Usted está aquí: sábado 13 de diciembre de 2008 Opinión Block de notas

Ilán Semo

Block de notas

Sobre la hermenéutica de la mentira. A un político mexicano –solía decir don Jesús Reyes Heroles– se le puede distinguir con cierta facilidad. En principio, basta con escucharlo: cuando dice que sí, quiere decir tal vez; cuando dice tal vez, quiere decir probablemente no; y si dice no, entonces no es un político mexicano. La verdad nunca ha sido un tema aledaño a la práctica política; de un político profesional, aquí y en cualquier parte, se puede esperar todo menos la mínima lealtad a lo que está diciendo. Pero lo que nunca deja de impresionar es la facilidad con la que en la política mexicana se pasa de la retórica de la evasión al pastiche del simulacro o simplemente de la simulación. Como si para la sociedad política las palabras no tuvieran la menor relevancia, el menor peso; como si su significado perteneciera al grado cero del significante. Y su solitario cometido fuera no disipar la sospecha sobre lo que falta por decir, sino mantenerla latente, en pie. Por su parte, la población ha creado una cultura o una coraza de la resistencia. Si el secretario de Hacienda anuncia que el peso no se devaluará, al día siguiente las casas de cambio amanecen con largas filas ante sus ventanillas. Si la propaganda oficial insiste en que Pemex no se privatizará, la gente está convencida de que se está privatizando. Si se advierte que la leche, el gas y la electricidad no aumentarán de precio, ya se sabe aproximadamente lo que sucederá.

A primera vista, la impresión es de un juego perverso entre una ciudadanía resignada a invertir las señales de todo discurso oficial, y un poder dedicado a capitalizar su incredulidad. En uno de los libros esenciales de 2008, País de mentiras, Sara Sefchovich muestra que las impresiones que se derivan de la superficie de la política mexicana no son más que eso: impresiones. Debajo de esa superficie, en los niveles densos de su operación, las palabras cuentan, la retórica propicia sentidos, los argumentos señalizan los límites y el lenguaje produce un principio de realidad. Uno a uno, aspectos centrales de la vida política, social y jurídica del país son examinados meticulosamente para explicar cómo la mentira no es una simple forma retórica, sino una manera de ser del orden político. No basta con saber mentir; es preciso movilizar a todo el sistema para legitimar el vacío que media entre las palabras y los acontecimientos. Nadie, que yo recuerde, había logrado, como Sefchovich, formular una hermenéutica de la mentira sistémica y detallada.

Pero País de mentiras es, sobre todo, un testimonio eficaz y sutil de la distancia que existe entre el país retórico y el país real: entre la retórica del Estado de derecho y una sociedad que vive en un estado permanente de excepción; entre los programas y los discursos de la modernización que nunca acaban de cimentar las condiciones de la modernidad; entre las apelaciones a la democracia y las maquinarias de los grandes partidos, tanto en la derecha como en la izquierda, que no muestran el menor interés en la vida democrática.

Soledad confiscada. En el Museo de Arte Moderno se exhibe la exposición Remedios Varo. Arquitecturas del delirio. La colección de cuadros que se presentan es impactante y los curadores realizaron un trabajo excepcional. La obra de la pintora reafirma la convicción de que todo cuadro surge no de la observación del “mundo” sino de la empatía con otro cuadro. La pintura es un comentario interminable sobre sí misma. Hay una gramática de la melancolía muy singular en el arte onírico de Varo: un deseo incansable de saber si ella sólo es un sueño de sí misma. Al parecer, los textos de Gurdieff y la Cábala le fueron relevantes. Aunque su interpretación de ellos es única: nada nos desconecta del mundo, a pesar de la soledad.

Escritura “líquida”. Hace poco, Juan Solís le preguntó a Carlos Monsiváis: “¿Ha hecho una obra perdurable? ¿Ha tenido de la mosca la voluntad tenaz?”, refiriéndose a la metáfora de Renato Leduc. La respuesta fue: “No haremos obra perdurable. La voluntad de la mosca se da o no”. Hace poco, científicos descubrieron por qué nos cuesta tanto acabar con una mosca. Tal vez pronto puedan disipar esa tenacidad. Habría que preguntarnos, abusando de un concepto de Zygmunt Bauman, si acaso no estamos en un tránsito de la fase “sólida” de la escritura a la “líquida”, es decir, esa condición en que las formas de la escritura (las filosofías que marcan las gramáticas de los conceptos, los cánones que delimitan los gustos, los géneros que conectan a autores con lectores) ya no logran mantener su estabilidad durante un tiempo más o menos duradero, porque cambian, se innovan o desaparecen en un lapso menor que el que se requiere para ser asumidas o para afectar las hermenéuticas de sujetos y prácticas discursivas.

 
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