Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 1 de febrero de 2009 Num: 726

Portada

Presentación

Bazar de asombros
HUGO GUTIÉRREZ VEGA

Simbiosis
ENRIQUE HÉCTOR GONZÁLEZ

Hua Guofeng, el último maoísta
ALEJANDRO PESCADOR

Bautizada por el viento
ADRIANA DEL MORAL entrevista con ENRIQUETA OCHOA

Quienes revelan la eternidad: Enriqueta Ochoa
ADRIANA DEL MORAL

Goran Petrovic, la mirada trashumante
JORGE ALBERTO GUDIÑO HERNÁNDEZ

Leer

Columnas:
Jornada de Poesía
JUAN DOMINGO ARGÜELLES

Paso a Retirarme
ANA GARCÍA BERGUA

Bemol Sostenido
ALONSO ARREOLA

Cinexcusas
LUIS TOVAR

La Jornada Virtual
NAIEF YEHYA

A Lápiz
ENRIQUE LÓPEZ AGUILAR

Artes Visuales
GERMAINE GÓMEZ HARO

Cabezalcubo
JORGE MOCH


Directorio
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Dibujo de Gerardo Esquivel

Simbiosis

Enrique Héctor González

Se conocieron al pie de una escalera debido a la doble confusión de que ella buscaba una dirección insumisa y él, inconsciente pero urgentemente, alguien con quien acostarse. Vivía solo (desde que se separó de su segunda mujer) en un departamento viejo, sucio, lleno de libros impecables y discos acomodados en interminables hileras. Era pintor: no tenía una sola corbata en su guardarropa.

Ella se opuso muy débilmente a que él la acompañara calle abajo, donde no encontrarían el épico nombre de la avenida inaudita, pero sí un café que el hombre apenas conocía y acerca del que siempre se preguntaba por qué nunca había entrado, si le atraía desde el color de las mesas hasta el atuendo gangsteril de las meseras, falsamente empistoladas y con blusas pioneras de escotes masticables. Evitó el otro café, el de siempre, el de los libros sudados junto a una taza, de espaldas al paisaje.

La mujer lo miró largamente y entonces, como ahora, la atención prolongada de los ojos era una curiosidad desarmante, una anomalía de la sociabilidad. La mujer se dejó seducir menos por las palabras que por lo que alcanzaba su mirada: el pulso zodiacal de la sangre en sus sienes, las hojas de las cejas, la camisa arrugada y el saco fatigado. El café exprés se hizo añicos en una plática que resultó, para él, un espacio asombroso donde las palabras fluían de su boca y se enroscaban en el aire como la espuma en el agua, y para ella, una ventana y sólo eso: un nuevo espacio, al mismo tiempo próximo y distante, a las ventajas del sexo sin consecuencias.

Anselmo no sabía cómo ocultarle su nombre. Siempre era igual. Enorgullecerse en su fuero interno del santo sabio que con su apelativo lo bautizaba, de su prosapia cervantina, y la evidencia, corroborada mil veces, de que no era un nombre fácilmente asimilable. Ni modo, había quien lo transformaba, incluso sin una doble intención, en palabras como Ensalmo o Ansiemos. Ya habituado a los rostros educados o compasivos que se callaban lo que opinaban del nombre, decidió ahorrarle a ella el leve desasosiego y le dijo que se llamaba Valdemar Toussaint, pero que le podía decir Balthus, chiste que, como supuso, Lisa no comprendió, porque ya se mecía –en la acuarela de sus brazos– bajo las sábanas de la fantasía. Aparte, claro está, de que no tenía la menor idea de la pintura de ningún siglo.

Salieron y se fueron caminando hacia cualquier parte, gobernado cada cual por una ansiedad precisa: Anselmo la de conducirla a su agujero sin ofenderla y Lisa ya sabemos. Pasaron por un tianguis ambulante (que no se movía), junto a un coche desgañitándose alarmado, y se sentaron un momento en la banca de un parque, menos fatigados que sigilosos, curiosamente frente a una escultura que los dejó en silencio: era horrible, amorfa, impersonal, inhibidora de cualquier pulsión. Fue una pausa de dos minutos que produjo una distracción eficiente: Lisa pensó en la décima parte de ese tiempo que era mejor deshacerse de él y masturbarse, ¿pero dónde? ¿En un hotel desconocido de una ciudad a la que acababa de llegar? Ahí se quedó. Anselmo creyó leer en su rostro un conato de entusiasmo reprimido, ese interés por el otro que en algunas mujeres se prende a la mirada y a otras se les enreda entre los dedos bajo la forma de una servilleta húmeda o un cigarrillo abandonado a su ceniza. Y entonces ella se levantó de súbito y se despidió de inmediato y no aceptó sus excusas (él se culpaba de haber hablado todo el tiempo) y casi huía de él hasta que empezó a sentir miedo de la ciudad y de los numerosos ruidos de los moteles imprevistos que nunca dejan dormir en paz, y se detuvo en su boca y volvió a lamer cada uno de esos dientes en su imaginación, porque él empezó a reírse con toda la cara cuando ella dijo: “¿Y a dónde pienso ir?”.

Él la abrazó y ella tocó distraídamente sus genitales con el dorso de la mano y, aunque no tenían una rigidez sobresaliente, ella pensó en la entrepierna de Sean Connery precisamente porque jamás la había visto. Un beso torpe y prolongado los puso en marcha hacia el departamento que Anselmo habitaba desde hacía nueve años.

El acto fue exánime, intuitivo, nervioso, veloz, sin esperanzas.

Pudieron sentirse culpables o decepcionados –y de hecho había razones para alentar ambos sentimientos– pero prefirieron (ella) hurgar en sus malas experiencias para no sentirse incómoda, extraña; pensar (él) que en todo caso lo único que buscaba era acostarse, a como diera lugar y luego de varios meses de abstinencia, con un cuerpo que hiciera las veces de noche para conciliar el sueño y el cansancio.