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¿Por qué soñamos?
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Imagen tomada de la portada del libro publicado por Ediciones Era
E

diciones Era publicará en breve Yo te conozco, nuevo libro de Héctor Manjarrez. En esta sensible novela aparecen simultáneamente el misterio y su pedagogía, el fulgor y el desengaño. Al final hay un premio en la fidelidad del escritor que escucha a los niños que fue y que pudo haber sido; se vuelven a abrir surcos por donde alguna vez entró lo nuevo al mundo y, albricias, el tesoro de lo perdido se recupera: el tesoro que es la pérdida misma. Con autorización de la editorial, ofrecemos un fragmento a manera de adelanto

Marco Antonio lucía más amarillento que nunca bajo la luz del foco que cortésmente anunciaba su muerte inminente apagándose y encendiéndose, apagándose y encendiéndose y crepitando como insecto quemado. El enfermo había sido bañado íntegro bajo la regadera, sentado en un banquito, y presumía cabello rutilante y rostro angelical mientras abría la boca para que Tu Mamá le introdujera su cuchara de peltre favorita entre los dientes impecablemente regulares y alineados, como de comercial.

–Ma.

–Dime.

–¿Por qué se me seca tanto la boca?

–Porque vivimos en una ciudad muy alta y hace mucho que desecamos el lago.

–¿Qué es desecar?

–Secar.

–¿Había un lago aquí, y lo secamos?

–Sí, querido.

–¿Por qué?, ¿cómo?

–Otro día te cuento, enano.

–¿Por qué hoy no?, ¿por qué hoy no?

–Porque es una historia larga y complicada. Y un poco aburrida.

–¿Julio la sabe?

–No, que yo sepa.

–¿El lago era como el lago de Chapultepec?

–No, era mucho más grande; era inmenso. Acábate tu avena.

–Ma.

–¿Sí?

–¿Por qué sueño personas que nunca he visto revueltas con personas que sí conozco?

–¿Cómo está eso, tú?

–Que en mis sueños puedo ver a Virgilio y a mi tía...

–A quienes sí conoces.

–Y a la señora Clara...

–A quien no conoces.

–No, sí la conozco... Y a un señor que nunca he visto.

–¿Y cómo es?

–Es bastante alto y usa un sombrero café claro y corbata de moño amarilla con puntitos verdes. No trae bigote y tiene la voz engolada.

–Entonces, a pesar de la corbata, no es el Presidente –comentó ella sonriéndose.

–No, para nada. Ni se le parece. Pero me habla como si me conociera, como si fuera como un tío, ¿me entiendes?

–Sí, te entiendo. ¿Y te da miedo?

–Sí me da miedo un poco.

–Y estás segurísimo de que no lo conoces.

–Sí, segurísimo. También aparecen otros adultos y adultas que no conozco, pero ésos, aunque a veces me hablen, no se me quedan mirando como éste. Sólo andan caminando y sentándose y platicando entre ellos, en la calle o en un lugar que parece ser mi escuela, pero con unas oficinas que nunca he visto.

–Entonces también sueñas con lugares donde nunca has estado.

–Sí, es como si fuera uno de esos noticieros que pasan en el cine antes de la película, en que uno ve gente caminando y entrando y saliendo de edificios de oficinas, pero yo también estoy allí. Yo ando entre ellos.

–¿Solo?

–Creo que sí, solo, aunque, ¿sabes qué?, muchas veces no me veo. Yo soy la cámara, ¿me entiendes?

–Perfectamente.

Madre e hijo guardaron silencio mientras el crepúsculo avanzaba unos cuantos milímetros más por la habitación. Como Marco no agregaba palabra, Laura le preguntó:

–¿Y qué te dice el señor de la corbata de moño amarilla con puntitos verdes?

Marco se volteó a mirarla sorprendido, como si lo hubieran atrapado en un secreto, o ensoñando completamente. Por alguna razón, se dio cuenta de que tenía que decir la estricta verdad, esa cosa tan huidiza, como uno de los peces dorados de la pecera, como los espaguetis –no como los caracoles y las lagartijas–; en otras palabras: que tenía que expresar lo que recordaba, y que debía grabarse perfectamente sus propias palabras, en caso de que le volvieran a hacer la pregunta.

Marco respondió:

–No sé lo que me dice. Sé que me ha dicho cosas, pero no las recuerdo después, cuando me despierto. Te lo juro, mamá.

