Usted está aquí: domingo 18 de enero de 2009 Opinión De cartas a guantes

Ángeles González Gamio
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De cartas a guantes

Resulta fascinante caminar por las calles del Centro Histórico, ahora despejadas de vendedores ambulantes, la mayoría estrenando pavimento, fachadas renovadas y muchas ya sin anuncios agresivos, e ir descubriendo la historia de la antigua ciudad de México, en los nombres de las calles y en sus viejas y hermosas construcciones.

Un ejemplo es la casona que se encuentra en la esquina de las calles de Corrreo Mayor con Soledad. Esta última vía recibe ese nombre por un imponente templo que se encuentra al final de la misma, del que hablaremos en otra ocasión. El apelativo de la primera obedece a que justo en ese sitio se estableció oficialmente el Servicio Postal en la Nueva España, en el año de 1580, por cédula Real de Felipe II, extendida al cuarto virrey Martín Enríquez de Almanza. Se le concedió el empleo de Correo Mayor del Reino a Martín Olivares, quien entró en funciones el 21 de agosto de ese año y así se bautizó la calle, que milagrosamente aún conserva el nombre.

La casona, seguramente reconstruída en el siglo XVII y urgida de una buena restauración, es ocupada actualmente por La Casa del Guante, curioso establecimiento que sólo vende esta mercancía, del material que se le ocurra: raso, encaje, estambre, paño, nylon, fieltro, piel y vinil. Modelos, todos: cortos, largos, con botones, con moñitos, bicolores, lisos, con lunares, de materiales combinados, o sea para cualquier fin, persona o profesión, sea usted mimo, novia, marqués, excursionista, vedette, policía de crucero, mago, jinete o simplemente friolento, aquí encuentra lo que necesite.

Con estos fríos invernales en nuestro paseo más reciente por estos rumbos, nos compramos unos guantes tejidos que nos permitieron continuar la caminata con las manos calientitas y recordar a gusto, con la grata y culta compañía de la arquitecta Margarita Martínez, la historia del sistema postal de nuestro país, que tiene antecedentes desde la época prehispánica. Nos habló de la primitiva forma de comunicación por medio del humo de fogatas y de las percusiones que emitían los teponaxtles. En las culturas zapoteca, mixteca, tarasca, azteca y maya, el correo se desempeñó mediante postas, realizadas por grandes atletas que corrían largas distancias. Los aztecas construyeron albergues o postas llamadas techialoyan, que consistían en torrecillas ubicadas aproximadamente cada seis millas, para el descanso y relevo de los payanis o corredores ligeros y de los iciuchcatitlantis o mensajeros “que van de prisa”.

Al comienzo del virreinato no existía aun un servicio de correo organizado, la forma de enviar los mensajes era por medio de algún conocido, que lo hacia llegar al interesado y en casos urgentes contrataban un mensajero propio. En 1745 surgieron los correos semanarios ampliándose la red. Durante la época virreinal no se cobraba el franqueo por transportación de la correspondencia, la costumbre era que el destinatario pagara el porte.

A principios del siglo XX, el servicio postal estrenó una elegante sede que mandó construir Porfirio Díaz y que es el majestuoso y extravagante palacio todavía dedicado a ese uso, del que ya hemos hablado, situado en la hermosa plaza, ahora llamada Manuel Tolsá. Recordar sus múltiples detalles moriscos nos antojaron la comida árabe, así es que nos dirigimos a la cercana calle de Mesones, en donde se encuentra, en el número 171, el restaurante Al Andalus, en sus primorosas casitas del siglo XVII.

Como llegamos hambrientas de inmediato ordenamos una “mesa libanesa”, generoso platillo que contiene sabrosuras características como kepe crudo y charola, calabazas y hojas de parra rellenas, jocoque, garbanza, tapule, arroz con lentejas y varias más que complementamos con unos tacos en pan árabe rellenos de cordero. Ahí le paramos, pues era indispensable dejar lugar para los pastelillos libaneses, que son una de las maravillas del mundo, desde luego, acompañados de su típico café fuerte y aromático.

 
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