Usted está aquí: domingo 4 de enero de 2009 Sociedad y Justicia Mar de Historias

Mar de Historias

Cristina Pacheco

Cartas perdidas

Virgilio entra en Las Ninfas. Bajo la escasa luz y tras las rejas que protegen el mostrador de la miscelánea es difícil distinguir a Félix. El propietario del establecimiento lee el periódico en voz alta como si su difunta esposa aún pudiera escucharlo:

–“Con dos pesos de aumento en el salario mínimo, las familias mexicanas tendrán que afrontar la cascada en el alza de precios con que empieza el 2009. Según los expertos, este año será el más difícil de las últimas tres décadas” –Félix cierra el periódico–. He pasado en chinga más de la mitad de mi vida…

–Y yo la mía completita. Desde que tengo uso de razón lo único que he oído es que estamos en crisis –comenta Virgilio.

–No escuché cuando entraste –Félix se acerca al enrejado–. ¿Qué haces por aquí?

–Pasé y vine a saludarlo.

–Supe que andabas de Rey Mago.

–Usted lo ha dicho: andaba.

–¿A poco tan pronto se acabó la chamba? Todavía falta…

–No pude pagar el alquiler del disfraz y me chisparon –Virgilio da un puñetazo en el mostrador:

–Tenía que sucederme esto cuando tengo más gastos por lo mismo de que van a llegar los Reyes.

–Ya casi están aquí. ¿Qué harás?

–Ni idea. Por lo pronto, no me atreví a volver a la casa. No sé cómo decírselo a Milena.

–No fue culpa tuya que te quitaran el trabajo.

–Pues no, pero ya me da pena salirle a mi mujer siempre con lo mismo: “No tengo dinero”.

–Pásale a sentarte –Félix retira la cadena que asegura una puerta lateral–. No me gusta platicar con rejas de por medio, como si estuviéramos en la cárcel.

–Mejor otro día. Ahorita tengo que ver cómo le hago para conseguir algo de lana.

–Te prestaría, pero ando en las mismas. ¿Sabes cuánto vendí ayer? Cuarenta y dos pesos. Con decirte que hoy no me dieron ganas de abrir el changarro. Si lo hice fue para no quedarme solo en el cuarto, sin nadie con quien hablar. Ser viudo es duro.

–¿Qué pasó con su hijo Vicente? ¿No que iba a venir?

–Vino pero nomás se quedó cinco días. Su mujer quiso que la llevara a Silao para ver a su familia. De allí se jalan otra vez para Chicago.

–¿No van a regresar para acá?

–No. Les pareció que esto ya está muy feo por la inseguridad: fueron a La Villa y los robaron en la micro. También les dio miedo que a mi nieto Edgard lo afectara la contaminación.

–El Edgard ya debe de estar hablando.

–Y qué me gano si no le entiendo: lo dice todo en inglés –Félix abre la puerta lateral–. Pero pásale, hombre, al menos para que te sientes. Ya luego ves…

–Me quedo nomás un ratito.

II

–¿Te preparo un café?

–No quiero que se moleste.

–¿Qué molestia es poner en las tazas una cucharada de café? –Félix enchufa la parrilla eléctrica–. En un momento se calienta el agua. ¿Cómo está Chavita?

–Creciendo y dando lata. Es muy inquieto.

–Y bien listo.

–Hasta se pasa. Ayer le pidió a Milena que lo llevara a un cibercafé.

–A los cinco años, ¿para qué?

–Para mandar por Internet su carta a los Santos Reyes. Dice que así les llegará más rápido y no se perderá, como las que le manda su padrino Leonel desde Sacramento.

–Para evitarlo, aconséjale a tu hermano que no meta dólares en los sobres.

–¿Pero cuáles dólares? Lo que pasa es que Leo ni se ha de acordar de escribirle a su ahijado.

–No se lo digas a Chavita.

–No, yo siempre procuro conservarle sus ilusiones. Por eso me preocupa tanto que los Reyes no vayan a traerle nada.

–¿Qué pidió? –Félix acerca dos tazas humeantes.

–Una patrulla de baterías, una ametralladora de chispas y una hermanita –Virgilio se estremece–. Lo único que me falta es que me salga corcholata con premio.

–Ya casi no hay de ésas.

–Antes sí. Me acuerdo que cuando era chamaco, cada vez que mi jefe nos compraba un refresco lo primero que hacíamos era ver si la ficha estaba premiada.

