Usted está aquí: lunes 29 de diciembre de 2008 Cultura La estación que no fue

Hermann Bellinghausen

La estación que no fue

La noche se ponía espaciosa y tuvimos la improbable fortuna de divisar un local de Italian Cofee Company abierto a esas horas. Me orillé y El Larry le preguntó a Severiano-jetón si quería algo, y éste apenas emitió un gruñido parecido a la palabra “no”.

Luego de refaccionarnos con expre-sos dobles y croissants de mantequilla tibia renudamos en rodaje virtual sobre la carretera negra. Apenas arranqué, la voz de El Larry ocupó la cabina del carro. El efecto de la cafeína fue inmediato. Habló de aquella cantina de día en el Lázaro Cárdenas más perdido de la geografía nacional.

“Alma se dirigió a mi asiento y preguntó ‘¿qué vas a tomar?’, de tú, pero sin dirigirme la vista. Yo sí la miraba. Con detenimiento, casi un descaro fuera de mi control. Fría, sólo tenía Sol. La sacó de un refrigerador horizontal de puerta corrediza, destapó la botella de corcholata también corrediza y dijo: ‘20 pesos’.

“No esperó a que le pagara, se dirigió a un equipal junto a la caja registradora y se hundió en una cuidadosa contemplación de sus uñas. No sé qué llamaba más la atención: que fuera tan alta, que renqueara con gracia, que fuera realmente gorda, que fuera negra o que su edad resultara imprecisable. Su rostro era bello, y su cuerpo de una vastedad armoniosa. Esa Alma era monumental.

“No había carros estacionados afuera, pero confié en que alguien en Lázaro Cárdenas tuviera un poco de gasolina para vender. Se lo pregunté llamándola por su nombre y a manera de respuesta Alma dijo que hace años iban a poner una estación de gasolina aquí. Vinieron brigadas de Pemex a instalar los depósitos y el cobertizo. Sólo queda la plancha de cemento. Aparecieron unos gringos que se hablaban en francés y anunciaron que iban a explorar. Exhibieron un permiso del gobierno y el Diario Oficial con el decreto.

“–No habían construido la autopista. Todavía llegaba la gente. Vivíamos más aquí, no se estaban yendo los chamacos, como ahora. Trajeron unos vehículos con antenas y se metieron en el monte. Se dijo que buscaban oro, y se rumoró que lo encontraron. Vivieron aquí unos meses. Un ingeniero canadiense lo hice mi novio. Me confesó que no era oro, sino algo más importante. ‘¿Qué puede ser más importante que el oro?’, le pregunté, y me dio a entender que algo nuclear. Luego, algo pasó. Les cambiaron las órdenes y de la noche a la mañana desaparecieron. El ingeniero ese ni siquiera fue para despedirse, el ingrato. Te aseguro que no tenía ninguna queja de mí. Pero así son los hombres, ya ves.”

El Larry ya veía, pero sólo le interesaba saber si había gasolina, no la epopeya de la mina imposible y la estación que no fue. Mas Alma tenía su propia forma de decir las cosas:

“–Me puse un poco loca. La mensa de mí me había enamorado. Me dio por comer y dormir. Así me subió el peso de a como me ves. Pasaron los años, terminaron la autopista y esta carretera se murió. Ya lo más que vemos son chapines. Los pobres, parecen espantados siempre. Si quieren, les dejamos pasar la noche. A los maras no les permitimos ni estacionarse, y ellos ni le buscan, no saben qué onda con los de Lázaro Cárdenas.

“–¿A poco son muy bravos acá? –intenté seguirle la corriente. Ni caso me hizo.

“–No soy originaria, llegué aquí de muchacha a trabajar y me acabé quedando. Después de la decepción del canadiense me junté con el patrón, Sabas, el viejo que salió a recibirte. Diabético. Casi no camina, todo el día ve televisión. No ha sido buen marido, pero pudo ser peor. Tan indolente, que aunque le dé motivos no se pone celoso, nada más por ahorrarse la molestia.

“¿Tenían o no gasolina? Con tantas laregas comencé a preocuparme”, reconoció El Larry apagando un cigarro que chasqueó en los posos húmedos, oscuros del vasito vacío del café.

Veníamos escuchando una música medio necia. Sicodélica de las que ya no hay. De esa indescriptible banda japonesa, Acid Mother Temple And The Cosmic Inferno, con sus solos sin fin de guitarra y los susurros inquietantes de su cantante, que responde al nombre de Pichachú. Me cae. Han de ser de Tokio. Unos pachecazos greñudos, impermeables al ridículo y al kitch. En sus rolas de 20 minutos viajan por la estratósfera con blusas hawaianas y sandalias de hule.

–Cámbiale –supliqué a El Larry. Se apiadó y puso algo viejo de Pink Floyd, que al menos sonaba coherente. Nos rodeaba la Vía Láctea y Severiano roncaba a sus anchas.

 
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