Usted está aquí: lunes 22 de diciembre de 2008 Opinión Por ir por la libre

Hermann Bellinghausen

Por ir por la libre

La voz de El Larry, monótona, mecánica, pareciera que sin emociones, echó a rodar hacia una etapa anterior de su vida. Todos tuvimos otras etapas, otras vidas, otros entonces. Y El Larry es de carrera larga.

“Venía tendido de cerca de la frontera por la autopista, clavado por toda la costera, vuelto madres. En la Nissan de Carlos. Los audífonos puestos, oyendo a Evanescence. Imagínate. Llegando al entronque el Istmo, que me sacan a la izquierda unos señalamientos todos chidos; atravieso un camellón de grava y de pronto ya caí en otro crucero que no esperaba, que me llevó a la salida de una ciudad que había olvidado hace años.

“Como se me pasó la vuelta correcta ya no volví a la autopista y me interné por la ‘libre’, o vieja carretera, digresiva, rondando las montañas y La Sepultura. En sus días fue peligrosa, cuando era transitada. Tenía su mitología de accidentes fatales, como Mil Cumbres, las cumbres de Maltrata y Acultzingo. Cuando no había de otra. Ahora ya nadie la usa, está desierta. Es colgadísima, te lleva el doble que por la autopista.”

Frente al parabrisas nocturno, negro, apenas traspasado por los faros del propio carro, se desplegaron como en pantalla de las de antes la desviación diurna y la carretera olvidada de El Larry. Selva lejos de la selva, sus ceibas enanas y abundantes, sus arrozales en los vallecitos de la serranía. A nuestros costados corrían las estrellas, como en el viejo cine Alameda de la avenida Juárez. El Larry encendió otro cigarro. Escuchabamos algo de jazz. Be-bop debió ser.

“No me acordaba lo despoblada que está esa ruta. Y sin tráfico, más. No me rebasaba nadie, ni yo rebasaba. Nadie en sentido contrario. Uno que otro caserío semimuerto. Ni siquiera burros para sacarte un susto. Sólo zopilotes. Zorritos. Correcaminos. Tampoco perros, que siempre andan por donde hay gente.”

La voz de El Larry se detuvo, volteó hacia mí y exclamó, rompiendo la monotonía: “¡Entonces, que me doy cuenta de que no traigo gasolina, güey!”

Hizo una pausa, por aquello del efecto.

“Contaba con cargar en la estación de la autopista y venía confiado. Pero allí no iba a haber ni madres. Empece a sudar, del ácido. Llevaba demasiado tramo manejado como para regresar al entronque, y en una crisis de inercia seguí adelante. Con los vapores debajo de la reserva. Me figuré el oso: tirado en una cuneta, esperando por donde no pasa ni un alma.”

Una variante más bien patética de Esperando a Godot, dije. Nos reímos. El Larry más. Le dio un ataque de hilaridad que ni tosiendo se le pasaba. Con lágrimas en los ojos, y todavía en los rescoldos de una carcajada, continuó:

“Al fin un letrero. Ejido Lázaro Cárdenas. ¿Cuántos pueblos Lázaro Cárdenas habrá en el país? Cientos. Algo es algo, dijo un calvo. Tres curvas más adelante, un crucero de terracería conducía a unas casas mal pintadas y una especie de bar con luces de neón encendidas. Al rayo del sol. Consideré la posibilidad de una cerveza. Entré. Ni un alma. Llegué hasta la barra, si así merecían llamarse unos tablones inestables y pandeados enfrente de un espejo manchado, con un calendario de encueradas y un póster de Los Tucanes de Tijuana. Me senté en un banquillo de mimbre agujerado.

“Aunque afuera no vi ni un carro, esperé que por ahí alguien tuviera un tambo de gasolina para vender. Detrás de una cortina chorreada asomó un hombre gordo, que desapareció enseguida gritando: ‘¡Alma!’ Un minuto después, de otra cortina que parecía ser de los vestidores, salió Alma.”

 
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