11 de diciembre de 2008     Número 15

Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER

Suplemento Informativo de La Jornada


FOTOS: Eli Bartra

Eli Bartra

El origen del nombre de Ocumicho es tan controvertido como el del pueblo o el de las actividades productivas y artísticas de sus más o menos tres mil habitantes. Hay quien afirma que ocumicho significa lugar de curtidores, que es lo que fue, al parecer, pero los hombres abandonaron esa actividad después de la Revolución de 1910.

En la actualidad, ya no se curten pieles ni se talan árboles, pocos árboles hay para talar. La principal actividad es el arte de las mujeres, la alfarería, que se desarrolló a partir de 1920 justamente al declinar el curtido de pieles. Se cultivan unas tierras, las que quedan tras una larga historia de despojos de los bienes comunales, y se aprovecha la escasa madera que se encuentra. Los hombres han estado emigrando al norte, hoy es probable que también esa faena se vea afectada por la crisis en el vecino país por lo que las casas de tabique serán aún más escasas.

Existe la leyenda de que un tal Marcelino Vicente (nacido alrededor de 1940 y muerto a fines de los 60s) fue quien dio un fuerte impulso creativo a la alfarería y les “enseñó”, con el ejemplo, a las mujeres del pueblo. Dicen que era un hombre muy raro (desde el posmodernismo, hoy dirían tal vez queer); vivía solo, hacía sus tortillas y se dedicaba a trabajo de mujer: la alfarería. Relatan que él fue el primero en hacer diablos, que en el presente es la figura más características de la alfarería del pueblo.

Los ocumichos representan una de las expresiones de arte popular más sofisticadas de México. De ahí, quizá, que se intente demostrar por todos los medios posibles que las mujeres indígenas no los inventaron y que tampoco son hoy en día producto casi exclusivo de su fértil imaginación. Se habla una y otra vez de las influencias externas, se intenta demostrar también que la idea de los diablos vino de afuera y que hacen piezas eróticas porque las calcan de revistas extranjeras. Esta actitud es muy común frente al arte popular y, en este caso, al ser un arte de las mujeres indígenas cierta gente intenta mostrar ante todo a los pocos hombres alfareros como los maestros.

En esta comunidad purépecha se hace gran variedad de piezas: desde silbatos y alcancías de mil formas, hasta vírgenes, huares (mujeres vestidas con el traje tradicional), escenas de la vida cotidiana, carruseles, soles, lunas, animales, sirenas, últimas cenas, nacimientos y... diablitos. El tamaño de las piezas va desde pocos centímetros hasta medio metro. Muy a menudo los temas se entrecruzan. Hay últimas cenas con puros diablitos; las hay con sirenitas, trece sirenas muy sentadas con Jesús. Hay diablitos que son alcancías y otros no. Hacen también máscaras de diablo, de negritos, de viejitos.

Al recrear las escenas de la vida diaria, bodas, partos, operaciones, campesinos en el campo... moldean piezas que podrían parecer surrealistas pero que, de hecho, son más bien realistas. Hay una, por ejemplo, que representa a un campesino sentado en su milpa con un burro muerto y despanzurrado y, en un primer plano, una calabaza con agujeros, ambos llenos de enormes gusanos. No se trata de un sueño o de un acto de creación surrealista deliberada como hubiera podido hacer Luis Buñuel, es la recreación de su ser en el mundo, de la vida y la muerte que las rodea. En este sentido es que algunas de sus piezas estarían más cerca de la crudeza realista con la que pintó Frida Kahlo, por ejemplo, que de las visiones surrealistas de Remedios Varo o Leonora Carrington. Otras, creo que podrían entrar de plano en el terreno de lo irreal o lo “surreal”, si se me permite decirlo así.

Los diablos representan, sobre todo, escenas de la vida diaria imaginaria o religiosa. Los diablitos van en bicicleta, cantan, bailan, tocan, se montan en autobuses, en aviones, beben, manejan camiones de Coca Cola, aparecen en últimas cenas, practican cesáreas en quirófanos, hacen el amor... pero, sobre todo, se ríen. Éstos están inspirados, al parecer, en los danzantes de carne y hueso del pueblo que se disfrazan de diablos, ermitaños y negritos y salen durante las pastorelas de Navidad. Una gran mayoría de los diablitos tiene elementos fálicos en la boca, muy a menudo comen plátanos, elotes y pescado, o tocan la flauta, la trompeta, y se ríen a carcajadas. Y frecuentemente se hallan en posiciones de abrazo amoroso o montados en otra figura, que puede ser una tortuga, una sirena o cualquier otra cosa.

Hay algunas figuras realizadas con mayor destreza que otras; es lógico, hay artistas más hábiles y más imaginativas que otras. La cocción del barro no es a muy alta temperatura, de ahí que sean piezas extremadamente frágiles. Se cuecen en el horno, se sacan, se pintan y, al final, se barnizan. Ellas, en general, prefieren no barnizar las piezas, pero la gente que las compra las prefiere barnizadas y, a menudo, la complacen. Las pinturas que usan son anilinas con cal, pinturas vinílicas y de aceite. Emplean los colores puros sin mezclarlos y son chillantes como los propios vestidos de las mujeres.

En Ocumicho hay una clara división del trabajo. Las mujeres son las artistas y los hombres (hijos, compañeros), a veces, cuando están, las “ayudan”. Traen el barro, colaboran en la pintada de los “monos”, en la venta. Sin embargo, empezando por el famoso y mítico Marcelino Vicente, hubo y hay algunos alfareros hombres. Son justamente los que tienen más fama y de quienes se conocen mejor sus nombres, sus vidas y milagros y con base en ello se crea una imagen un tanto distorsionada de la realidad. Se da a entender que ellos son los auténticos maestros tanto de sus propias esposas como de todo un pueblo de alfareras. Lo que puede apreciarse actualmente es que los hombres se están incorporando cada vez más en el proceso de creación de las piezas; pero aprenden ya de grandes porque en la socialización de los niños no se encuentra el aprendizaje de la técnica, en cambio de las niñas sí.

Estas figuras de barro se comercializan principalmente fuera de la comunidad, no hay compradores de piezas terminadas dentro del propio pueblo, aunque hay mujeres que compran piezas sin pintar y ellas las terminan para así venderlas. Este hecho, en general, es mal visto en el pueblo.

En 1989 Mercedes Iturbe encargó a las artesanas una serie de figuras que representaran la Revolución Francesa para conmemorar los 200 años del suceso. Las piezas fueron llevadas a París a una exposición en la Casa de México. En 1992 se repitió la experiencia con motivo del V Centenario de la llegada de los españoles a América; mostraron a las artesanas antiguos grabados europeos sobre la Conquista, fotografías de fragmentos de murales mexicanos del siglo XX, fotografías de códices y se les encargó que los reprodujeran en barro. De hecho, aunque en ese año se conmemoraba la llegada de los españoles a América, a ellas se les indicó que se abocaran a la tarea de reproducir escenas de la conquista de México por Hernán Cortés y su ejército. En 1993 se inauguró en Barcelona, en el Museo Etnológico y después en el Museo de Arte Moderno del DF, una exposición con unas 30 piezas bajo el tramposo título de “Arrebato del encuentro”. Estas figuras son una clara expresión de sincretismo cultural. Las artistas vieron los modelos y luego ellas los “tradujeron” lenguaje con el que comúnmente se expresan en sus obras; preciso es comentar que la fidelidad al original deja todo que desear y casi no se establece negociación alguna en este proceso de traducción por lo que Humberto Eco lo denominaría más bien “interpretación”.

Profesora-investigadora, UAM-X