegra lamentablemente, pero el director parece reconocer en su protagonista infantil la pureza e inteligencia suficientes para no tener que naufragar con todos ellos.

 
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