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Domingo 1 de febrero de 2009 Num: 726

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Hua Guofeng, el último maoísta
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Bautizada por el viento
ADRIANA DEL MORAL entrevista con ENRIQUETA OCHOA

Quienes revelan la eternidad: Enriqueta Ochoa
ADRIANA DEL MORAL

Goran Petrovic, la mirada trashumante
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Bautizada por el viento

Adriana del Moral
entrevista con Enriqueta Ochoa

Enriqueta Ochoa (Torreón, 1928-Ciudad de México, 2008) afirmaba que “la poesía nace con uno” y, aunque sin duda la poesía fue para ella una compañera fiel de su vida, no acaba con su muerte. La autora lagunera empezó a escribir poesía a los nueve años y, desde su primer libro, publicado en 1950, mostró el estilo íntimo y diáfano que la caracteriza.

Ser capaces de crear algo a partir de nuestras más profundas pasiones es mucho de lo que define a un artista. Y, en el caso de Enriqueta, su precisión para dar palabras al dolor la consagró como poeta. Tras el fallecimiento de su padre, una avalancha de pesar se cernió sobre su familia: al poco tiempo murió su madre y, como consecuencia de eso, su hermana Estela se suicidó y luego su hermano empezó a tomar hasta morir.

Tuve el placer de entrevistar a Enriqueta Ochoa un par de veces en su casa: primero en la Colonia del Valle, en el departamento que ocupó por más de quince años, y otra cuando vivía en un edificio en la calle Wisconsin, a donde se mudó en sus últimos años para estar más cerca de su hija Marianne. Cuando charlé con la poeta por primera vez me pareció como si aún llevara un luto recatado. Su maquillaje era discreto pero impecable; acentuaba sus grandes ojos y dejaba los labios al natural. Iba toda de negro, con el cabello recogido, y su único adorno era un pequeño dije de turquesa.

Sus modales de gran dama le daban cierto aire de reserva. Sonreía poco, pero cuando lo hacía era imposible pasarlo por alto: su rostro se transformaba.

Su hogar, tanto en uno como en otro departamento, estaba atestado de libros. Recuerdo también las fotos de su álbum familiar: las de su hermana Estela, quizá la más próxima a ella, con la que viajó a Europa, los retratos de su marido Françoise Toussaint y las imágenes de su infancia que me mostró Marianne, su hija.

Enriqueta poseía una elegancia nata que conservó casi intacta –pese al paso del tiempo y a las enfermedades que padeció– hasta el último momento y se revelaba en cada uno de sus gestos: su forma de sentarse, de encender el cigarro, de pasar las páginas de un libro. La última vez que la vi, unos meses antes de su muerte, su hija insistió en maquillarla, “porque si no, luego se ve y se enoja”. Su voz era hermosa, reposada, profunda, y su charla agradabilísima, con relevaciones tan íntimas como las de su poesía.

Cuentan su hija Marianne Toussaint y su yerno Alejandro Sandoval, ambos escritores, que Enriqueta casi ya no leía en sus últimos días. Sin embargo, aún escribía poemas y hacía apuntes con letras grandes y temblorosas en una libreta. De hecho, dejó terminado un diccionario de imágenes poéticas, donde revisa las maneras en que poetas del siglo XX abordaron diversos elementos y objetos como el agua y el fuego.


Enriqueta Ochoa a los veintiún años

Enriqueta creció entre la joyería de su padre en Torreón y las labores del campo en Villa Juárez, donde vivían sus abuelos. Siendo niña, el mundo empezó a revelársele en forma de poemas que escribía y guardaba luego hechos bolita. Siempre supo que la poesía era una encomienda muy íntima; quizá por eso usó la misma técnica de guardar los poemas hechos bola en su costurero cuando escribía los textos que se convirtieron en su libro Retorno de Electra.

La recuerdo como la vi el día que se festejaban sus ocho décadas de vida: con una alegría de niña en los ojos y, más que nunca antes, como una abuela dulce, en paz con este mundo y con el otro. Enriqueta escribía por las noches y, con el paso de los años, se levantaba tarde para reponer los desvelos.

La proximidad de la muerte hizo a Ochoa no más agradable sino simplemente más sonriente, como si su mirada se apartara definitivamente de las tragedias que cruzaron su vida y se concentrara simplemente en las suaves alegrías del presente: “el oro pequeño de los trigos”. Quizá sucedió así porque tuvo la suerte de estar en sus últimos días rodeada por su familia y recibió el cariño de sus lectores, amigos y alumnos en eventos como el homenaje que le organizó Bellas Artes por sus ochenta años.

– ¿Usted piensa que la poesía nace de una voz que habla al oído, como dice Paz, o es fruto de un constante trabajo con las palabras?

– La poesía nace con uno. [No es cuestión] de pasarse sobre los libros para saber qué es poesía y qué no es poesía, sino que nace como un producto de vivencias. Como un misterio que no podemos saber nosotros de dónde viene, se nos abre la poesía. A veces en diez minutos se nos viene un poema, que con muchos libros juntos no podría uno escribir ni en quince días. Desde mi primer poema no sé cómo lo escribí. Yo tenía apenas nueve años, y escribí otros y otros y otros. Estos poemas iban naciendo como si me los dictaran en pedazos de papel y los hacía bolita y los guardaba junto a los huevos de las gallinas.

– Leí que su poema tan reconocido El retorno de Electra lo estuvo trabajando muchísimo tiempo. ¿Cómo fue este proceso?

