Usted está aquí: domingo 23 de noviembre de 2008 Capital El hilo negro

Ángeles González Gamio
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El hilo negro

Hace más de una década hice una visita a la Casa de la Música Mexicana que me emocionó profundamente. La había fundado en 1991 don Daniel García Blanco, ese personaje notable acerca de quien escribí en fecha reciente con motivo de su lamentabilísimo fallecimiento, ya que era de esas personas que vino a perfumar el mundo, a diferencia de muchas que vienen a apestarlo.

A raíz de esa primera visita publiqué la crónica titulada “Si muero lejos de ti”, frase que nos evoca la popular canción, que si se escucha en el extranjero y con unas “copitas” adentro, despierta la más profunda nostalgia, de la misma manera que no se puede dejar de suspirar con ciertas melodías románticas o que se acelere el pulso con un sonecito jarocho, para no hablar de las caricias que le hace al alma la sabrosa marimba.

Es la riqueza inmensa de la música mexicana, conformada por varias herencias: la prehispánica, que nos legó una serie de manifestaciones musicales conocidas mediante códices, vestigios, relatos escritos y en los instrumentos y costumbres melódicas que aún sobreviven en algunos grupos indígenas.

España trajo variadas influencias, tanto de música religiosa como profana, que fueron conformando una música mestiza y no podemos olvidar la raíz negra, que por medio de los esclavos africanos, que fueron numerosos, marcaron de manera profunda el canto, el baile y la música instrumental. En el siglo XIX fue intensa la penetración europea que también dejó su huella.

Esta variedad de influjos dio origen a una multitud de expresiones, que permiten dividir al país en ocho grandes regiones musicales: la Huasteca, el Bajío, el Centro, la Costa del Pacífico, la Península de Yucatán y el Sureste, el Norte, Sotavento, la Costa Chica y el Istmo de Tehuantepec, según nos explicaba don Daniel.

Reflejo importante de nuestra cultura, estas manifestaciones melódicas no contaban con un lugar donde se les enseñara hasta que García Blanco logró que se materializara su sueño de toda una vida, en una antigua construcción fabril, por los rumbos de La Lagunilla. El predio tiene vida desde la época prehispánica, como lo constatan los vestigios arqueológicos hallados en excavaciones recientes: entierros tlaltelolcas con restos humanos, utensilios de barro y restos de habitaciones de esos tiempos. Estos vestigios forman parte actualmente de un pequeño museo de sitio, que comparte el lugar con uno de la música mexicana.

Aquí se puede aprender a tocar salterio, delicioso instrumento cuyo uso estaba casi extinto y que aquí ha revivido con gran éxito, conformando un excelente grupo, que actúa frecuentemente en diversos lugares de la ciudad. El violín huasteco no se queda atrás, acompañando su sabrosa música con graciosas tonadillas.

La escuela enseña prácticamente cualquier instrumento que se le ocurra: mandolina, marimba, guitarra, congas y batería para las percusiones afroantillanas; trompeta, sax y clarinete, que según explicaba el maestro García Blanco, “son muy útiles para hacer ensambles” y el taller de canto que ofrece: romántico, ranchero, lírico e indígena y como remate puede aprender teclados y danza regional.

Este sitio maravilloso se sostiene fundamentalmente por el apoyo económico que le proporciona la Secretaría de Cultura del Gobierno del DF, siempre escaso y con dificultades. Ahora su titular, la señora Elena Cepeda, anuncia como gran novedad que se va a crear el Museo Metropolitano de Música “ante la falta de espacios dedicados a esta disciplina y la escasa educación en la materia” y añade “no existe en el país un recinto que promueva y difunda la música”.

Por lo visto ignora la existencia de la Casa de la Música Mexicana y su notable labor. Y va a erogar recursos para crear algo que ya existe, en lugar de apoyar plenamente esta institución. Como se dice popularmente quiere “inventar el hilo negro”, actitud muy frecuente en los funcionarios; al fin que es con el dinero del erario.

 
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