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Mujeres indígenas demandan justicia Soledad González Montes ¿Qué posibilidades tienen las mujeres de acceder a la procuración de justicia cuando sufren violencia conyugal, que es la forma más común de violencia hacia ellas? Una aproximación a la respuesta la tenemos en la Encuesta Nacional sobre Salud y Derechos de las Mujeres Indígenas (Ensademi, 2008), la cual –diseñada por el equipo del Instituto Nacional de Salud Pública que elaboró la Encuesta Nacional sobre Violencia contra las Mujeres (Envim 2003)– se aplicó a usuarias de los centros de salud del IMSSOportunidades y de la Secretaría de Salud, en ocho regiones en donde 40 por ciento y más de la población habla alguna lengua indígena. La Ensademi 2008 encontró que, a pesar de la fuerte carga de violencia estructural (caracterizada por la pobreza y la marginación) y de género que sufren las mujeres en las ocho regiones seleccionadas, un alto porcentaje recurrió a las autoridades para poner una denuncia. En el caso de las que sufrieron alguna forma de violencia conyugal en los 12 meses recientes, casi un tercio denunció a los maridos maltratadores, mientras que el porcentaje se eleva a cerca de 40 en el caso de las que sufrieron violencia física y/o sexual específicamente. Esta segunda cifra es más del doble registrado por la Envim 2003 para el conjunto de la población nacional. Denuncia y castigo. Estudios de caso, realizados en diferentes comunidades, han encontrado que por medio de la denuncia las mujeres buscan que las autoridades intervengan para poner un alto a la violencia, que castiguen a los responsables, que los obliguen a reparar los daños que les han causado, o para que se fijen nuevas condiciones que permitan mejorar la convivencia cotidiana. Las autoridades generalmente están más preocupadas porque las partes lleguen a un acuerdo conciliatorio que por garantizar los derechos de las mujeres y su seguridad e integridad física. Se ha documentado que las autoridades suelen minimizar los problemas presentados por las mujeres y las instan a cumplir con el papel de “buena esposa”, subordinándose al marido “por el bien de la familia” y en particular de los hijos. Peor aún, al igual que los maridos, las diferentes instancias judiciales suelen justificar la violencia conyugal cuando ésta se ejerce para “corregir” a las mujeres por sus supuestas faltas. No sorprende entonces que la lucha contra la violencia se haya convertido en uno de los aspectos centrales del trabajo que realizan las organizaciones de mujeres rurales e indígenas. Ellas han señalado que la violencia, junto con la pobreza, no sólo es fuente de penuria y sufrimiento, sino que también es uno de los problemas más fuertes que enfrentan en sus vidas. Por una parte, les impide tomar decisiones y llevarlas a cabo en el plano íntimo y privado de la sexualidad y la reproducción; por el otro, les dificulta o les impide participar libre y plenamente en la vida pública –en los espacios laborales, organizativos y de gobierno. Conciencia en hombres y mujeres. En la lucha contra la violencia hacia las mujeres las organizaciones utilizan múltiples estrategias: realizan talleres de reflexión, discusión y “sensibilización”, no sólo con mujeres sino también con varones, prestadores de servicios de salud y autoridades; preparan y difunden programas de radio, y discuten los convenios internacionales sobre los derechos de las mujeres y los derechos humanos. Algunas participan en el Foro Internacional de Mujeres Indígenas (FIMI), y desde allí han advertido que la violencia hacia ellas debe definirse “no sólo por la discriminación de género dentro de los contextos indígenas y no indígenas, sino también por un contexto de continua colonización y militarismo, racismo y exclusión social, así como por políticas económicas y de ‘desarrollo’ que aumentan la pobreza.” Programa Interdisciplinario de Estudios de la Mujer, El Colegio de México Un día sin golpes, Sin insultos, sin gritos, sin ofensas, sin humillaciones... Paloma Bonfil S. Es martes a media mañana en un pueblo mazahua de los bosques del Estado de México. Un grupo de mujeres estamos alrededor de un comal. Pasa una señora delgada, camina despacio, tiene el rostro pálido con moretones; se detiene ante una funcionaria del municipio: “Voy donde el doctor. Ayer me… paliza” y sigue su camino, despacio, dolorida. Es esposa de un migrante al que la crisis en Estados