? Bueno, ese trabajo fue interior, fue en el espíritu, fue llorar y sufrir mucho por la muerte de mi padre. De pronto este poema sale una tarde en que yo estoy esperando que salga mi hija de la escuela, se mueven unas cortinitas, así con el soplo de la tarde, y en ese instante algo me recuerda, algo muy grande, muy profundo me lo recuerda, de tal manera que me suelto escribiendo. Así nace todo el primer canto, en ese ratito, en diez minutos. Había tenido que esperar veinte años para que saliera ese pedacito.

– Mi padre también murió cuando yo era niña, y aún no he podido escribir nada sobre eso.

– Hay que trabajar y trabajar con el dolor hasta que salga. Así me pasó a mí, yo sufría mucho, me autodestruía mucho. Una mañana despierto y creo ver a mi papá así como si estuviera todo vestido de andrajos. Me dice: “Déjame descansar, porque se me va a ir mi luz. No puedo descansar mientras te vea llorar.” Yo le juro en ese momento que nunca más volverá a suceder nada de eso, que lo voy a dejar descansar para siempre. Jamás volví a llorar, jamás lo volví a recordar ni nada. Se vino el poema enterito.

– ¿Usted consideraría que su poesía es femenina, o que existe una poesía femenina?

– Desde luego que sí existe, porque yo tengo un poema que se llama “Las vírgenes terrestres” y [en él] estoy siempre diciendo “soy la virgen terrestre”, una cosa que no puede decir un hombre, ¿verdad?, y me estoy refiriendo a algunos problemas femeninos. Y sí, [mi obra] es muy femenina.

– Hay autores como Nietzsche que dicen que la escritura es un don masculino, a lo mejor porque es hombre. Él dice que todos los hombres que aman a una mujer que escribe tienen algo de homosexuales. ¿Nunca le causó a los hombres de su vida algún problema el hecho de que usted escribiera?

– Sí. No sólo yo; creo que muchas mujeres hemos luchado por el hecho de que los hombres no nos aceptan del todo. Sobre todo era muy difícil obtener su aceptación en aquel tiempo; [pero lo gané] nada más trabajando, con hechos.

– Muchos de sus poemas de amor aparecen dedicados a diferentes hombres. ¿Considera usted que ha amado a muchos hombres en su vida?

– No muchos. Amores tuve pocos, pero muy intensos. Por ejemplo, hasta la fecha hay gente que yo recuerdo cuando escucho una canción o veo algo. A lo mejor ya están muertos, o no he vuelto a saber de ellos, pero lloro de que los quise mucho, de que los quise muy bien. Pero fueron pocos.


Enriqueta rodeada de sus damas de honor el día de su boda religiosa, Torreón, Coahuila, 1957

– La inmensa mayoría de sus poemas aparecen dedicados. ¿Estas personas le inspiraron los poemas o hablan de vivencias que compartió con ellos o son mensajes cifrados?

– Son poemas para gente por la que yo sentía mucho cariño y que no tenía yo con qué demostrarles ese afecto por su amistad, por su manera de ser, porque en realidad me ha ayudado. Las dedicatorias que yo pongo son agradecimientos más que nada, a gente que me ha ayudado mucho en mi vida, médicos, doctores que me han operado sin cobrarme un centavo nada más porque les gusta mi poesía. La vida para mí fue muy difícil, yo sí sentí que necesité ayuda. Y siempre me la dieron. Y a todas esas personas, la mejor manera en que podía corresponderles era con un poema.

– ¿Para usted los poemas son como hijos?

? Sí, son como hijos y uno responde por ellos y tiene que seguir respondiendo siempre, porque se lo exige el poema mismo.

– También entre los hijos hay predilectos. ¿Cuáles serían sus favoritos?

– El Retorno de Electra y Bajo el oro pequeño de los trigos . También el poema que escribí para todos los poetas, Los días delirantes , que [salió] en el Fondo de Cultura, en mis obras completas.

– Su vida ha sido muy difícil, ¿por eso la muerte aparece como un tema recurrente en sus poemas?

– Yo tuve la desgracia de que de no conocer nada sobre la muerte, de pronto empiezo a tener esas pérdidas de una manera muy dolorosa, porque son seres de los más amados. El primero que se va es mi papá. Él era el ser que más quería. Al poco tiempo muere mi madre, y como consecuencia de eso mi hermana se suicida. [A raíz] del suicidio de mi hermana, mi hermano empieza a tomar hasta que se muere. Se vino como una avalancha de muerte.

– A pesar de todo esto, en sus poemas no hay tanta tristeza. Parece que la muerte le abre paso a otros temas metafísicos, a reflexiones sobre la vida.

– Eso sí. Es que la muerte es una parte de la vida, y entonces la encontramos mezclada.

– En Bajo el oro pequeño de los trigos también habla usted sobre la muerte. Y sin embargo, no es un poema lóbrego. En el momento que lo escribió, ¿pensaba usted mucho en la muerte de los que la rodeaban, o en la muerte propia?

– En la muerte propia. Yo llego a ponerme muy enferma y siento la cercanía de la muerte. A partir de eso surge Bajo el oro pequeño de los trigos.

– Dios aparece mucho en su poesía, ¿es algo que va más allá de la religión?

– No, no. Va más allá de la religión. Una vez yo leía en un libro de mística muy interesante que había un pozo del misterio a donde sólo podían entrar dos seres: el poeta y el místico. El poeta se echa un clavado igual que el místico, y encuentran tesoros maravillosos en el fondo del misterio. El poeta los saca y los transforma en palabras, sin darse cuenta; el místico los saca y los transforma en oraciones. Y por eso es tan grande San Juan de la Cruz , porque él saca la oración y el poema.

– ¿Qué le ha dejado la poesía?

– Todo. Toda la vida, incluyendo la longevidad, se la debo a la poesía. La poesía me mantiene en contacto con lo sagrado y lo profundo. Es una bendición haber vivido [tantos años] con la poesía, ¿qué mejor compañera?