Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 14 de diciembre de 2008 Num: 719

Portada

Presentación

Bazar de asombros
HUGO GUTIÉRREZ VEGA

Antonio Machado: poesía perdurable
ALEJANDRO MICHELENA

Explanations of love
NASOS VAYENÁS

Rafael Escalona, gran maestro vallenato
entrevista de JUAN MANUEL ROCA y MARCO ANTONIO CAMPOS

Ricardo Piglia la alegría del lenjuage
RODOLFO ALONSO

Manuel Scorza: réquiem para un hombre gentil
RICARDO BADA

Charco de tormenta
SALVADOR CASTAÑEDA

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Columnas:
La Casa Sosegada
JAVIER SICILIA

Las Rayas de la Cebra
VERÓNICA MURGUíA

Bemol Sostenido
ALONSO ARREOLA

Cinexcusas
LUIS TOVAR

Corporal
MANUEL STEPHENS

El Mono de Alambre
NOÉ MORALES MUÑOZ

Cabezalcubo
JORGE MOCH

Mentiras Transparentes
FELIPE GARRIDO

Al Vuelo
ROGELIO GUEDEA


Directorio
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Rafael Escalona, gran maestro vallenato

entrevista de Juan Manuel Roca y Marco Antonio Campos


Foto: Ernesto McCausland

Es difícil tarea encontrar la rareza de un colombiano que no guarde en su memoria, como parte de su imaginario, de su educación sentimental y de sus querencias, una canción o una tonada con letras de Rafael Escalona. Las gentes del país y del exterior que oyen por primera vez una composición suya, empiezan por preguntar quién es ese autor que narra episodios aldeanos, que pronto dejan de serlo, para hacerse, a lo que podríamos llamar, la provincia universal. ¿Quién es Rafael Escalona? ¿Quiénes son a la vez los seres cotidianos y mitológicos que pueblan sus canciones? ¿Cuál es su tradición? ¿Cuáles son los ríos que desembocan en su música? Para saciar parte de esa curiosidad colectiva y parte, también, de esa curiosidad personal, decidimos entrevistar al maestro en su casa bogotana. Gracias a Josefina Castro, famosa por su proverbial amabilidad de estirpe vallenata, entramos en contacto con el autor de paseos y merengues inolvidables, entre muchos, como “El testamento”, “El pobre Migue”, “El almirante Padilla”, “La custodia de Badillo”, “Elegía a Jaime Molina”, “El playonero”, “El general Dangond" y “La casa en el aire.”

– Usted empezó a escribir vallenatos desde los trece años. ¿Qué tipo de canciones eran?

– El tipo de canciones que empecé a hacer entonces es el mismo que hago ahora, cuando tengo ochenta. Las canciones no cambian de ritmos ni los sentimientos; cambian de tema. Por eso me han dicho los amigos que mis canciones son crónicas musicales. Creo que sí; lo mismo que el periódico comenta cualquier suceso nacional, de la capital o del extranjero, yo también en mis canciones he hecho cantos, y los hago silbando. Con la maquinaria del acordeón, las canciones se han ido dispersando por el mundo.

– ¿La música empieza a nacer como un silbido?

– Porque yo, que no toco instrumentos, silbo mis canciones hasta darles música y luego otro, que las oye, les da el tono y el color, como lo hizo Poncho Cote con su guitarra durante muchos años. La mayoría de los poetas que yo conozco suelen decirme que mis letras me vienen de la inspiración. No creo en ella; creo en estados de ánimo. Pienso que si la inspiración existiera, la venderían en frascos en las boticas. Creo en un estado de ánimo porque no hay un examen directo de nosotros mismos. No se siente rabia cuando se está alegre, no siente lo mismo en una fiesta que en un velorio. Escribe según le dicta el estado de ánimo en el que se halla.

– De esos primeros vallenatos de adolescencia ¿algunos se grabaron o quedaron en el olvido?