–Te creo, te creo, no te preocupes. Lo que te dice ¿es feo, o te da susto?

Sin titubear, Marco expresó:

–Cuando me habla en el sueño no me asusta. Sé que lo que quiere decirme es importante, y por eso lo escucho; pero me preocupa que al despertarme ya se me olvidó.

Laura le acaricia la cara y le pregunta:

–¿Como cuántas veces lo has soñado, por cierto?

–Tres o cuatro o cinco veces, yo creo... Ma, ¿por qué me pasa esto?

–Los sueños son extraños para todos, hijo.

–¡Muy extraños! ¿Por qué sueña la gente, jefa?

–Hay muchas teorías.

–¡Cuéntamelas!

Tu Mamá tomó la mano derecha de Marco entre las suyas, fingió carraspear y adoptó el tono de voz de un locutor de noticiero:

–Hay pueblos que dicen que sus dioses les mandan mensajes (advertencias, consejos) en los sueños.

–Entonces, ¿el señor de la corbata de puntitos es un dios?

–Lo dudo muchísimo... También hay gente que dice que soñamos lo que no nos atrevemos a sentir ni a pensar; los deseos ocultos, suprimidos... –Laura titubeó: ¿qué tanto se le debe decir a un niño inteligente?

–Entonces, ¿yo quiero ser adulto?... Porque no hay niños en mis sueños, ma. Bueno, más bien ya no hay niños.

–No sé, hijo. ¿Tú ya no quieres ser niño?

–¡No!, claro que sí. A mí me gusta mucho ser niño. ¿A ti te gustaba ser niña?

–Bueno, era yo medio miedosa, pero sí, me gustaba mucho ser niña.

–Ya no eres miedosa, ¿verdad?

Laura se rió:

–No, ya no. Ahora me como el mundo como la pirata Yolanda de Salgari.

(...)

Marco sabía que ésta era su primera conversación en regla con un adulto. Reconocía que su madre lo trataba como un igual, y que él debía hacer lo mismo:

–¿Por qué no sabe nadie?

Laura dejó de mirarlo, sin darse cuenta:

–Porque hay cosas así, que nadie sabe. Aunque quizá la ciencia un día nos explique, por ejemplo, por qué soñamos con personas y con cosas tanto que sí conocemos como que no conocemos.

–Ma, ¿a todos nos pasa?

–Sip, a todos.

–¿No solamente a mí?

–No, no solamente a ti.

Marco no supo si desilusionarse o tranquilizarse con esta noticia, por lo que Laura continuó luego de unos instantes:

–Pero parecería que tú tienes una mejor capacidad para soñar, enano.

–No me digas enano.

–Te lo digo de cariño, ya lo sabes, pero ya no te voy a llamar así.

–¿Entonces?

–Sería muy bueno que desarrollaras tu capacidad para soñar.

Marco guardó silencio –y Laura también– hasta que él murmuró:

–¿Cómo?

–Mmh –musitó ella, dándose tiempo–. Primer consejo: cuando te despiertes, a la hora que sea, por ningún motivo abras los ojos de inmediato. De esta manera, a veces (pero no siempre) puedes recordar lo que estabas soñando, o cachitos de lo que soñabas.

Marco, sin embargo, acababa de perder gran parte de su capacidad de escuchar o de decir, y cerró los ojos y la boca:

–Ya no quiero avena. Ya no me cabe.

–No te preocupes, ya te la acabaste.

–¿Ya?

–Sí, hace un rato. ¿Te quieres dormir temprano? ¿Estás cansado?

–No. Voy a esperar a Julio. Me está leyendo Los hijos del capitán Grant. Ma, ¿tú crees que los marcianos existan?

–¿Que si existen los marcianos? No, yo no lo creo. ¿Por qué? Julio Verne no habla de marcianos en ningún momento, que yo recuerde.

–Un niño de la escuela me contó que vio a un marciano en la cocina de su apartamento.

Laura, sonriente con su hijo pero con la mente en otras cosas de la vida, preguntó, por no dejar:

–¿Y cómo era?

–No me acuerdo muy bien, pero era rarísimo. Medio espantoso.

–¿Y lo has soñado también?

–No, yo sólo sueño con humanos... Y con perros. No sueño con extraterrestres.

–Pero tu amigo sí.

–Él dice que no fue un sueño. Que fue a la cocina por un vaso de leche y el alienígena apareció levantando la loseta del piso.