Usted está aquí: martes 20 de enero de 2009 Economía México SA

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Carlos Fernández-Vega
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■ El desastre de la “era Bush” junior

■ Políticos, prometer todo para cumplir nada

Ampliar la imagen Paul Locke de Richmond, Virginia, recibe un billete con la imagen del presidente George Washington. Locke vende botones de la toma de posesión de Barack Obama a cinco dólares la pieza en Washington  Carlos Ramos Ap Paul Locke de Richmond, Virginia, recibe un billete con la imagen del presidente George Washington. Locke vende botones de la toma de posesión de Barack Obama a cinco dólares la pieza en Washington Carlos Ramos Ap

El daño está hecho, pero, por fin, George Bush junior abandona la Casa Blanca y tras de sí deja una fétida estela de muerte y terror, mentira y fraude, crisis y desesperanza, ignominia e impunidad, ilegalidad e incompetencia, herencia totalmente contraria a la retóricamente comprometida en su primera toma de posesión, aquel 20 de enero de 2001, cuando aseguraba: “trabajaré para construir una sola nación de justicia y oportunidad”.

Sin duda alguna, en el balance de los ocho años de inquilinaje en la Casa Blanca, lo realmente difícil es descubrir, si ello fuera posible, qué hizo bien George W. Bush durante su cuestionado mandato, porque más allá de su política ostentosamente depredadora, la ineptitud fue el sello de su presidencia. Se va el tirano que prometió “un mundo libre de tiranía”, y junto a él el carroñero Dick Cheney, el de los jugosos negocios a costa de miles de vidas inocentes.

Sin duda alguna, los ocho años de Bush deben ser considerados entre los peores de la historia gubernamental estadunidense, y eso que ésta registra muchos periodos negros. Como bien lo resumió ayer el editorial de La Jornada: “Adiós al horror; con el fin de la presidencia de George Walker Bush se cierra una de las épocas más regresivas, cruentas y corruptas en la historia del poder político de Estados Unidos, y un lapso en el que el mundo retrocedió a estadios de barbarie que, en los albores de este siglo, se creían superados… La pesadilla llamada Bush ha llegado a su término y, aunque tomará mucho tiempo enmendar su legado criminal y desastroso, su salida de la Casa Blanca es un motivo de alivio y esperanza para Estados Unidos y para el resto del mundo.

En efecto, se va, y esa es la nota agradable del día, pero tras de sí deja un espeluznante tiradero difícil de levantar en el corto plazo, aunque queda la esperanza de que con esta tenebrosa experiencia los estadunidenses sean más cautos a la hora de escoger candidato y emitir su voto, pues sólo a ellos se les puede señalar como responsables no sólo de la elección del texano, sino, peor aún, de su oprobiosa relección, la cual ya fue una abierta agresión para el resto del mundo. A lo largo de ocho años cometió todo tipo de errores, excesos y aberraciones que lo fueron posicionando para obtener la presea del presidente más impopular de la historia reciente de Estados Unidos, es decir, de los últimos 55 años. Además, sin considerar el contundente efecto negativo que el “rescate” financiero tiene en la contabilidad pública de Estados Unidos, la deuda que lega George W. Bush (alrededor de 75 por ciento del PIB) resulta la mayor desde 1953, cuando, al término de la guerra de Corea, el débito representó 69.5 por ciento del PIB estadunidense.

Muchísimos son los destrozos que el nuevo presidente Obama tendrá que componer en el menor tiempo posible, comenzando por la credibilidad y confianza del propio gobierno, y parte fundamental de esa reconstrucción es lo que al grueso de estadunidenses más les interesa, por no decir que lo único: su estabilidad económica y el poder de sus bolsillos. Fácilmente cayeron en el garlito de las inexistentes “armas de destrucción masiva” y la subsecuente aventura guerrera del Texano & Co., pero cuando sus bolsillos comenzaron a menguar se dieron cuenta de qué se trataba.

El desastre político, económico y social de la “era Bush” junior (con dos recesiones en tan sólo ocho años, un raquítico comportamiento económico, la invasión de Irak y Afganistán, con un costo fiscal cercano a 600 mil millones de dólares; los escándalos bursátiles, financieros y contables de las grandes trasnacionales protegidas por Bush; el desvalijamiento de los pequeños y medianos inversionistas, los grotescos beneficios fiscales y de “desregulación” para bancos y demás integrantes del sistema financiera de aquel país, el deterioro de la moneda, el incontrolable avance del déficit, el huracán Katrina, la sacudida hipotecaria, el desempleo galopante, etcétera, etcétera, y, de regalo de fin de curso, una crisis económico-financiera de proporciones históricas, con impunidad garantizada para sus causantes) es el punto de partida para reconstruir esa confianza y credibilidad.

En esos ocho años (que felizmente hoy concluyen) la economía estadunidense, el “motor del mundo”, arroja un balance espeluznante: una tasa anual promedio de “crecimiento” de 2 por ciento (amén de un incremento de 35 por ciento en la tasa de desempleo abierto), prácticamente la mitad de la registrada en los dos periodos presidenciales de Bill Clinton (1993-2001), su predecesor. En este renglón, el texano se estrenó en la Casa Blanca con su primera recesión y un deplorable resultado: 0.2 por ciento de “crecimiento” en 2001. Su garbanzo de a libra se reportó en 2003, año de la invasión a Irak: 3.7 por ciento, la mayor, y por mucho, en sus ocho fructíferos años en la presidencia estadunidense. En su primer cuatrienio, la tasa anual promedio fue de 2.23 por ciento; la del segundo, si bien va, menor a 2 por ciento.

Las cifras del gobierno estadunidense, al cierre de 2008, indican que la deuda pública de ese país sumará 9.65 billones de dólares (millones de millones), un monto 72 por ciento superior con respecto al registrado al inicio de la “era Bush”. Si se considera la proyección para 2009, entonces el saldo se elevará a 10.41 billones (en ambos casos sin considerar los 700 mil millones, o más, del “rescate” financiero), una cifra 85 por ciento por arriba de la reportada el 21 de enero de 2001, fecha del cuestionado arribo del junior.

En fin, ya instalado en la Casa Blanca habrá que estar atentos al desarrollo de Barack Obama, la consecución de metas, el aterrizaje de promesas de campaña y constatar si en los hechos va por el cambio (de “cambios”, “transiciones” y “alternancias” los mexicanos saben un rato) que pregonó en los tiempos electorales, pero en vía de mientras, golpeando a todo el planeta, la herencia es funesta. Y por si fuera poco, se va impune.

Las rebanadas del pastel

Si de impunidad e incompetencia se trata, la clase política mexicana decidió segregar aún más a la ciudadanía, y, sin que nadie le estorbe, ella misma escoge entre sus súbditos quiénes ocuparán un cargo de elección “popular”. Ni siquiera se toma la molestia de aparentar procesos democráticos en su interior para la “selección” de candidatos, en el entendido que los mexicanos serán “gobernados” por los mismos que no han dado una a lo largo del último cuarto de siglo pasado. Ya vienen las macro campañas en las que prometerán todo, para que en los hechos no cumplan nada. Se aproxima el bombardeo propagandístico financiado con recursos –de los cuales los medios electrónicos no quieren perderse ni un sólo centavo– de la misma gente que la clase política no considera en el reparto del pastel. ¡Qué bonita democracia!

 
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