Usted está aquí: jueves 29 de enero de 2009 Cultura La Castañeda

Margo Glantz/ II

La Castañeda

Hablaba yo de la locura en este mismo espacio. La locura tal y como la había concebido el porfiriato al construir La Castañeda, una de sus últimas actividades, entre las que conmemorarían el centenario de la Independencia. ¿Alguna conexión con lo que sucede hoy? ¿Una especie de arco triunfal al estado inexistente? ¿Es o era vista la locura como un furioso desvarío? ¿Un descenso a la animalidad? Si se observan los ojos de los alienados de La Castañeda parece reiterarse la animalidad, sí, la que ejercen los animales cuando parecen humanos, una animalidad perpleja: su mirada perdida causa fascinación y provoca un silencio, el cual, como diría Foucault, está “habitado solamente por el hormigueo inmundo que los rodea”.

Ninguna furia, sin embargo. De las fotos que he tenido a mi alcance, no se muestra ninguna de epilépticos, una de las principales razones declaradas por las que el edificio fuera construido, idéntica razón por la que durante la época grecolatina se aislaba a los poseídos por la enfermedad sagrada y, en la Edad Media y aún en la Edad Moderna, los vinculaba con los endemoniados.

¿La Castañeda como exorcismo?

También residían allí quienes habían nacido con síndrome de Down, los autistas y los enfermos mentales con discapacidades, todos ellos encerrados en el Pabellón de Imbéciles, explica Andrés Ríos Molina en su Diario de campo.

Los alcohólicos, considerados la principal causa de degeneración social durante la dictadura, ocupaban una región especial en este asilo, intento positivista para modernizar la siquiatría; también habitaban allí los sifilíticos en la última fase; los paranoicos; los que después serían llamados esquizofrénicos y quienes padecían de demencia senil o de idiotismo.

Una fotografía me llama especialmente la atención: varias jovencitas se arremolinan en torno de un loco. Sus cabezas muy bien peinadas me impresionan, llevan el pelo suelto, bien escarmenado y con pasadores para sujetarlo y evitar que sus cabellos enloquezcan. Otras sí trenzan su cabello, marcan la raya en medio. Visten uniformes de color oscuro –¿el azul marino estatutario?–, redondos cuellos, chalina anudada y puños blancos almidonados. Las dos figuras principales, las más cercanas al inquilino de La Castañeda, están de perfil, las demás miran y sonríen. El loco, también de perfil; su frente contrasta con la de las adolescentes: parece cortada a tajo por un hacha y su única oreja es enorme y, colocada exactamente encima de ella, una gorra. La frente de las jovencitas se continúa en línea recta para acentuar su normalidad y su sentido del decoro. La frente del demente se hunde para subrayar una deformación craneana; lo destina a ocupar uno de los jergones malolientes tirados en el suelo de la enorme cámara donde se hacinan los orates en indecorosa proximidad. Con el dedo índice levantado y colocado en su boca, les impone silencio o tal vez les exige que le presten atención: la obtiene. Viste un overol de mezclilla (las clases antes se distinguían por la ropa que portaban), debajo usa una camiseta blanca; su cuello desnudo sobresale, es robusto y sano. La expresión de benevolencia en el rostro de las jovencitas se antoja falsa; es obvio que se sienten incómodas y sólo una de ellas sonríe abiertamente como con sorna. Su arreglo es a todas luces la muestra impalpable del decoro, se enfrenta a la indecencia de la locura en un intento de acercamiento entre los dos mundos que casi se rozan: muestra perpetua de filantropía.

No usan sombrero, sin embargo.

Los contrastes del uniforme oscuro, la blancura deslumbrante de los cuellos y los puños almidonados de las jovencitas recalcan la separación, la ostentación de un orden que pretende colocarse a la altura del progreso en un movimiento que exige separar lo normal de lo patológico, lo turbio de lo inmaculado. ¿Pero, qué es lo normal y qué la enfermedad? ¿Quién alcanza la normalidad, quién la patología, las visitantes o el orate que las conmina a callar?

 
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