Usted está aquí: miércoles 10 de diciembre de 2008 Cultura El cuchillo en la lengua

Sergio Ramírez
http://sergioramirez.com

El cuchillo en la lengua

Siempre que recuerdo la historia del novelista húngaro Sándor Márai, me parece acercar los pies al abismo. El gobierno estalinista de su patria prohibió la circulación de sus libros, y tampoco pudo ya publicar nada ni en los periódicos ni en las revistas, lo que significaba cortarle de un tajo certero la lengua y dejarlo mudo. Mudo y en el vacío, escribiendo para sí mismo, en la soledad, sin que sus palabras pudieran alcanzar ningún eco, además de que se encontraba ya encerrado dentro de su propio idioma, el húngaro, que nadie entendía más allá de las fronteras, un doble círculo de aislamiento, una doble reja. Entonces se fue al exilio, y sus libros, hoy traducidos a todos los idiomas y admirados universalmente, no se conocieron sino después de su trágica muerte en Estados Unidos.

He pensado otra vez en el infortunio de Sándor Márai, ahora que el gobierno de Nicaragua ha prohibido un prólogo mío a una antología de Carlos Martínez Rivas, el gran poeta nicaragüense tan desconocido, muerto hace diez años, que el diario El País de Madrid iba a publicar en un libro de edición masiva como parte de la serie de antologías de poetas hispanoamericanos que dirige José Manuel Caballero Bonald. Esta prohibición, que se basa en el hecho de que el gobierno de Nicaragua alega ser dueño de los derechos de autor de Martínez Rivas, fue rechazada tanto por El País como por Caballero Bonald, quien ha calificado el veto de acto de venganza política. Por tanto, el libro ya no será publicado.

Cuando Juan Cruz, periodista de El País, me enteró del caso en Guadalajara, donde yo asistía a la Feria Internacional del Libro para presentar mi nueva novela, El cielo llora por mí, sentí que mis pies rondaban el abismo de Sándor Márai. No importa el tamaño o la majestad del estalinismo. Puede ser un estalinismo de bolsillo, o un estalinismo tropical, o folclórico, en el que abundan los altares enflorados y los hechiceros de feria; pero si se trata de prohibir que la obra de un escritor se lea, las consecuencias son las mismas, y yo siento la lengua muy cerca del cuchillo que quiere cortármela.

Cuando Juan Cruz me pidió mi reacción, en lugar de responderle verbalmente preferí escribirle en una tarjeta lo que sentía, como quien satisface la necesidad de dejar constancia. Sentía, y siento, que la prohibición de que mi prólogo se publicara no era más que un comienzo, y que pronto, es una probabilidad cierta, se prohibiría también la circulación de mis libros en Nicaragua. ¿Debo esperar otra cosa?

Porque no se trata de un acto burocrático aislado, decidido por unos funcionarios de segunda, sino parte de toda una concepción del ejercicio del poder presidencial que no deja resquicios de disidencia y que no admite crítica de ninguna especie, porque la tolerancia no es parte de los valores que inspiran sus actos. A quienes protestan en las calles porque reclaman frente al fraude electoral practicado con todo descaro en las elecciones del pasado 9 de noviembre, se les reprime por medio de turbas armadas de palos y de piedras; a quienes se pronuncian en contra de los actos a veces impredecibles, y a veces no, del comandante Ortega y de su esposa, se les cubre de injurias y calumnias en los medios oficiales, lodo, escupitajos verbales, huevos podridos. A los que escribimos, se nos reprime con el silencio.

Pero no se trata solamente de mí, porque no soy el primero y desgraciadamente no seré el último. A Carlos y Luis Enrique Mejía Godoy, que crearon la música de la revolución, se les niegan los derechos de autor sobre sus canciones, bajo el alegato estalinista, desaforado, de que esas canciones quien las compuso es el pueblo y ellos sólo fueron intermediarios, o amanuenses, de la inspiración popular. A Ernesto Cardenal, el poeta nicaragüense vivo más importante de Nicaragua, lo condenaron como culpable de injurias y calumnias en un juicio impostado. A Gioconda Belli, quien acaba de recibir el premio Sor Juana Inés de la Cruz en la Feria del Libro de Guadalajara, la enlodan todos los días con diatribas soeces que parecen brotar de manera interminable de un albañal rebalsado. Al periodista Carlos Fernando Chamorro, que denuncia con firmeza en su programa de televisión los actos de corrupción amparados en el poder, le echaron encima a unos fiscales que descerrajaron las puertas de sus oficinas, las tomaron por asalto y se llevaron secuestrados archivadores y computadoras, y no terminan de decidir qué clase de delitos van a inventarle para someterlo a juicio.

Triste amenaza la de cortarle la lengua a un escritor en un país de escritores, donde siempre ha reinado con majestad la poesía. Y al querer cortarme la lengua a mí se la cortan de paso a Carlos Martínez Rivas, que iba a ser conocido, por fin, por miles de miles de lectores en España.

No es sólo mi voz, ni mi lengua, ni son sólo mis libros, sin embargo. Es la voz y la lengua del país la que está en juego. Está en juego si Nicaragua será en adelante un país silencioso, de ciudadanos sometidos al miedo, o si será un país democrático, donde todo el mundo pueda expresarse, decir lo que quiere, en público y en privado, escribir sin miedo, salir a las calles a protestar sin temor a palos y pedradas. Un país donde el voto de los ciudadanos sea contado con transparencia, o un país donde la regla sean los fraudes electorales.

“Ningún gobierno puede arrogarse la potestad de vetar o prohibir la palabra de un escritor, y un acto semejante no puede calificarse sino de totalitario”, dice el manifiesto encabezado con las firmas de Gabriel García Márquez, Carlos Fuentes, Fernando Savater, Tomás Eloy Martínez y Juan Gelman. Y librarnos del totalitarismo sólo será posible defendiendo la lengua del filo del cuchillo.

Voy a defender mi palabra con las palabras. La mía, y la palabra de los demás.

Masatepe, diciembre 2008.

 
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