Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 15 de febrero de 2009 Num: 728

Portada

Presentación

Bazar de asombros
HUGO GUTIÉRREZ VEGA

Medellín, capital de la poesía
RODOLFO ALONSO

Nunca digas
TAKIS VARVITSIOTIS

El libro y la cuestión editorial
RAÚL OLVERA MIJARES

Francis Bacon: el espejo en sí mismo
MIGUEL ÁNGEL MUÑOZ

Francis Bacon: ¿maestro de lo despiadado?
JOHN BERGER

El horror en la pintura
BALTHUS

Martin Amis: la más cruda perspectiva
JORGE GUDIÑO

Leer

Columnas:
Mujeres Insumisas
ANGÉLICA ABELLEYRA

Paso a Retirarme
ANA GARCÍA BERGUA

Bemol Sostenido
ALONSO ARREOLA

Cinexcusas
LUIS TOVAR

La Jornada Virtual
NAIEF YEHYA

A Lápiz
ENRIQUE LÓPEZ AGUILAR

Artes Visuales
GERMAINE GÓMEZ HARO

Cabezalcubo
JORGE MOCH


Directorio
Núm. anteriores
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El horror en la pintura

Balthus


Balthus, Alice, 1933

Nunca he sentido verdadera atracción por el horror, la fealdad, las rarezas equívocas. Todo eso me repugna. Quizá por eso, en un momento dado de su producción, no aprecié los dibujos de mi hermano Pierre Klossowsky, en cuya imaginación caben a menudo la atracción por lo morboso, lo perverso y las seducciones sadomasoquistas. Cuando todo ese arsenal de motivos alardea de proximidad con los mundos divinos, me siento indignado o completamente negado a la recepción de esas obras. O indiferente. Las carnes exhibidas y sangrientas de Francis Bacon me disgustan, aunque reconozco en ellas la obra de un gran pintor, lo mismo que las aventuras transgresoras de Klossowsky. Si estamos rodeados de tantas cosas bellas, ¡Por qué nos empeñamos en evitarlas! Sólo he querido pintar lo que era hermoso, los gatos, los paisajes, la tierra, los frutos, las flores, y por supuesto a mis queridos ángeles, que son como reflejos idealizados, platónicos, de lo divino. No faltarán, desde luego, biógrafos y críticos de arte (los ha habido ya) dispuestos a encontrar posturas eróticas en mis modelos, a mancillar el trabajo de inocencia que he querido hacer, mi búsqueda de eternidad. No importa.

También dirán que he jugado a ser Pigmalión. Pero con ello demostrarán que han entendido mi trabajo. Porque de lo que se trataba era de acercarse al misterio de la infancia, a su languidez de límites imprevistos. Lo que yo quería pintar era el secreto del alma y la tensión oscura y a la vez luminosa de su capullo aún sin abrir del todo. El pasaje, podría decirse, sí, eso es, el pasaje. Ese momento indeciso y turbio en que la inocencia es total y enseguida dará paso a otra edad más determinada, más social. Había algo milagroso en esa labor que conducía hasta lo divino. Creo que Piero della Francesca comprendería lo que estoy diciendo: el tiempo anterior al tiempo que tienes que descubrir, sacar a la luz, y que muestra súbitamente, con toda su desnudez, el rostro inmaterial de la unidad, es decir, de lo divino. Creo que lo he conseguido en algunos de mis retratos de niñas: La faena o La muchacha de la camisa blanca, por ejemplo. Mi pintura trata de un mundo que ya no sucede hoy. De un mundo oculto. El trabajo que he hecho con los materiales convierte al pintor en un verdadero arqueólogo del alma. Excavas, oradas, extiendes la tierra, el lienzo, le das la consistencia del limo de los orígenes, y el tiempo sepultado resurge, renace a la luz del día. La pintura es una justa asunción, una elevación, como en la santa misa la hostia se enarbola como un sol de oro. Por eso el único fin de la pintura es la belleza. Las carnes desplumadas de algunos pintores contemporáneos transforman la pintura en una obra de caída. Luciferina. Cuando de lo que se trata es de alcanzar la belleza divina. Por lo menos sus reflejos.