Opinión
Ver día anteriorSábado 28 de febrero de 2009Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Las palabras y las cifras
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al vez a causa de una tardía fe decimonónica, cuando el cientificismo era considerado como el ideal y triunfaba sobre cualquier otro tipo de pensamiento, las cifras –estadísticas, porcentajes, elementos matemáticos, en fin, todo el material tan impresionante del vocabulario científico– han terminado por imponerse en nuestra época ante la actual debilidad de las palabras. Éstas parecen haber perdido su poder mientras los números se van imponiendo.

Es significativo constatar que uno de los últimos libros de Jean-Paul Sartre tiene precisamente el título: Les mots (Las palabras). El éxito de esta obra fue considerable. El filósofo se expresa de una manera simple y fácilmente legible. Narra su infancia, sus pasiones y retrata el camino que lo llevó a ser lo que era: un célebre escritor de reputación mundial. Los jurados del Nobel atribuyeron a Sartre su premio en parte gracias a este libro. Galardón que el escritor se apresuró a rechazar, manera hábil de duplicar la apuesta y, en alguna forma, de recibir dos veces el premio.

Más importante, sin embargo, era el contenido del libro. ¿Qué decía Sartre? Ante todo, que había fundado su existencia humana en el uso y el dominio, en el sentido de conocimiento de las palabras; y que, en cierta forma, más bien había ganado, pero que este éxito era igual a nada. Tantas y tantas páginas para llegar a esta constatación: “Ante un niño que muere de hambre, La náusea no tiene el mismo peso”. ¿Cuál es el poder de la literatura? ¿Qué puede hacer? Tal vez nada. O casi nada. Puede hacer famoso a su autor, cubrirlo de premios y honores, conducirlo por los caminos dorados de la vanidad, pero todo esto no cambia un ápice la suerte y la desdicha de los hombres. Esta notable lucidez a propósito de la impotencia de las palabras no empujó a Sartre al suicidio. Como tampoco hizo suicidarse desde entonces a todos los escritorzuelos que publican libros. Al contrario, ninguna época ha visto aparecer tantos escritores y libros. Es en este punto donde las cifras intervienen. No se trata del contenido del libro, del sentido de las palabras, sino de las cifras de tirajes y ventas.

El famoso concepto de best seller se ha vuelto el criterio decisivo para evaluar la importancia de un libro. La influencia real de la literatura se desvanece ante la venta de centenas de millones de ejemplares, cifra que enmudece. Ni admiración ni desprecio: silencio mudo porque no hay nada qué responder ante la fuerza implacable de los números –como en el mercado del arte, uno de cuyos recientes ejemplos es la venta pública de la colección Saint-Laurent-Bergé, donde se habla sólo de precios: si un Picasso no logró venderse es por la abundancia de telas de ese periodo del pintor: cifras ante todo. Tras ellas se esconde el valor supremo de nuestra época: el dinero. Los bancos ignoran la palabra, sólo conocen las columnas de créditos y gastos.

Hoy, las palabras se enrarecen y el vocabulario es sustituido por onomatopeyas y mascullidos: bum, pam, guau, bling, blang, sonidos más o menos audibles, sin significado ni más fuerza que la del volumen de la voz y los gestos de quien las escupe. ¿Ves lo que quiero decir? es ya un lujo del lenguaje, un colmo expresivo de una indecible imaginación en cuyos territorios, tan vagos como baldíos, deben adivinarse escenas, imágenes, conceptos inexistentes. Pero, en fin, una frase superior al borborigmo aprendido, en el mejor de los casos, en la lectura de historietas de monitos. Las palabras se han vuelto extranjeras, un idioma que debe hablarse en otras partes, más allá de las fronteras familiares del pensamiento paralítico. Pronunciarlas, o escucharlas aunque no se entiendan, es correr el riesgo mortal del hastío, la soledad, acaso la locura: ¡Cuidado con la palabra! ¡Su abuso es peligroso! ¡Déjela pasar! ¡Lo conduce al peligro mortal de pensar! De olvidar la muerte. Y la vida. ¿Puede existir una sin otra?