–¿Cuántos años lleva Lucio de muerto?

–Muchos, pero sigo extrañándolo. A mi mamá no tanto porque ni la recuerdo: murió cuando mi hermano y yo éramos unas pirinolas –los ojos de Virgilio se abrillantan–. Mientras uno tiene a sus jefes como que no los valora, pero después…

–Ya lo dice el refrán: “Nadie sabe el bien que tiene…”

–Es cierto, y además, hay muchas cosas que uno de chico no comprende. A Leonel y a mí nunca nos llegaban los juguetes que les pedíamos a los Santos Reyes y acabábamos reclamándoselos a mi padre. Como siempre andaba medio trole, creíamos que nuestras cartitas se le perdían. En vez de reprendernos, él procuraba consolarnos dándonos toda clase de explicaciones. Ahora comprendo que con esas mentiras nos demostraba su amor y de paso impedía que supiéramos la verdad: por la falta de lana le era imposible surtir nuestros pedidos.

III

–Me cayó muy bien el cafecito.

–Si quieres otro… Me llamó la atención eso de que, para justificar la falta de juguetes, tu padre les decía mentiras. ¿Como cuáles?

–Uf, pues que habíamos escrito mal nuestra dirección y los Reyes no habían podido encontrar nuestros zapatos; que el elefante estaba enfermo del estómago y por eso los Magos habían dejado para otro año el reparto de juguetes. Otra vez llegó a contarnos que un águila gigante había roto las bolsas del correo: las cartas se salieron por los agujeritos y quedaron flotando en el espacio como estrellas.

–¿Le creían?

–Pues sí, porque lo contaba todo muy bien. Ahora se lo agradezco. Gracias a eso mi hermano y yo nos sentíamos menos infelices cada 6 de enero, cuando todos los chamacos del barrio se paseaban por la calle faroleando con sus juguetes nuevos –Virgilio bebe un sorbo de café y entrecierra los ojos–. Otro enero se nos ocurrió a mi hermano y a mí pedirles a los Santos Reyes un tren eléctrico, de ésos que tienen estaciones, guardavías y todo. Cuando terminamos de escribir la carta mi padre nos llevó al Correo Mayor para que no desconfiáramos y porque, según él, si la mandábamos desde allí con toda seguridad iba a llegar a tiempo al palacio de los Reyes.

–Y entonces sí recibieron el juguete.

–No, ¡qué va! Con lo que mi padre ganaba de afilador, ¿usted cree que iba a poder comprarnos un tren eléctrico? En vez de decirnos la verdad salió con una historia fantástica. ¿Tiene tiempo para que se la cuente?

–El que andaba acelerado eras tú.

–Nos dijo que una parvada de urracas curiosas, ladronas como todas las de su especie, se habían robado las bolsas del correo para leer las cartas. Como eran miopes se tardaron mucho en hacerlo y apenas el 6 de enero le llegó el turno a nuestra carta. Para esas fechas en las bodegas de los Reyes Magos no quedaba un solo juguete. A las urracas les dio mucha pena saber que por su culpa Leonel y yo nos quedaríamos de nuevo sin regalos. En compensación decidieron construirnos un ferrocarril de verdad para que mi hermano y yo nos divirtiéramos. Y, ¿qué cree? Mi papá nos llevó a conocerlo.

–Pero, ¿adónde?

–A Huehuetoca. La estación aún puede verse: es pequeña, como de juguete, pero el ferrocarril ya no existe. Entonces sí. Estuvimos todo el día allí viendo pasar los vagones. Cuando las personas nos oían decir: “Ahí viene nuestro tren”, lo tomaban como puntada de chiquillos. Para nosotros, en cambio, era cierto. Sería porque los niños de antes éramos más simples, más inocentes.

–En cambio los de ahora…

–Ya me imagino lo que me dirá mi Chavita si le salgo con que los Reyes no le trajeron nada porque una nave espacial chocó contra el satélite, o si le cuento que la computadora de los Magos se les llenó de virus y no pudieron recibir el mail que les mandó.

–No sé lo que tu hijo te dirá ahora, pero después, cuando crezca, de seguro recordará tu cuento con la misma emoción con que acabas de contarme los que inventó tu padre para expresarles su amor. Ésas que llamas mentiras, ¿no fueron los mejores obsequios que pudieron traerte los Santos Reyes?

 
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