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Instituciones chiapanecas no registran los indicadores

Los zapatistas ya erradicaron alcoholismo y drogadicción
Enviado
Periódico La Jornada
Sábado 7 de marzo de 2009, p. 13

Municipio autónomo Lucio Cabañas, Chis., 6 de marzo. Un logro de salud indiscutible de las comunidades zapatistas es la erradicación del alcoholismo desde hace 20 años. Se dice rápido. La diferencia en la cotidianidad familiar y comunitaria es profunda e implica menos violencia, lo cual ya es un indicador de sanidad. Y más tratándose de pueblos indígenas y conociendo los estragos que causa en ellos el alcohol, siempre de mala calidad.

Lo registran crónicas y novelas: a los indios se les controla con trago. Estos mismos pueblos de Chiapas visitó Fernando Benítez en los años 70 y los encontró postrados, con la dignidad humillada, ebrios como en epidemia. Hoy eso nunca se ve en las comunidades en resistencia. Las fiestas que han prodigado durante 15 años, visibles o discretas, grandes o pequeñas, siempre de baile hasta el amanecer, transcurren sin gota de alcohol. Es una excepción absoluta a escala nacional, con carnavales y fiestas patronales a golpe de posh, aguardiente o brandy sintético. Y sin ir más lejos, cualquier fin de semana.

Al no beber, los campesinos, en particular los varones, eliminan el riesgo de enfermedades frecuentes en los pueblos indígenas: úlcera, cirrosis, desnutrición y heridas con machete por quítame de ahí esas pajas. No se refleja en los indicadores de salud de las instituciones gubernamentales, pero su efecto en salud pública, bien mirado, es espectacular.

No se diga la inexistencia de consumo o comercio de drogas, tampoco permitidos en las comunidades autónomas. El retorno al alcoholismo suele ser el camino de las deserciones en comunidades divididas e instrumento estelar en las estrategias de contrainsurgencia desde 1995.

El mural en la fachada de la clínica autónoma Esperanza de los Pobres, pintado por los propios promotores de la salud, flanquea el acceso a las instalaciones, tan pobres como su nombre lo indica, pero de una limpieza que rechina en los ojos. Su parte principal es como un libro abierto con instrucciones para el camino de la salud. También es una pintura que podría estar expuesta en un museo, aunque sólo hable del aseo personal y el comunitario, la letrina, los pasos para separar la basura, atar los animales, barrer el patio. Todo expresivamente ilustrado.

Los promotores de guardia, un joven y una muchacha, tzotziles muy avispados, permiten a La Jornada recorrer sus instalaciones. Un consultorio amplio, apenas equipado con una mesa de exploración e instrumental básico; bajo el vidrio del escritorio, una foto grande del doctor Ernesto Che Guevara. Una sala de ginecología para control de embarazo, partos y exámenes. Un área dental. Una farmacia con lo más básico, ordenada con cuidado. Atendemos aquí y a domicilio, afirma el promotor. Rara vez contamos con un médico, pero acompañamos a la gente que debe ir al hospital. Desde aquí se distribuyen también las vacunas del municipio autónomo.

Sobre un asiento trasero de combi, apoyado en la pared de la entrada, se lee: sala de espera. Nos guían al laboratorio donde se realizan biometrías, exámenes de orina, el Barr para tuberculosis, coprocultivos, Papanicolau. Anochece. Llega apresuradamente una familia indígena con un bebé llorando. El promotor los acompaña al consultorio.

Esa es la ambulancia, señala Irma, la promotora, hacia una combi acondicionada para trasladar enfermos. Hace años que es promotora, y parece disfrutarlo. Si algo resalta en las clínicas autónomas zapatistas es la falta absoluta de negligencia. No podrían tenerla, además. Las comunidades no lo permitirían.

De la oscuridad de la calle brotan tres figuras; una de ellas encobijada. Es un anciano con dificultades severas para respirar. Irma se despide y conduce al anciano al interior de la clínica. Hay noches que aquí no duermen, como en los hospitales grandes.