– No se han grabado algunos. Jamás pensé entonces que eso se iba a grabar ni que yo iba a salir nunca de mi tierra. No era como el compositor de ciudad o el compositor comercial que hacen canciones por encargo, porque saben que alguien se las irá corriendo a editarlas. Nunca he ido a pedir que me graben una canción, no por vanidad o megalomanía, sino porque en mi tierra no había nada de esas cosas. Lo que oíamos eran discos extranjeros. Llegó una época, por el año cincuenta, cuando ya aparecieron las grabaciones, se consolidaron radio y televisión, y Colombia iba con la pisada del adelanto. Pero paradójicamente yo no me inicié en Colombia grabando mis canciones; la gente se las iba aprendiendo, corrían de boca en boca, pero, ante mi sorpresa, no los compositores de mi tierra, sino en México y Cuba las editaron primero. Mis canciones fueron adquiriendo un valor comercial, se iban quedando poco a poco en el gusto de la gente.

– ¿Pero hubo siempre en usted la idea de hacer de la canción una crónica cantada?

– Para mí contar una historia es fundamental. Siempre, siempre fue así. Únicamente que ya mayorcito empecé a mirar con atención otras cosas, sobre todo a las mujeres, y no dejé de hacerles canciones. No eran crónicas del todo verdaderas, pero el sentimiento sí lo era. Y en esto de inventar cosas yo tenía que hacerlo y ofrecerles en mis palabras lo que otros no les ofrecían: estrellas, arco iris, perlas, golondrinas. Me gustaba echarles mentiras a las muchachas. Con esas canciones volví a aterrizar. Me situé geográficamente. Desde muy jovencito tenía que cantar para que se supieran las cosas. Miren: cuando yo me fui a estudiar al Liceo Celedón –de Valledupar partí a Santa Marta– compuse una canción que se llama “El testamento.” Tiene algo de romántica, dicha con lenguaje sencillo y provinciano. Hay, por un lado en la canción, una parte narrativa, y por el otro, un romanticismo palpablemente provinciano: “Adiós morenita, te vas a quedar muy sola/, Anoche dijo el radio que abrieron el liceo./ Como es estudiante ya se va Escalona,/ pero de recuerdo te deja un paseo”… “Un diablo al que le llaman tren”, sí. Para el campesino de entonces el tren era algo raro y lo calificaban de una manera despectiva: hablaban de él como el diablo. Nosotros ya habíamos visto el tren en el cine, pero el campesino todavía no. Es también, por una parte, una canción costumbrista, porque voy narrando asuntos de los pueblos, pero por la otra, cambio la cosa, y me conduelo, no de mí, sino de ella: “Ese orgullo que tú tienes no es muy bueno:/ Te juro que más tarde te vas a arrepentir./ Yo sólo he querido dejarte un recuerdo/ porque en Santa Marta me puedo morir./ Y entonces me tienes que llorar/ y, de ñapa, me tienes que rezar,/ y, claro, te tienes que poner traje negro,/ aunque no gustes de él./ Y entonces te vas a arrepentir/ de lo mucho que me hiciste sufrir.”

– Usted ha hecho que ya sean parte del imaginario popular Jaime Molina, Poncho Cote, Miguel Canales, el Tite Socarrás, o mujeres como la Maye , la brasilera, la Vieja Sara , o ríos como el Guatapurí y el Cesar, o poblaciones como Valledupar, La Paz , Valencia, Fundación, Villanueva, Manaure o Santa Marta...

– Yo estaba concentrado en mi tierra. No creía que eso iba a tener importancia para el mundo. No era egocentrismo; yo hacía mi canto para mi gente: por molestar a un viejo, por alegrar a una niña, por demostrarle a un profesor mi afecto, por jugarle una broma a los curas. Me ubicaba en mi región y cantaba lo que era de ella y a los que vivían en ella, aunque también he compuesto cantos para quienes no eran de allí, como la brasilera o la antioqueña María Tere. Por mí que el Quijote se quede con su fama. A diferencia de él, a mis Dulcineas las he pellizcado.

– ¿Y los ríos y los pueblos?

– El Guatapurí es el río famoso de Valle de Upar, en lengua arhuaca quiere decir “agua fría”. El Guatapurí, el Badillo y el Cesar, tienen la característica de las distancias: algunos muchos kilómetros, otros menos o más kilómetros. Corren de norte a sur: el Guatapurí y el Badillo le caen al Cesar, que cae al Magdalena, pero como el Magdalena es un monstruo, se los apropia. Pero no ha sido por las buenas. Esos contornos geográficos tengo que ligarlos a la canción y en la canción a los personajes, porque los hechos que voy a narrar y las personas que voy a introducir necesitan un escenario.

