Usted está aquí: domingo 14 de diciembre de 2008 Opinión JM Le Clézio en El Colegio de Michoacán

Jorge Durand

JM Le Clézio en El Colegio de Michoacán

Las primeras generaciones de estudiantes y profesores de El Colegio de Michoacán tuvimos la oportunidad de conocer a Jean Marie Le Clézio, que había sido invitado a trabajar como investigador por el entonces presidente de El Colegio, don Luis González. Le Clézio pasaba varios meses del año en Zamora e invariablemente regresaba, con su esposa y dos hijas pequeñas, a una vieja casona que compró en Jacona.

Contaba don Luis que Alfonso Reyes, y luego Daniel Cosío Villegas, disponían de algunas plazas en El Colegio de México para asignarlas a personas excepcionales, inteligentes y productivas, pero inclasificables en términos de las trayectorias académicas formales de la institución. Fueron los casos de Juan José Arreola y Juan Rulfo, entre otros, que sobrevivieron algunas temporadas de sus vidas gracias al manto protector de esos mecenas institucionales. Cuando don Luis fundó El Colegio de Michoacán invitó a dos literatos a ocupar plazas en esas mismas condiciones. Uno era Germán Posadas, escritor colombiano que había sido compañero suyo en El Colegio de México. El otro fue el entonces joven escritor francés JM Le Clézio.

En ese tiempo Le Clézio trabajaba intensamente en temas michoacanos, sobre todo prehispánicos, como de Michoacán, donde fusionó su erudición y buena pluma; combinación escasa en el medio académico. También hacía trabajos sobre asuntos exóticos para el mundo francés. Allá lo consideraban un mexicanista, incluso un americanista. Un día de aquellos recibió el encargo de hacer el prólogo para el catálogo de una exposición sobre la colección Oro del Perú y pasamos una larga tarde hablando sobre la frugalidad estética de los incas, la exuberancia gráfica de los mochicas y la increíble capacidad de abstracción de la cultura chancay.

En el colegio Le Clézio andaba a su aire. Vestía siempre igual: tenis, pantalón caqui y una playera blanca. Era tímido y reservado. Su casa era modesta, de adobe, con techo de tejas sin tapanco, lo que fue motivo para que más de una vez lo visitaran los ladrones. Lo que la hacía hermosa era el portal frente al patio donde la familia pasaba la mayor parte del tiempo. El modo de vida de Le Clézio contrastaba con la de la gente acomodada de Zamora e incluso con la de los investigadores de El Colegio.

Un día, en tiempo de lluvias, el canal que pasa por Jacona, a unas cuadras de su casa, se desbordó y provocó una inundación. Le Clézio, como todos, salió a refugiarse pero los gritos de la gente le llamaron la atención. Cuando entró el agua en una casa donde había un velorio los acongojados deudos huyeron y dejaron al muerto en su ataúd, que, poco después, también salió por la puerta arrastrado; ni qué decir que para Le Clézio la anécdota superaba con creces cualquier episodio del mítico Macondo.

En otra ocasión, después de subir al cerro conocido nos sentamos en un inmenso e inestable peñasco donde había innumerables hoyos que le llamaron la atención. Le comenté que la gente de por allí aseguraba que debajo de aquella gigantesca roca había un tesoro, lo que los animaba, una y otra vez, a ir a escarbar. La anécdota fue el detonador de una conversación en la que Le Clézio recordó que su abuelo había sido un arduo buscador de tesoros y él había heredado sus papeles y la misión de encontrarlo. La aventura le costó tiempo y dinero. Finalmente, siguiendo las pistas de un viejo mapa, logró llegar hasta el mismo lugar que su abuelo. Pero el tesoro que los piratas habían dejado en las Islas Mauricio, de donde es originario, le seguiría siendo esquivo. No pudo encontrar el tesoro pero, a cambio, descubrió el tema de una de sus primeras novelas por lo cual se sentía plenamente recompensado por su abuelo.

Lo que en ese tiempo no sabíamos era que Jean Marie era un observador muy acucioso y que todos habíamos sido sistemáticamente escudriñados y evaluados. Muchos años más tarde, después de la muerte de don Luis, recordó y recreó ese tramo de su vida en El Colegio de Michoacán en Ourania, una de sus últimas novelas. Con nombres y rasgos cambiados, incluso posturas diferentes, varios de los que vivimos aquellos años únicos e irrepetibles en El Colegio, pastoreados sabia y cariñosamente por don Luis, aparecen en esa novela. Además de dedicarle la novela a don Luis González, Le Clezió le rinde un discreto y sutil homenaje literario al retomar la manera en que don Luis solía titular los capítulos enlazándolos directamente con texto, de tal manera que la narración fluía sin cortes formales. 

Terminado el periodo de vacas gordas en el colegio y retirado don Luis a su refugio de San José de Gracia, llegaron los tiempos aciagos de la austeridad, las auditorías y las sinrazones. En ese nuevo ambiente, se le rescindió de inmediato el contrato a Le Clézio porque, se decía, no había presentado, en la forma adecuada, su proyecto de investigación. Paradojas de la vida. Le Clézio podría ser incapaz de escribir un documento, finalmente estándar, pero en este 2008 ganó el Nobel de Literatura, algo que sin duda hubiera celebrado con enorme alegría don Luis, su mecenas mexicano.

 
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