Usted está aquí: lunes 17 de noviembre de 2008 Opinión La Muestra

La Muestra

Carlos Bonfil
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■ En la ciudad de Sylvia

Sueños de un caminante solitario. Un hombre abandona su hotel para dedicarse a contemplar, durante horas, los rostros de las mujeres en la terraza de un café. En cada rostro busca reconocer a Sylvia, a quien conoció seis años antes en un conservatorio de arte dramático del Teatro Nacional de Estrasburgo (TNS). Cuando al fin cree descubrirla se dispone a seguirla de lejos, internándose con ella por las calles del barrio antiguo, abordándola casi, perdiéndola después; sólo para encontrarla de nuevo, a ella o a alguien parecido a ella, en una ventana alisándose el pelo, y así comenzar, una vez más, su acoso incesante.

En la ciudad de Sylvia, su largometraje más reciente, el catalán José Luis Guerin (Tren de sombras, 1997; En construcción, 2001) despliega su itinerario de imágenes urbanas en un territorio jamás nombrado, pero que pronto se revela como Estrasburgo, un cruce histórico de dos culturas y dos lenguas, como lo es también la ciudad natal del realizador, Barcelona.

La película tiene de igual modo una ubicación fronteriza: es una ficción (aunque su autor la califica de noficción por la ausencia de mayores líneas argumentales), pero conserva mucho del trabajo documental, casi arqueológico, que lo ha hecho famoso. Es un trabajo poético sobre la contemplación, y su inspiración se antoja en primera instancia literaria.

El personaje semeja un poeta romántico decimonónico, algún iluminado de Nerval o un héroe stendhaliano: su recorrido por la ciudad, intentando capturar siempre un fugaz rostro femenino, también remite al protagonista de André Breton en Nadja. Y al menos en los alcances de su mirada voraz, es Un hombre cubierto de mujeres, según la expresión y título de una novela de Drieu de la Rochelle.

El realizador captura la ciudad de modo perspicaz, con el sonido amortiguado en las conversaciones del café, los solicitaciones muy sonoros de los vendedores ambulantes africanos, el deslizamiento del tranvía moderno, las faenas de limpieza en las calles, los parlamentos en alemán de los turistas vecinos, el ambiente de un verano apacible. Esta observación minuciosa remite a la experiencia de la directora francesa Agnès Varda, quien filma su propia calle Daguerre en el París de Daguerrotypes (1975), sin otra pretensión que registrar el trajín cotidiano y la vida comercial al aire libre.

En la cinta de Guerin la ciudad vieja es un laberinto de callejuelas por las que el personaje emprende con temeridad su búsqueda amorosa; hay apenas unos cuantos diálogos y largos momentos en los que el espectador asume simplemente la mirada del protagonista, preguntándose, tal vez como él, si los gestos de alguna pareja en una mesa vecina de café anuncian una disputa inminente o una reconciliación, o si un rostro en apariencia banal no terminará por sugerir en poco tiempo algún misterio. En una escena notable, los rostros de varias personas se sobreponen y confunden a través de un vidrio; el deseo del peatón infatigable se dispersa entonces por la ciudad sin tener ya un destinatario preciso.

En la ciudad de Sylvia es una singular exploración fílmica de la mirada y el deseo.

 
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