Usted está aquí: martes 2 de diciembre de 2008 Opinión Viejo país

Marco Rascón
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Viejo país

En México, por lo menos a partir de condiciones específicas de nuestra realidad política y económica, la izquierda (como el gran campo político e ideológico en busca de transformaciones) dejó no sólo de ser revolucionaria, sino incluso reformista.

Tanto el capitalismo local como el neoliberalismo global envejecieron y ahora sucumben bajo tales contradicciones y crisis que no basta presagiarlas con que ahí viene el lobo, porque eso es ya es un lugar común, sino que hay que encontrar los conceptos y las formas para construir una nueva sociedad. “¡Todo nuevo!”, podría ser la consigna, y esto remitiría a quienes han luchado por la libertad y la igualdad a que busquen entre los escombros y las cenizas mismas de la democracia liberal, convertida en una forma excluyente de derechos, en una democracia transformadora e incluyente.

Se parte de que todo es viejo por ahora, incluyendo la crisis misma y las respuestas a ella. Muchos perversos se consideran buenos políticos, pues hoy se ha hecho a la ciencia de la organización del pensamiento humano, es decir, a la política, un ejercicio perverso para defender los intereses de la oligarquía dominante o la búsqueda del poder por el poder mismo, pero con un gran vacío de propuestas transformadoras. El lugar común es decirnos lo mal que estamos o hablarnos de la crisis permanente en que vivimos y lo peor que es el adversario, sin que se nos ofrezca ninguna alternativa o sólo la fe y la esperanza.

La izquierda envejecida se convirtió en la mascota guardiana del viejo régimen, al que le cuida el camino de regreso.

La izquierda mexicana nunca ha actuado en conjunto, pero antes, en sus diferentes concepciones tácticas y estratégicas, por decirlo de manera clásica, generó condiciones de cambio.

Las décadas contra el régimen priísta de naturaleza oligárquica, autoritaria, represiva, generaron momentos de gran fuerza insurreccional, como fue en 1968 y en ensayos anteriores como las huelgas mineras, ferrocarrileras, de maestros y de médicos.

Estos momentos de insurrección civil, de gran fuerza democratizadora y transformadora, demandaban todo nuevo, y en ese momento no sólo se coincidía con el pensamiento de avanzada en el mundo, sino que se abrían muchos caminos, que van desde la continuación de movimientos armados guerrilleros, siguiendo el ejemplo de Cuba, hasta la lucha por derechos de participación electoral y contra las formas del corporativismo priísta en la lucha social. La insurgencia obrera, campesina y popular empieza a llenar las calles y los espacios, pese a la represión del régimen.

La clandestinidad y la respuesta armada de entonces no eran imitación, sino una imposición del gobierno que desde 1968 cerró los espacios del ejercicio político y a una mínima democracia, comportándose como un régimen militar (el 2 de octubre de 1968 es el Ejército el que ejerce la represión directa). La izquierda entonces se debatía entre si el cambio era por las insurrecciones de masas o por las reformas y los cambios graduales. Ambas tuvieron su parte de razón y sus limitantes, en la medida en que la vía electoral estaba en manos sólo del PRI y los gobiernos.

1988 fue la insurrección que generó no sólo la primera gran fractura de poder en el régimen priísta y marcó el principio del fin, sino que ayudó al avance, fortalecimiento y unificación de las izquierdas.

En las manifestaciones públicas de 1968 la izquierda propuso transformaciones de todo o en partes, pero era la representante del cambio. Hoy pasan muchos de la crisis del partido a la caricatura de la búsqueda de prerrogativas en otros. ¿Cuál debe ser la táctica ahora, cuando la crisis y la falta de salidas en la economía, la inseguridad y la pobreza constituyen ya un amplio consenso: desde los núcleos más ricos hasta los más pobres cuestionan la eficiencia gubernamental?

Luego del 2 de julio de 2006, la izquierda, tripulada por los objetivos del priísmo más atrasado y decimonónico, se volvió insurreccional. No se planteó ya transformar las instituciones, sino declararles la muerte; liquidó su fuerza en las urnas por llamados “a la movilización”; hizo campaña contra sus fuerzas en las cámaras y dividió a sus bancadas; no llamó a la unidad, sino que hizo una lista de “traidores”. Y a partir de entonces ha ido de la crítica al fanatismo, de la convicción a la fe, de la guillotina a la negociación secreta y vulgar; del insulto al oportunismo por las carteras. Ha sido una gran obra de teatro del costumbrismo priísta en varias plazas en domingo.

Hoy de nuevo, unos adentro, otros con un pie afuera, exigen un pedazo de prerrogativa o candidatura, pero todos los responsables se quedan en el PRD para compartir la gran obra de los pequeños intereses y la soberbia.

La necesidad de una izquierda transformadora se acrecienta bajo estas condiciones de gran vacío que se pierde en el regocijo por el desastre, ayudando al viejo régimen autoritario a que regrese como la verdadera esperanza del país.

 
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