Usted está aquí: lunes 24 de noviembre de 2008 Opinión La difícil unidad mundial

Gonzalo Martínez Corbalá
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La difícil unidad mundial

Las voces aisladas por las especiales circunstancias en que se dan, como es la del hoy ya presidente electo de Estados Unidos, Barack Obama, quien dice: “cambiaremos el mundo”, tienen la fuerza de una voz fresca y nueva que contrasta con la de George W. Bush, desautorizada ante la evidencia de los hechos que durante ocho años se dedicó a defender el liberalismo a ultranza, y todavía ahora, a unos días de que termine su mandato, recibe en una cena de gran gala el pasado viernes 14, en la Casa Blanca, a los líderes políticos de 20 países que constituyen 90 por ciento de la economía mundial y más de dos tercios de la población del planeta.

Todos ellos, con la sola resistencia de Bush, a un mayor control financiero que divide la Cumbre del G-20, alertando en contraposición a la Unión Europea al mundo contra un excesivo intervencionismo aunque finalmente la solitaria y desautorizada voz que por ahora y hasta el mes de enero, representará la del gobierno estadunidense. Prevalece la unanimidad alrededor de la Unión acerca del acuerdo en que la recesión y el colapso financiero exigen de todos los gobiernos allí representados, para tomar medidas contracíclicas y de control a fin de que no se vuelva a repetir la crisis económica y política que es motivo de preocupación de las autoridades gubernamentales de todo el mundo, dado que ésta afectará en mayor o menor medida y casi simultáneamente a todo el globo terrestre (El País, 15/11/08).

El G-20 tiene la oportunidad de unirse para contrarrestar eficazmente la crisis mundial y atender a las nuevas voces autorizadas y respaldadas que habrán de seguir a la del ya presidente Obama, a partir del día de su toma de posesión en enero próximo.

Asistieron a la cumbre: Ángela Merkel (Alemania), José Luis Rodríguez Zapatero (España), Recep Tayip Erdogan (Turquía), Monmah Singh (India), Stephen Harper (Canadá), Kevin Rudd (Australia), Aso Taro (Japón), Robert Zoellick (Banco Mundial), Strauss-Kahn (Fondo Monetario Internaciona), Felipe Calderón (México), Susilo Banbang (Indonesia), Lula da Silva (Brasil), George W. Bush (Estados Unidos), Hu Jintao (China), el rey Abadalá (Arabia Saudita) y Nicolas Sarkozy (Francia). Todos fijaron una agenda para luchar contra la recesión y reafirmar los mercados, esto es, para lograr un “acuerdo mundial contra la crisis”.

Fue un acuerdo mundial contra la crisis como reacción de las grandes potencias que lanzarán un plan de acción público masivo, ante la amenaza de una depresión mundial que contra las viejas tesis ya inoperantes y caducas, solamente defendidas con pasión, y consciente de que éste puede ser ya su último acuerdo de gobierno que habrá de delatar, poniendo en evidencia el grave efecto que se ha dado en lo político y en lo financiero, defendiendo todavía las tesis igualmente envejecidas aceleradamente por la fuerza de los hechos de ocho años en el gobierno, respaldadas por Alan Greenspan, adalid del liberalismo a ultranza, cuyos resultados están a la vista y habrán de constituirse en la primera y más importante preocupación de Barack Obama, cuando inicie su administración en la Casa Blanca.

Es una lástima que no se haya logrado la unidad de los países más poderosos del mundo y que Naciones Unidas, una vez más, haya sido hecha a un lado en el lugar que el multilateralismo puro le habría exigido a la organización mundial, que supuestamente debe representar los intereses de todos los países, chicos y grandes, que como en este caso se estén viendo afectados día a día con mayor fuerza –y en estos países afiliados a la ONU y también afectados en profundidad por la crisis mundial–, y cuya mejor defensa de su economía habrá de constituirse en la posibilidad de actuar concertadamente entre todos y en el mismo sentido.

Esto sólo puede darse en una atmósfera de cooperación internacional y seguramente mejorando las medidas de supervisión del sistema financiero mundial, así como olvidando el delirio del dominio por las armas, del petróleo en acciones suicidas que hubieran de revertirse contra quienes iniciaron las absurdas guerras en Afganistán y en Irak, cuyo costo es ya muy evidente y se refleja también en acciones políticas aisladas que insisten en las soluciones de una falsa política exterior que conduce a sus iniciadores a un rotundo fracaso, cuyas consecuencias repercuten tanto en países vecinos como en los lejanos, situados al otro lado del Atlántico.

Hay que dar paso y reforzar los tratados que pueden consolidar la paz en el mundo como sería el de Kioto, y el de No Proliferación de Armas Nucleares. Es indispensable que la ONU tome un lugar pro activo, que por otra parte le corresponde por obligación y derecho, pero que no ha podido intervenir como debiera ser.

En buena hora que el G-20 jugó un papel muy importante en el logro de la unidad alrededor de la misma mesa oval en la Casa Blanca, en cuyas paredes han estado rebotando durante ocho años las ambiciones guerreristas para “resolver” su fragilidad en lo que a energéticos fósiles le corresponde, y defendiendo el liberalismo a ultranza que nos condujo a todos a la crisis actual de dimensión global y de carácter histórico.

 
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