Usted está aquí: jueves 4 de diciembre de 2008 Opinión El imperio en los tiempos de Obama

José María Pérez Gay /II

El imperio en los tiempos de Obama

Ampliar la imagen Barack Obama, presidente electo de Estados Unidos, espera tomar su vuelo, anteayer en el aeropuerto de Filadelfia, Pensilvania Barack Obama, presidente electo de Estados Unidos, espera tomar su vuelo, anteayer en el aeropuerto de Filadelfia, Pensilvania Foto: Reuters

Según Noam Chomsky, la conquista del mundo por el Occidente se prolonga sin interrupción desde el siglo XV. “La globalización de nuestros días no es sino una forma diferente de la misma conquista.” Se puede decir de igual modo que la misión imperial de Estados Unidos no es sino la persistencia de la misión imperial británica. Sus piedras angulares han sido la economía de mercado, la democracia y los derechos humanos, que van cobrando prioridad de acuerdo con los distintos desafíos regionales. El gobierno de Jimmy Carter resucitó la política de los derechos humanos, la exhumó del ataúd de las iniciativas obsoletas y la convirtió en el centro de las más importantes controversias internacionales. Ante el triunfalismo de la política de Ronald Reagan, la presencia de Carter ha sido injustamente olvidada. Sin embargo, la doctrina del destino manifiesto conocería una prolongación universal inimaginable para George Washington, John Adams y Thomas Jefferson, los padres fundadores de Estados Unidos de América.

El Manifiesto Comunista, obra maestra escrita por los señores Karl Marx y Friedrich Engels –el año de 1848– es el testimonio más conciso y escalofriante de un proceso cuyos enormes estragos padecemos en los primeros ocho años del siglo XXI en la forma de una gran recesión mundial. De los cuatro capítulos del Manifiesto es el primero –y sólo el primero– el que justifica el gran eco del conjunto de la obra, ha escrito el poeta Hans Magnus Enzensberger. Los autores no sólo prevén el futuro describiendo movimientos seculares como la urbanización y el incremento de la mano de obra femenina, sino que también analizan el mecanismo de crisis inherente a la economía capitalista con una exactitud sin comparación con los más recientes gurús de la globalización.

Dan cuenta del vertiginoso ritmo del cambio al que todas las sociedades modernas están sujetas, y otra vez prevén con precisión que roza la clarividencia más insólita las consecuencias “del infinito progreso de las comunicaciones”. También anticipan la destrucción de la industria básica meridional, una catástrofe que ha sacudido a muchas regiones en el mundo y de la que aún no hemos visto el final. Por último, ponen al descubierto las implicaciones políticas de una economía totalmente globalizada: la inevitable pérdida del control por parte de los gobiernos nacionales cuyo papel se ve reducido al de “consejo de administración” de los negocios comunes de la clase social dominante: la burguesía representada hoy por las grandes multinacionales.

Un hecho notable: Estados Unidos vivió una cruenta guerra civil sin cambiar su forma de gobierno. Nunca derogaron su Constitución, no suspendieron las elecciones ni, mucho menos, dieron un golpe de Estado. A pesar del caos bélico y la descomposición social, preservaron el mismo sistema de gobierno establecido al fundar la nación, demostraron que valía la pena conservar el sistema económico y, sobre todo, que la idea de la democracia no había fracasado. Este era el significado del discurso de Gettysburg y del grito de guerra del Norte: la unión de los estados.

Desde la perspectiva de su diseño sico-político, Estados Unidos no ha sido sino el país del escapismo verdaderamente existente. “Hogar de evadidos de todo tipo –escribe Sloterdijk–, alberga ante todo seres humanos que, frente a la falta de esperanza en sus patrias anteriores, se han trasladado a un amplio espacio de segundas oportunidades.” Náufragos y fracasados que pudieron salvarse de las mareas de la historia universal. Sobra, pero no sobra mencionar a los 20 millones de mexicanos que en las últimas décadas han pasado la frontera y se han establecido en toda la nación estadunidense.

El país de inmigrantes promotor de remesas para los países de origen de sus emigrados ofrece un amplio margen de acción a los que han preferido la hegemonía del espíritu acometedor al mundo enclaustrado de las inhibiciones provincianas. Si pudiésemos articular en una sola frase todo el resplandor y la paradoja de Estados Unidos, diríamos que permitieron a las fuerzas de la “historia” retirarse de la historia, vale decir: las fuerzas evadidas de la historia que ahora se preparan y redescubren para ellas mismas la historia.

A finales del siglo XX se publicó un verdadero alud de diagnósticos sobre el fin de la época imperial. Después de la desaparición de la Unión Soviética, un sinnúmero de economistas y teóricos de la política afirmaron que estábamos al principio de una nueva época, de un nuevo orden mundial, confiaban en la capacidad transformadora de la ONU y en los designios del Banco Mundial. Michael Ignatieff, el historiador canadiense, hablaba entonces de “una nueva forma de dominio imperial para una época posimperial, que definía por la necesidad de luchar en favor de los derechos humanos y la democracia, así como también por la producción y la seguridad del mercado libre”.

Por el contrario, el imperio de Estados Unidos se distingue por haber renunciado a los estados satélites en el sentido clásico y, en su lugar, ejercer una influencia global por medio de instituciones como la OTAN, las Naciones Unidas, el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial. El rasgo distintivo del imperio estadunidense radica en la tarea de consolidar gracias al poder político el mercado mundial, cuya constante expansión le va arrebatando al resto del mundo cada vez más la poca soberanía. Estados Unidos –en la tradición del imperialismo clásico– ha dividido el planeta en cinco comandos militares regionales que protegen sus intereses.

Los comandantes regionales –que pueden compararse con los procónsules romanos– son responsables para América Latina, Europa, Medio Oriente, Océano Pacífico y Norteamérica. Tienen más de 350 mil soldados fuera de su país distribuidos en 700 bases militares en 150 países –sin contar Irak ni Afganistán–, listos para entrar en acción cada vez que sea necesario. Chalmers Johnson, el escritor estadunidense, ha descrito la historia de la América imperial como una historia de las bases militares en territorios extranjeros.

En Edad oscura americana: la fase final del imperio (Sexto Piso, 2006), Morris Berman recuerda el editorial de The Nation en la antesala de las elecciones de 2004, donde se enumera una lista de los peligros que representaba el gobierno de George W. Bush: “… la rescritura secreta de la ley, la eliminación de los controles o contrapesos aplicados a la figura del presidente, la suspensión de los derechos humanos fundamentales, la aprobación explícita de la tortura y el rechazo de cualquier rendición de cuentas. ¿No son estos los principales rasgos que esperaríamos ver magnificados si se produjera un colapso total de la Constitución de Estados Unidos?” Por ese entonces, nadie habría imaginado las dimensiones catastróficas de la crisis económica y social que los aguardaba en el año 2008.

 
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