Unidos ha traído de vuelta; ha acudido varias veces a las oficinas del municipio a quejarse de maltrato, de que ya no aguanta al señor, que le da asco, que la obliga a hacer lo que ella no quiere. Es un martes límpido, frío y claro, 25 de noviembre. Es día de la no violencia contra las mujeres del mundo. Hace dos años en México se promulgó la Ley General de Acceso para las Mujeres a una Vida Libre de Violencia, que convierte en asunto de interés público un problema que se consideraba privado, hijo de la mala suerte y las circunstancias personales de cada víctima. Refleja la conciencia madurada por miles y miles de víctimas individuales y personales, compone ya un panorama social imposible de ignorarse. La promulgación de esta Ley también tuvo que ver con la conciencia sobre la crítica situación de inseguridad de las mexicanas. Desde los feminicidios hasta la discriminación en el lenguaje, en los valores y en las relaciones cotidianas, el maltrato contra las mujeres de toda edad y condición tendría que ser hoy una prioridad para la democracia. Así que esta ley sale justo ahora, cuando el país parece secuestrado por la violencia del narco, la de la ampliación de la pobreza y de la desigualdad. La Ley es un retrato de nuestra mala conciencia colectiva; es un pacto que no sólo castiga, sino busca garantizar a las mujeres una vida libre de violencia; aterriza las recomendaciones de marcos internacionales que México siempre ha firmado, y que se estrellaban contra nuestros marcos jurídicos, pero sobre todo, contra la cultura y la práctica políticas del país. La ley no deja espacio a la duda, determina y define las acciones y actitudes de las conductas violentas contra las mujeres, reconoce la necesidad de atender el binomio víctimaagresor para transformar esta relación en ambos extremos. La “ley contra la violencia a las mujeres”, como se le conoce, es un referente de protección para las mexicanas pero ha dejado sin cobijo a las mujeres indígenas, pues no consigna la obligatoriedad de su observancia para las autoridades tradicionales de los pueblos indígenas ¿Qué puede representar este olvido?
Las mujeres indígenas han manifestado que un obstáculo para acceder a la protección y defensa de sus derechos en el ámbito comunitario es, precisamente, la falta de canales de atención allí. En las denuncias, cada vez más numerosas a pesar de las dificultades, se muestra que las autoridades comunitarias –tradicionales y civiles– siguen siendo contrarias a sus demandas. “¿Qué cosa podemos esperar, si ellos también son hombres y se cuidan y protegen y nomás nos dicen: ‘aguántate’; o ‘qué hiciste para que se enojara’? Y cuando sí nos hacen caso, nosotras pagamos el pato porque tenemos que buscar de dónde sacar para la multa y cuando los esposos regresan del encierro, están más enojados que antes y nos va peor.” Los espacios comunitarios –indígenas– de autoridad y toma de decisiones están fundamentados en una idea cultural de las funciones y atribuciones de género, del lugar que toca a unos y otras en el poder, el respeto y las formas de trato. Ciertamente, ninguna cultura indígena proclama la violencia contra las mujeres como rasgo propio, por el contrario, hay unas que incluso señalan que esta práctica es herencia del colonialismo. A pesar de eso, los códigos sociales proponen la autoridad de los varones sobre las mujeres y las estructuras de autoridad, decisión y protección, responden a esa división de funciones. La violencia es hoy también un problema importante para las mujeres indígenas. El respeto a la madre tierra y a las figuras de la fertilidad y la vida que se asocian a ellas no corresponden al trato y las oportunidades que se les dan. La tristeza, la depresión, la baja autoestima, el miedo y la derrota son algunas de las enfermedades del alma que muchas mujeres padecen y para las que buscan alivio en las plantas. La violencia emocional es la menos atendida institucionalmente. “La tristeza es una enfermedad que se mete en el cuerpo: pesan las piernas y se cansan los brazos, la cabeza parece como si no tuviera agarradera, la mirada se pierde y la voz se quiebra. Una como que se va quedando entumida y las ganas de vivir se apagan, igual que el carbón en el comal. Da coraje haber nacido, ya ni los cerros, ni los borreguitos y a veces ni siquiera los hijos que una anda cargando calientan ni el corazón ni la mañana. Como que ya no es uno nada.” Integrante de GIMTRAP [email protected] |