– ¿Cómo fue lo de la María Tere?

– Le cuento. Yo estuve en el Festival del Arte en Cali. Había delegaciones de muchas partes. Asistían, entre otros, Marta Traba, Gabo, Alejandro Obregón. Con ellos estaba María Tere, una niña muy bonita, directora del Museo de Cerámica de Medellín, quien había estudiado en Finlandia. Estaba también Atahualpa Yupanqui. Me acuerdo que dijo el maestro que era un indiecito de las nieves, que no sabía leer ni escribir. Me pidieron que dijera algo. Nunca antes me había encaramado a una tarima. E improvisé unos versos: “Colombia tiene comarca/ y dos valles sin igual,/ el uno es el Valle del Cauca,/ y el otro es Valledupar.” Claro que la niña María Tere merecía el viaje. Dispuesto a seguirla, me fui con Colacho Mendoza a Medellín. Y le llevé también una canción: “Ella es antioqueña de la serranía,/ pero fue allá en Cali donde nos encontramos,/ y cuando vio que me venía,/ se puso triste y quedó llorando. / María Tere, María Tere,/ antioqueñita de ojos verdes,/ yo sólo quiero que me recuerdes,/ mi María Tere, mi María Tere.”

– ¿Y qué importancia ha tenido el acordeón para el vallenato?


Con Gabo y Mercedes.
Foto: Fernando Vergara

– Aquí tenemos que entrar al tema histórico. Cuando organizamos el festival vallenato los periodistas primero estaban muy agradecidos y escribían crónicas resaltando la alegría y el entusiasmo que despertó. Empezaron a hablar del acordeón y muchos dijeron que los españoles lo habían traído. Yo fui al periódico El Tiempo y dije que era una gran mentira, que cuando los españoles llegaron no se había inventado el acordeón. Tampoco lo inventó un alemán. Fue un biznieto de Marco Polo que lo trajo de India. El acordeón, tan bullanguero, tan enamorador, tan parrandero, es, sin embargo, muy incompleto, porque le falta el pentagrama. Ya en 1925, en Marsella, se inventó el bandoneón, que es el que suena en las orquestas, y ayudó a popularizar el tango. Pero para tocarlo es necesario estudiar música, para el acordeón no. Los marinos europeos trajeron el acordeón, instrumento aún rudimentario, que se había establecido en Europa en los países escandinavos, pero en el pueblo, no en la sociedad. El acordeón llegó a las provincias del norte. Por ejemplo, si los marinos llegaban a cargar a Santa Marta, se la pasaban quince días bebiendo en hoteles, cantinas y burdeles. Si usted iba a Riohacha, en cualquier tienda, cantina u hotelucho, encontraba un acordeón empeñado u olvidado. El pueblo lo tomó y lo hizo suyo, y claro, algunos lo tocaban mejor. Las arrias de mulas iban de Valledupar o Mompox por toda la costa a buscar el whisky o la seda u otros productos que llegaban a la Guajira desde Aruba. Y desde allí traían los acordeones y la gente fue aprendiéndolo a tocar, y no sólo eso, sino iban creándose dinastías de acordeoneros en Fonseca, en Barranca, en Villanueva, en San Juan, en La Paz , en Valledupar, en los pueblos de la sabana. Al principio el acordeón lo tocaba la plebe, la gente ignorante.

– ¿Y qué pasó después?

