Usted está aquí: viernes 26 de diciembre de 2008 Opinión Economía Moral

Economía Moral

Julio Boltvinik
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■ Mercancías ficticias, hombre de hierro y economía moral/ II

■ El fracaso de la implantación del derecho a la vida en 1795

Ampliar la imagen Trabajador en una estructura vial de la ciudad de México Trabajador en una estructura vial de la ciudad de México Foto: José Carlo González

En La gran transformación, después de explicar cómo el capitalismo necesita crear mercados para las mercancías ficticias trabajo, tierra y dinero para hacer posible el funcionamiento pleno de la economía de mercado (Economía Moral, 19/12/08), Karl Polanyi (KP) explora las resistencias que enfrentó este proceso. Empieza con el siglo XVIII, señalando que la sociedad de ese siglo

“… resistió inconscientemente cualquier intento de convertirla en un mero apéndice del mercado. Ninguna economía de mercado era concebible sin un mercado de trabajo; pero establecer ese mercado, especialmente en la civilización rural de Inglaterra, implicaba nada menos que la destrucción del tejido social tradicional. Durante el periodo más activo de la revolución industrial, de 1795 a 1834, la creación de un mercado [nacional] de trabajo en Inglaterra fue impedido por la Ley Speenhamland” (p. 81, edición en inglés, Beacon Press, Boston, 1957/2001; edición original: 1944; hay edición en español del Fondo de Cultura Económica).

Este dilema llevó a que se estableciera una regulación de un nuevo tipo para proteger al trabajo del funcionamiento mismo del mecanismo del mercado, dentro de las cuales desempeñó una posición estratégica la Ley Speenhamland (LS) de 1795, continúa KP. Previamente se había impedido la formación de un mercado nacional de trabajo, cuando ya existía para la tierra y el dinero, mediante restricciones legales a su movilidad física, atando al trabajador a su parroquia (Ley de Asentamiento de 1662). Aunque ésta fue eliminada en 1795, con lo cual se hubiese logrado crear el mercado nacional de trabajo, en el mismo año se estableció el “sistema de subvenciones” o LS que tendía a reforzar poderosamente el sistema paternalista de organización del trabajo heredado de los Tudor y los Estuardo1, afirma KP. La LS consistía en

subsidiar los salarios de acuerdo a una escala dependiente del precio del pan, de manera que asegurase un ingreso mínimo [en términos reales calculados con el precio del pan] a los pobres independientemente de sus entradas monetarias (earnings). La famosa recomendación de los magistrados rezaba: ‘Cuando la hogaza de pan de un galón de una determinada calidad costase 1 chelín, entonces cada persona pobre e industriosa tendrá para su sostén personal 3 chelines a la semana, ya sea procurados por su trabajo personal o familiar o bien provenientes de una subvención de los impuestos para los pobres, y para el sostén de su esposa y de cada uno de los miembros de su familia, 1 chelín y 6 peniques’… se volvió la ley en la mayor parte del campo e, incluso, de una forma muy diluida en algunas ciudades-fábrica. Introdujo, ni más ni menos que la innovación social del ‘derecho a la vida’ y hasta su abolición en 1834, previno el establecimiento de un mercado laboral competitivo. Dos años antes, en 1832, la clase media forzó su acceso al poder, en parte para eliminar este obstáculo a la nueva economía capitalista. En verdad, nada podía ser más obvio: el sistema salarial demandaba imperativamente el retiro del “derecho a la vida”–en el nuevo régimen del hombre económico, nadie trabajaría por un salario si podía vivir sin hacer nada (o poco más que nada) (p. 82)

Como apreciará el lector, la LS constituyó, ni más ni menos que un ingreso ciudadano universal, al menos en la interpretación de KP.2 Aunque duró sólo 39 años, habría prevalecido de manera amplia en Inglaterra. Pero los resultados de su vigencia, según KP, fueron desastrosos: el derecho a la vida probó ser una trampa mortal para los asalariados mismos:

“La paradoja era sólo aparente. Bajo la Ley Isabelina los pobres eran forzados a trabajar a cualquier nivel de salarios que pudiesen obtener y sólo quienes no pudiesen obtener ningún trabajo tenían derecho a recibir apoyo y no se otorgaba apoyo para complementar los salarios. Bajo la LS un hombre recibía apoyo incluso si estaba trabajando, siempre que sus salarios fuesen menores al ingreso familiar estipulado en la escala. Por tanto, ningún trabajador tenía ningún interés financiero en satisfacer a su empleador, pues su ingreso sería el mismo independientemente de los salarios que percibiese, excepto si los salarios pagados eran superiores a la escala, evento que no era la regla en el campo porque el empleador podía obtener trabajo casi a cualquier nivel de salarios: cuan poco fuese lo que pagara, la subvención traería el ingreso al nivel de la escala... A la vuelta de algunos años, la productividad del trabajo empezó a descender… el trabajo se volvió mera simulación para mantener las apariencias… La extensión del apoyo sin reclusión [en las casas del trabajo], la introducción de apoyo complementario a los salarios, con subvenciones separadas para la esposa y los hijos… significó una dramática vuelta, por lo que se refiere al salario, del principio regulativo [paternalismo] que estaba siendo rápidamente eliminado en la vida industrial como un todo.” (p. 83)

El argumento de KP se centra en los incentivos negativos que la LS habría significado para la productividad del trabajador, ya que el pago no estaba relacionado con ésta y, si perdía el empleo seguiría recibiendo el mismo pago. Esto habría impedido que lo que era un subsidio al salario, que le permitía al empresario pagar muy bajos salarios, fuese aprovechado por éste para obtener altas tasas de ganancia y expandir sus actividades. Lo que pasaba puede sintetizarse parafraseando lo que se dice en México con respecto a algunos puestos de la burocracia: “el empresario hace como que les paga; los trabajadores hacen como que trabajan” y el que paga es el sistema de subvenciones. Sin embargo, KP señala que ninguna medida fue tan popular como ésta. Le llama “paraíso de los tontos” y dice que sus lecciones no fueron nunca olvidadas. Añade que si la reforma de 1832 (que no explica) y la nueva ley de pobres de 1834 son concebidas como el comienzo del capitalismo moderno, ello se debe a que “pusieron fin al reinado del terrateniente benévolo y su sistema de subvenciones. El intento de crear un orden capitalista sin un mercado de trabajo había fallado estrepitosamente” (p. 84).

Las lecciones para el hoy y el aquí son enormes. Las intervenciones en una economía (y sociedad) de mercado deben diseñarse con mucho cuidado, so pena de producir efectos contraproducentes. En particular, es una lección importante para el diseño del Ingreso Ciudadano Universal (ICU) y otras transferencias similares.

1 La primera familia reinó entre 1485 y 1603; la segunda entre 1603 y 1714.

2 La visión de la LS de Verónica Villarespe (Pobreza: teoría e historia, UNAM-Juan Pablos, 2002, pp.35-37) es mucho más limitada. En primer lugar, porque relativiza el ingreso suplementario al señalar que era común a otros sistemas de apoyo a los pobres, y en segundo lugar, porque dice que sólo se implantó en el sur de Inglaterra. La autora, que no cita a KP, hace una revisión exhaustiva de las leyes de pobres.

 
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