Usted está aquí: jueves 22 de enero de 2009 Opinión Apuntes sobre Gaza

Jessica Bekerman

Apuntes sobre Gaza

La tentación antisemita permea muchos de los discursos (en general, de una cierta izquierda) que manifiestan, por las peores razones, el repudio a la invasión israelí de la franja de Gaza. Desde las acusaciones que hacen de Israel un Estado nazi y la comparación de la franja de Gaza con el gueto de Varsovia, son innumerables las expresiones en las que, sin que se realice ningún distingo, el repudio se recubre de los ya viejos y míseros ropajes del odio a los judíos. Una vez más el odio a los judíos: hay que decirlo.

A la inversa, muchos judíos y no judíos (incluso progresistas) legitiman la política genocida del Estado de Israel en la memoria de la Shoah: si no nos defendemos corremos el riesgo de otro Holocausto (qué querés, otro Holocausto, me dicen algunos de mis amigos judíos). El Holocausto, o Shoah (a falta de argumentos respecto del verdadero problema), se reduce así a un bien instrumental, esto es: en nombre de los muertos se legitima (o se repudia) la brutalidad e inhumanidad del pasaje al acto criminal por parte de Israel. Se banaliza, así, su memoria. El deber de memoria muestra aquí su costado obsceno: también hay que decirlo. Se suele invocar también el nefasto, y culpable, “mal necesario”. Imperativo occidental obliga: en nombre de la razón, de la libertad, del progreso, de la convivencia pacífica, del civismo, de la cultura hay que terminar con el irracionalismo bárbaro del terrorismo fundamentalista. No digo que el terrorismo no sea un problema. Digo que este viejo y gastado binarismo (ignorante del gesto genial de un Sigmund Freud o de un Walter Benjamin que, cada quien a su modo, lo resucitan en una lúcida dialéctica) que opone la civilización a la barbarie oficia con el manto del desconocimiento perverso. Por ejemplo: Occidente (o quienes se arrogan su representación) puede desconocer así, decidir ignorar, la barbarie en la que pretende asentar su “seguridad” y “permanencia”. Dicha oposición pertenece, por tanto, a la obturación ideológica y abre las constelaciones del (los) fantasma(s). A falta de localizar el problema en un decir sustancial tenemos, entonces, discursos machacones y molestos, habitados por fantasmas antisemitas, por los espectros (siempre pret a porter) del Holocausto-Shoa y las fantasías apocalípticas del fin del mundo occidental. (Hay excepciones: también hay que decirlo; menciono sólo algunos autores de artículos publicados recientemente en diferentes periódicos: Santiago Kovadloff, Leon Rozitchner, Pedro Miguel, Tom Seguev, Gideon Levi.)

Entre civilización (razón, cultura, civismo, democracia) y barbarie (irracionalidad, fudamentalismo, terrorismo), si de sustancia se trata (el estrato somático del sufrimiento, diría Adorno), quizá no resulte tan sencillo repartir los papeles. Lo que Israel, soporte de los valores civilizatorios de Occidente, se jacta de defender empuja hacia el mal absoluto contra el cual esos mismos valores quieren erigirse: la brutalidad, la inhumanidad, la destrucción y la muerte. A su vez, sostener la teoría de un “mal necesario” en aras del “bien general” en el vivo escenario de la mutilación, de la pesadilla del terror, del miedo, de la angustia, de la desesperación, del sufrimiento y del dolor (materialmente concretos, por cierto) de cada uno de los cientos de miles de hombres, mujeres y niños que habitan en Gaza constituye, amén de la ingenuidad desconcertante de quienes la sostienen, una abstracción infame (se trata de una abstracción equivalente a aquellas que tomando el todo por la parte –o lo general, que no lo universal, por lo particular– legitiman el asesinato de poblaciones enteras: Hamas por Gaza, Hezbollah por Líbano, Al Qaeda por Afganistán, etcétera). (Pero también podría plantearse a la inversa: un gobierno, en este caso el gobierno del Estado de Israel, regido por una lógica asesina, por el judaísmo.)

Debemos ser cuidadosos con las palabras, pues la palabra puede transformarse en un montón de cadáveres; la palabra cuando no es sensible y verdadera –cuando no está ella misma herida– puede prestarse a la complicidad del gesto asesino que confina en la indiferencia del otro hombre (judío o palestino, pero hoy palestino). Frente a la terrible tragedia, la(s) teoría(s), las abstracciones y las asimilaciones cómodas, de izquierda o de derecha, lindan con la impostura canalla y con lo obsceno.

A veces es mejor callarse un poco y escuchar. De la escucha pueda acaso surgir una palabra, un acto, que interrumpa la lógica asesina de la destrucción del otro. Yo escucho con mis ojos el grito desgarrado de un padre que perdió a su hijo, escucho la desolación de un niño frente al cadáver de su madre, escucho la garganta apretada de la orfandad, el llanto que brilla en la mirada perdida de una niña, escucho la respiración de la desesperanza, escucho los pasos extraviados tras una bomba, escucho cómo ruge el hambre en los vientres, cómo tirita el frío, la continua aflicción, las lágrimas del humo en los ojos, escucho el olor a cadáver, el latido extenuado de vidas masacradas, escucho la privación extrema, el clamor impotente, casi ahogado, ante la injusticia.

Lo que resta de esta escucha es una inquieta perturbación, una herida que se hace piedra en la garganta, algunas palabras sin sentido que me quitan el sueño, una soledad como desierto, una urgencia y un hilo que se corta; el silencio, algo que en mí enmudece, con un sentimiento de extrañeza ante la palabra que se presenta impúdica, una palabra quebrada que quiere abrirse un paso. En mi ser, judío, la vergüenza.

 
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