– Aparecí yo. Mi padre, el coronel Clemente Escalona, que nació en Ciénaga, fue hombre muy culto. Era liberal y combatió en la Guerra de los mil días. Pertenecía a la Gruta Simbólica. Mi madre, Margarita Martínez, estuvo en Europa. La economía de esos pueblos se basaba en la ganadería, no había agricultura. Mi padre no descuidaba la parte cultural de nosotros, claro, de acuerdo al adelanto de la Provincia. El periódico El Tiempo llegaba a Valledupar, pero nosotros vivíamos en el pueblo de Patillal. El Tiempo, que llegaba en enero, le llegaba a mi papá en febrero o marzo, después que todos los patriarcas de Valledupar lo habían leído, y mi papá lo leía porque quería saber de liberalismo. Yo no entendía mucho la cosa, pero cuando leía, por ejemplo, que el doctor tal tuvo un accidente en su carro y se llevaron a la niña a la clínica, tenía la idea de que eso también podía volverse canción. Comencé a escribir mis canciones y al público le gustaron mucho pues eran como cosa de ellos. Como no estábamos acostumbrados al lirismo ni a las metáforas, yo iba directamente al tema y hablaba de los personajes que conocía, como el playonero. ¿Quién era el playonero? Urbano Castro, un muchacho no profesional, pero muy culto, el cual se dedicó a sus playones, es decir, a su ganado, en Valledupar. Y por eso compuse ese vallenato: “Yo salí de los playones,/ yo salí de los playones,/ a la orilla del río Cesar,/ yo soy el que sé enlazar, hombre,/ a los novillos cimarrones,/ cuando salen de la montaña/ a dormir en los playones/ y se van de madrugada/ porque el tigre se los come.”

¿No sería el vallenato un mundo de juglaría? Alguien se aprende las canciones de los maestros del vallenato y las van cantando de pueblo en pueblo, se van fijando, y se vuelven parte de la memoria auditiva de la gente.

– Eso, claro. En la Edad Media en Europa lo fue a su modo y aquí al nuestro.

¿Qué le hace pensar que el vallenato es la música más auténtica colombiana? ¿No lo es también el porro?

– Que el vallenato es lo más auténtico está demostrado históricamente. El porro es auténtico, pero no ha tenido ni de lejos la difusión internacional del vallenato. Es secundario.

– ¿Cómo eran aquellos amigos entrañables: Miguel Canales, Poncho Cote, Jaime Molina, Tite Socarrás o Miguel Canales, personaje muy querible, a quien le compuso “El pobre Migue” y que aparece también en “El perro de Pavajeau.”

– Los amigos son producto del medio ambiente. Miguel Canales era campesino y ganadero. Tenía mucho roce porque pertenecía a una familia muy distinguida en el pueblo de La Paz. Nos conocimos en la escuela primaria en Valledupar. En el pueblo éramos muy hospitalarios. Yo tenía mi barra de amigos. A Miguel yo lo invitaba a mi casa, almorzábamos los domingos. Recíprocamente, él me invitaba a La Paz , que queda a dieciocho kilómetros de Valledupar. La Paz era un pueblo bastante primitivo y las casas eran casi todas de madera. La carretera entonces no estaba pavimentada. Sucedía que yo llegaba a su casa y me decían que se había ido a la montaña, pero la montaña de allá no es como la de aquí, en Bogotá. Allá los potreros son grandes, de cincuenta hectáreas, pero siempre se deja un predio, también grande, de árboles corpulentos, de árboles frutales, y por abajo puede caminar el ganado, mientras uno a caballo lo va cuidando, y en el verano, cuando La Paz está bastante maltratada, se sueltan los rebaños para que coman allí. El lugar tenía el nombre de la montaña. Y yo preguntaba por Migue, y me decían que estaba en la montaña. Fue entonces cuando escribí el vallenato en 1944: “Cuando viene de La Paz algún amigo/ le pregunto si ha visto a Miguel Canales;/ dicen que en la montaña está perdido,/ que tiene mucho tiempo que no sale.”

– ¿Y el profesor Castañeda, a quien le hizo una de sus primeras canciones allá por 1943?

– El profesor Humberto Castañeda era muy joven y carismático. Lo queríamos mucho en el colegio Loperena. Cuando me veía en el recreo jugando con los muchachos bajo los árboles –hacía mucho calor– me reclamaba cariñosamente: “Rafa ¿qué haces? “Jugando, profe, jugando.” “¿No te das cuenta que el miércoles tienes examen de geografía y te voy a rajar?” Cuando se fue a Riohacha le compuse el canto: “Cuando sopla el viento frío de la Nevada / que en horas de estudio llega al Loperena,/ ese frío conmueve toda el alma,/ lo mismo que la ausencia del profe Castañeda.”

