Usted está aquí: lunes 1 de diciembre de 2008 Opinión La frontera infinita/ Copacabana

Carlos Bonfil
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La frontera infinita/ Copacabana

Ampliar la imagen Fotograma de La frontera infinita, de Juan Manuel Sepúlveda Fotograma de La frontera infinita, de Juan Manuel Sepúlveda

“Algún día voy a llegar hasta allá, porque al tráfico ilegal no lo pararán nunca.” Con una expresión de reivindicación y desafío, un campesino hondureño medita y sentencia encima de un vagón de tren su propósito de cruzar la frontera. Otro lo secunda: “ya hemos llegado muy lejos como para volvernos atrás”. Uno más muestra el muñón del brazo que perdió al intentar tomar un tren por asalto, y ser jalado “como por un imán” hasta ver cercenada su extremidad y terminar cubierto con su propia sangre. Su decisión apenas es diferente: él también insiste en cruzar la frontera con México, ese territorio de paso para los miles de centroamericanos que buscan llegar hasta Estados Unidos. Un éxodo de medio millón de personas al año, precisa el documental de Juan Manuel Sepúlveda, La frontera infinita (2007).

Una travesía de indocumentados apenas documentada por nuestros cineastas, pero que en los pasados años cuenta, sin embargo, con algunos títulos clave: Al otro lado (2005), de Natalia Almada, y De nadie (2005), de Tin Dirdamal, además de un número creciente de ficciones edulcoradas, de La misma luna a El viaje de Teo.

En La frontera infinita Sepúlveda rompe de tajo con la tradición del road movie de la miseria migratoria. Sus primeros planos adoptan el punto de vista del indocumentado, la contemplación del largo muro fronterizo, de los trenes que durante horas permanecen detenidos en las estaciones migratorias, las aguas de un río que cruzan tomados de la mano los campesinos sin papeles, las estaciones ferroviarias con sus largas horas de espera y su multiplicación de anécdotas y confidencias y prevenciones y consejos, planeando siempre la siguiente estrategia para burlar o sobrevivir a la migra, esa misma autoridad que coludida con agentes de la policía federal disparó sobre dos albañiles mexicanos en Tultitlán confundiéndolos con indocumentados centroamericanos. ¿Y cómo identificarlos plenamente? “¿Quiénes son migrantes y quiénes no lo son? ¿Cómo desarticular esta clasificación?” A final de cuentas, para las autoridades todo ser menesteroso es un delincuente en potencia, y la voluntad de criminalizar el flujo migratorio es el mismo al sur de México y al sur de Estados Unidos. De eso hablan los protagonistas hondureños, salvadoreños, nicaragüenses, en Quetzaltenango, Tenosique o Tapachula. Habla también el ex combatiente sandinista sin piernas y con el pecho ronco, o el entendido en política internacional que califica a la CIA de ser el mayor organismo terrorista del mundo, evocando un Guantánamo a la vez próximo y distante.

Juan Manuel Sepúlveda, cineasta egresado del Centro Universitario de Estudios Cinematográficos (CUEC), ofrece en este documental el registro de los espacios y los tiempos muertos de una larga espera, las estaciones del descanso y la planeación estratégica, el vivac nocturno de los combatientes desarmados, el aprendizaje del himno nacional extranjero como último subterfugio de simulación, o el ensayado acento que hace las veces de nueva cédula de identidad. Un notable trabajo de fotografía consigna de manera elocuente cómo transcurre el tiempo en cada estación de la travesía irrenunciable.

Otro trabajo documental de factura muy original es Copacabana (2007), del argentino Martín Rejtman (Silvia Prieto, 1999). Aquí el fenómeno de la migración se captura a partir de un evento popular: el festival de música boliviana en Buenos Aires en honor a Nuestra Señora de Copacabana. En pocas secuencias se resume la actividad laboral de los migrantes (los talleres de confección y costura) y la persistencia de sus tradiciones en territorio ajeno como garantía de convivencia pacífica: una virgen traída de Bolivia para unificar al barrio. Es también la voluntad de cooperación cívica: “Vení a construir y no a destruir”, según reza una barda. Paulatinamente el documental se desplaza de los ensayos de baile y los preparativos de la fiesta hacia la nueva oleada migratoria que se agolpa en las garitas fronterizas argentinas.

Hay señalamientos para cinco nacionalidades diferentes, pero es la llegada de los bolivianos es la que delata con mayor fuerza los estragos del abandono rural y del atraso cultural. En el autobús de Villazón a Buenos Aires una voz entre suave y admonitoria trata a los migrantes como a menores de edad, con efectos tristemente cómicos: “Los baños son para hacer pipí y no para hacer popó; y está prohibido tirar basura por las ventanas”. A diferencia de La frontera infinita, lo que el realizador argentino captura aquí, con sobriedad y distanciamiento crítico, no es la confusión cultural ni el impulso colectivo por conquistar una tierra prometida, sino el silencioso desplazamiento de una fuerza laboral hacia un territorio ajeno donde de manera empecinada se siguen afirmando la identidad cultural y las tradiciones.

La frontera infinita se exhibe en la sala Julio Bracho del Centro Cultural Universitario, y Copacabana se proyectará a partir de mañana martes en la sala 5 de la Cineteca Nacional.

 
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