– ¿Y Jaime Molina, a quien le compuso una de las elegías más conmovedoras que hemos oído como canción?

– Jaime era de Patillal. Crecimos puerta con puerta, pared con pared. Nuestras madres eran muy amigas. Desayunábamos o comíamos lo mismo en la casa de uno que en la del otro.

– ¿Y él lo enseñó a parrandear como escribe usted en la canción?

– No, ambos nos enseñamos. A él le gustaba mucho la pintura. Conservo sus caricaturas. Recuerdo que en el colegio hubo un concurso. Nos pusieron a pintar al general De Gaulle, y yo le gané porque con lápices de colores le hice mejor el kepis. Jaime quedó mal, porque era mejor pintor que yo. Pero después nos pusieron a pintar a Joe Louis, el boxeador de Estados Unidos, campeón de los pesos pesados, y él me ganó porque pintó mejor los guantes. Seguimos siendo muy amigos, pero llegó un momento, ya hombrecitos, en que me fui para el liceo y él se quedó en Valledupar. Era pechichón, consentido de los viejos. Le gustaba contar cuentos y canciones. Era un hombre inteligentísimo y de humor muy brillante. Solía molestarme diciendo: “Oye compositorcito ¿cuándo me vas a hacer mi canción?” Y yo le contestaba: “Señor pintorcito, cuando usted me haga mi retrato.” Y un día, en una vaina, quedamos en que si él moría primero yo le hacía un canto y si yo moría primero él me dibujaría un retrato. Esa es la fundamentación del canto: “Recuerdo que Jaime Molina/ cuando estaba borracho ponía esta condición:/ Que si yo moría primero él me hacía un retrato,/ o si él moría primero le sacaba un son./ Ahora prefiero de esa condición/ que él me hiciera el retrato y no sacarle el son.” Jaime murió en 1978.

– Y Lorenzo Morales, o Moralito como usted le dice. Me parece que usted, igual que Emiliano Zuleta, no lo trató muy bien.

– No, no, no. Él vivía en el caserío de Guacoche, cerquita de la montaña donde Miguel Canales. Eran como veinte minutos para el traslado. Íbamos allá a parrandear con él. Me llamaba “niño Rafa”. Cuando estábamos en Guacoche era fiesta, porque los Canales eran muy ricos. Mandaban a comprar chivo y trago y lo repartían a la gente. Morales era un hombre chiquito, moreno, habilidoso para hacer los techos de palma de las casas. Todavía vive. Tiene cosa de 102 años. Me hice amigo de él, pero con el respeto que se le brinda a los mayores.

– ¿Cómo conoció a Emiliano Zuleta?

– Vivía en Villanueva. Poncho Cote era hincha de él y su amigo íntimo. La madre de él era la Vieja Sara , también madre de Simón y Toño Salas. La Vieja Sara vivía en El Plan, arriba de Manaure, y era quien mandaba allí. Yo no conocía a Emilianito. Poncho me hablaba mucho de él y me cantaba sus canciones. Una vez llegó un amigo de Villanueva, Beltrán Orozco, que había sido magistrado, para darnos la noticia de que Emiliano estaba enfermo. Entonces yo le compuse una canción donde cuento que en el Valle recibí la noticia de que él estaba malo: “De Manaure ha llegado Beltrán Orozco/ y yo le he preguntado cómo sigue Emilianito,/ y él me responde que el pobre estuvo loco/ pero se está curando y ya está mejorcito.” Entonces Emilianito vino al Valle a conocerme y me llevó a El Plan con la Vieja Sara , una vieja inocente, campesina. Después la iba a visitar, le tomé mucho cariño.

– ¿Y a quien considera sus maestros en el vallenato?

– Mi gran maestro fue Tobías Enrique Pumarejo, a quien conocí de niño en Patillal. Le bañaba incluso su caballo. Lo seguía a todas partes y, claro, lo escuchaba con admiración en las parrandas.

– Y frente a aquellos grandes del llamado vallenato clásico, como Tobías Enrique Pumerajo, Emiliano Zuleta, Lorenzo Morales, Alejo Durán, Leandro Díaz, Juancho Polo Valencia ¿cómo ve el vallenato de ahora?

– Eso no es vallenato, es más bien rock and roll.